domingo, 11 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 14

 A la mañana siguiente, Paula estaba sentada en una mesa en The Hitching Post junto a Pedro, con Augusto frente a ellos. Aquel lugar, con su decoración vaquera y sus gastados suelos de madera, era un segundo hogar para ella. La encargada, Ludmila Powell, le había dado un trabajo cuando más lo había necesitado y, con ello, se había ganado de sobra su lealtad.  Como no había ninguna pared que separara el lado del restaurante del bar,  se alegró de que Augusto estuviera sentado de espaldas a la barra. Sobre la barra original de un saloon de la década de 1880, había una foto de su primera dueña, Silvia  Divine llevando sólo una fina gasa sobre sus partes más íntimas. Lo más probable era que el chico hubiera visto fotos de mujeres desnudas con anterioridad, pero ella no iba a dejar que lo hiciera bajo su supervisión.  Podría haberles dado de desayunar a los dos en su casa, pero cereales fríos y tostadas no eran la clase de comida que podía hacer que a un adolescente se le soltara la lengua.  Los dos hombres se habían dado todo un banquete, con huevos, beicon, patatas rebozadas y tortitas. Pero  había perdido el apetito en el momento en que Pedro se había deslizado en el asiento a su lado. En un par de ocasiones, él la había rozado con el hombro, provocándole un aumento de temperatura. Olía bien, a limpio, a hombre.  Brenda, la camarera de turno se acercó a su mesa con una cafetera en la mano.

—Espero que les haya gustado el desayuno.

—Las mejores tortitas que he comido nunca — dijo Pedro.

—Estaba todo muy bueno —afirmó Paula.

—¿Un poco más de café? —ofreció Brenda.

Paula negó con la cabeza. Los dos hombres acercaron sus tazas para que se las rellenara. Entonces, ella recordó que era el último día de trabajo allí de Brenda.

—Ha sido un placer trabajar contigo este verano.

—Sí, para mí también. Te echaré de menos.

 —¿Adónde vas?

—De regreso a la universidad de California en Los Ángeles. Estoy en el último curso.

 —Es una universidad muy buena —comentó Pedro con aprobación—. Y Westwood es una zona bonita. Cerca de Los Ángeles, Hollywood, Santa Mónica y el océano… Allí hay mucha diversión.

—Lo sé —afirmó Brenda con una sonrisita coqueta.

De pronto, a Paula no le preocupó tanto perder a una compañera de trabajo. Lo que le preocupó fue el modo en que Pedro le devolvió la sonrisa. Podría ser pura envidia, reconoció ella. Los dos habían estado en un lugar que ella no conocía y al que no esperaba ir. Ella no era más que una pueblerina que no había salido de Montana y él no era asunto suyo.  Sin embargo… maldición. Lo que sentía se parecía mucho a los celos, pensó.  La verdad era que no tenía mucha experiencia con ese sentimiento, pues no había salido con muchos hombres, pero la sensación de resentimiento y el nudo que tenía en el estómago no podían pasarle desapercibidos.

—Buena suerte con tu último curso —le deseó Paula.

Aunque fuera una pueblerina, era una pueblerina educada, se dijo.

—Gracias —contestó Brenda y, antes de alejarse, añadió—: Si necesitáis algo, diganlo.

—Cuenta con ello —repuso Pedro, guiñando un ojo.

Paula se mordió la lengua, pues lo que él hiciera no era asunto suyo. Sin embargo, el chico que tenía delante sí lo era. Para ayudarle, tenía que hacerle hablar.

—Dime, Augusto. ¿De dónde me dijiste que eras?

 —No lo dije —contestó el muchacho y se encorvó un poco más en el asiento, delante de su plato vacío.

—¿Qué te ha traído a Thunder Canyon? —preguntó ella de nuevo, buscando otra forma de sacarle información.

 —El camionero que me recogió en auto stop.

—Hacer auto stop no es muy seguro —le reprendió ella.

—¿De veras? —intervino Pedro con sarcasmo—. La gente lista y prudente tampoco se lleva a desconocidos a casa.

 —Yo no le haría daño —aseguró Augusto.

—Me gustaría creerlo —señaló Pedro y se recostó en su asiento—. Pero no quieres decir más que tu nombre. No tenemos manera de comprobar si dices la verdad. Lo mejor sería dejar que te arrestaran.

—Es sólo un muchacho. Dale un respiro —protestó Paula y miró al chico—. Háblanos de tí. ¿En qué curso estás?

 El chico pensó un momento y, al parecer, decidió que no perdería nada revelando ese dato.

—En segundo de bachillerato.

 —Así que estás a punto de graduarte.

—No lo creo —repuso Augusto, huraño.

—¿Practicas algún deporte? —quiso saber Paula.

—Alguno.

—Yo estaba en el equipo de fútbol del instituto — comentó Pedro.

—Vaya cosa —dijo Augusto,  cruzándose de brazos.

Sin embargo, Paula recordó como ella siempre había asistido a todos los partidos de Pedro. Todas las chicas del instituto habían estado enamoradas de él. Ella se había limitado a observarlo en silencio en el campo de juego y en los pasillos, deseando que se fijara en ella y, al mismo tiempo, temiendo quedar como una tonta si eso sucedía.

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