domingo, 25 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 52

 Como un rayo, Pedro sacó la llave de su puerta y la abrió. Encendió la luz y la invitó a pasar. Nada más cerrar la puerta, la tomó entre sus brazos y la besó con pasión.  Paula le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él. Los músculos de las piernas apenas la sujetaban y se agarró a él con todas sus fuerzas. El beso de él rebosaba deseo y todas las inseguridades de ella se desvanecieron, dejando paso al instinto.  Pedro le recorrió los labios con la lengua y ella abrió la boca. Cuando él deslizó la lengua dentro y la besó con intensidad, la respiración de ella se aceleró todavía más. No pudo contener un gemido de deseo y el sonido hizo que aumentara la tensión del cuerpo de él mientras, con las manos, la exploraba por todas partes. Él le acarició la espalda y la agarró de las caderas para apretarla contra su erección. Luego le subió las manos a la cintura y llegó a los pechos, donde se detuvo para acariciárselos con los pulgares. Los pezones de ella, muy sensibles, se endurecieron al instante. Paula quería que él le tocara la piel desnuda, ardía en deseos de sentir sus manos en los pechos. Como si le hubiera leído la mente, Pedro le levantó la camiseta por encima de la cabeza. Con un diestro movimiento, le desabrochó el sujetador, le deslizó los tirantes por los brazos y lo dejó caer en el suelo.  Entonces,  la sostuvo entre sus brazos. Era una sensación maravillosa, pensó Paula, notando como la sangre se le agolpaba en las venas y el pulso le latía entre los muslos.

—Oh, Pau —jadeó él—. Eres tan hermosa…

Ella cerró los ojos y se estremeció.

—Me encanta.

 Pedro bajó la cabeza y se metió su pecho derecho en la boca. Paula se sintió recorrida por una corriente eléctrica cuando él le lamió el pezón con la lengua. El placer comenzaba a resultarle insoportable, cuando él posó la atención en el otro pecho. Incapaz de controlar la tensión creciente que se estaba apoderando de su cuerpo, ella estuvo a punto de gritar de deseo.  Pedro se enderezó y la miró con ojos ardientes. Respiraba a gran velocidad. Le tomó la mano y la llevó a la cama.

—¿Estás segura? —preguntó él.

—Del todo.

 Eso era lo único que él necesitaba oír antes de retirar la colcha, la manta y las sábanas en un solo movimiento. Paula se quitó las zapatillas de deporte y se desabrochó el botón de los pantalones. Se los bajó junto con las braguitas. Estuvo a punto de sufrir un ataque de timidez, pero desapareció al instante cuando él se quitó la camiseta. Al ver su pecho desnudo, tan musculoso, ella se quedó sin respiración. Luego, Pedro la besó y sus cuerpos se tocaron piel con piel. Ella sintió que se le prendía fuego la piel ante la exquisita intimidad del momento.  Él se apartó con reticencia y buscó su cartera en el bolsillo de los pantalones. Metió dos dedos dentro, sacó un paquete cuadrado y lo dejó en la mesilla de noche. Sería un preservativo, pensó ella. Era una suerte que él se hubiera acordado, porque ella apenas recordaba su propio nombre.  A continuación, Pedro posó en ella su ardiente mirada, mientras se quitaba los pantalones. Ella apenas tuvo tiempo de admirar su fuerte cuerpo, sus musculosas piernas. Al instante, él la tomó entre sus brazos y la colocó en el centro de la cama.  Antes de que tuviera tiempo de enfriarse, él se tumbó a su lado, deslizó un brazo debajo de ella y la acercó. Le sostuvo la cara con una mano y la besó, incendiándola con su lengua, sus dientes y sus caricias. Luego, le recorrió el pecho y el vientre. Con un dedo apartó los pliegues de su feminidad y entró en ella, preparándola. Con el pulgar, le frotó en su parte más sensible y ella se sintió recorrida por una poderosa corriente eléctrica. Se estremeció tanto que casi se incorporó de un salto.  Pero aquello era sólo el principio. Empezó a acariciarla, una y otra vez, haciendo que cada vez estuviera más excitada. Ella se retorció, incapaz de estarse quieta. Levantó las caderas, pidiendo más, mientras el pulso entre las piernas le latía cada vez más fuerte. Entonces, sintió una explosión de placer que la recorrió en oleadas, mientras él la sostenía con ternura entre sus brazos.

—Oh, cielos…

 Él sonrió.

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