viernes, 9 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 9

—¿Qué? —preguntó él con tono inocente.

—La rabieta de Delfi. Se enfada cuando piensa que la trato como a una niña.

—Lo que a mí me parece es que cuidas de los tuyos —comentó él, encogiéndose de hombros.


—Ella no lo ve así. Piensa que con veinte años ya es una adulta.

 Los ojos de Pedro se tornaron del color del chocolate, llenos de comprensión.

—Tiene razón en eso. Es mayor de lo que tú eras cuando… —dijo él y se interrumpió un momento. La miró— cuando te hiciste cargo de tu familia.

—Hice lo que tenía que hacer. Cualquiera lo habría hecho.

—No estoy tan seguro de eso. Mucha gente habría abandonado la responsabilidad sin más. Pero tú, no.

—No habría podido. Son mi familia —afirmó ella y se encogió de hombros como si eso lo explicara todo.

—Y la familia debe ayudarse entre sí. Pero, desde mi punto de vista, lo que pasó es que fuiste tú quien se ocupó de todos los demás. No puedo evitar preguntarme quién cuida de tí.

—Como te he dicho, no necesito a nadie. Estoy bien sola.

Pedro meneó la cabeza y la miró.

 —Eso me parece admirable. Y, también, me preocupa.

—¿Por qué?

—Todo el mundo necesita a alguien. Como tú me has necesitado a mí hoy.

—Si tú no hubieras estado aquí, habría echado mano de los hombres del bar. Y Gonza me habría ayudado. Tiene amigos. Yo lo habría hecho de una forma u otra.

Paula recordó las primeras semanas y meses después de que su madre hubiera muerto. Habían seguido viviendo, pero se habían sentido más como muertos vivientes. Los tres hermanos habían estado conmocionados. A pesar de eso, ella había tenido que asegurarse de que Delfina  y Gonzalo fueran al colegio, comieran, hicieran sus deberes.

—Eres bastante increíble, Paula Chaves.

—Gracias.

Su cumplido la envolvió de calidez hasta lo más profundo, hasta un lugar que llevaba mucho tiempo congelado. Pero era peligroso dejarlo despertar, se dijo Paula. Si eso sucedía, volvería a sentir de nuevo y, si sus sentimientos renacían, volvería a sufrir. Había superado la muerte de su madre, pero no quería volver a perder a nadie nunca más. Había decidido que prefería vivir sin tener a nadie a quien amar.  Y Pedro, un alegre trotamundos, no era la clase de persona a la que ella quería abrirle su corazón. Le haría sentir demasiado frágil, demasiado vulnerable.

—Tengo que irme —señaló Paula—. Los hambrientos me esperan en casa.

—Bueno —dijo él—. Yo también me voy.

—De acuerdo —repuso ella. Tomó el bolso y se lo colgó en el hombro—. Buenas noches.

—Espera —pidió él y la sujetó del brazo para detenerla.

 Al sentir su contacto, la temperatura de ella subió y el corazón comenzó a latirle a toda velocidad.

—¿Qué? —preguntó ella, un poco sin aliento.

—¿A qué hora quieres que esté aquí mañana?

 La verdad era que Paula no quería que él estuviera allí al día siguiente. Porque, si quedaba con él, estaría deseando verlo. Y no quería que así fuera.  Sin embargo, él estaba esperando una respuesta.

—Voy a hacer los turnos del desayuno y la cena en The Hitching Post, pero tengo que terminar el mural, así que le dedicaré un par de horas entre un turno y otro. Tú podrías frotar las paredes —señaló ella y, cuando Pedro achicó la mirada, añadió—: No puedo permitirme comprar más pintura, pero hay que limpiar un poco las paredes. Para quitar un poco la grasa —explicó, pensando que, ante la perspectiva del trabajo, él desistiría.

 —De acuerdo. Nos vemos mañana entonces.

 Cuando Pedro la soltó y salió por la puerta, ella dejó de contener la respiración. Las ganas de volver a verlo la hicieron sentir nerviosa, de una manera en que no se había sentido durante mucho tiempo. Si hubiera podido controlar aquella sensación, lo habría hecho. Pero la verdad era que estaba deseando volver a verlo al día siguiente y, al mismo tiempo, lo temía.  ¿De qué más cosas sería capaz de convencerla, en contra de su sentido común?

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