domingo, 25 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 51

Con visión borrosa por las lágrimas, Paula se detuvo delante de la puerta de su habitación, buscando la llave en los bolsillos de los pantalones.  Habían pasado seis años desde que su madre había muerto. Durante ese tiempo había podido tener sus emociones bajo control. Pero, de pronto, su coraza se había resquebrajado.

—Maldición —susurró ella.

—¿Paula?

Paula había sentido su presencia incluso antes de que él hubiera hablado. Lo único que ella quería era poder llorar en la privacidad de su habitación.

—Por favor, vete —rogó ella. ¿Era demasiado pedir?

—No puedo dejarte así.

 —Estoy bien.

—Pues no lo parece. ¿Qué te pasa?

  Era demasiado difícil ponerlo en palabras. ¿Cómo iba a decirle que se había derrumbado porque el futuro no podía incluirlo a él?  De pronto, un torrente de lágrimas comenzó a bañarle la cara.

—No me pasa nada.

 —No te creo —repuso él y, posando las manos en sus hombros, la obligó a girarse—. Ven aquí.

 Pedro la rodeó con sus brazos y la apretó con fuerza. Ella apoyó la mejilla en su pecho, encontrando consuelo en el sólido latido de su corazón, en la calidez de su cuerpo.

—No llores, Pau. Encontraremos a Augusto.

—Lo sé.

Era más fácil dejar que él creyera que el problema era Augusto en vez de explicarle que era más egoísta de lo que él pensaba, se dijo. Cuando se había puesto a llorar, sólo había estado pensando en sí misma.

—No pretendía echar a perder la velada. No tenías por qué seguirme.

 —No puedo soportar verte triste. Quería asegurarme de que estuvieras bien y ayudarte a arreglar las cosas.

 —No te preocupes —dijo ella, limpiándose las lágrimas—. Se me pasará.

Pedro dió un paso atrás y la miró.

—¿Lo prometes?

—Sí.

 Se quedaron mirándose unos instantes. Paula reconoció el momento exacto en que Pedro dejó de intentar consolarla y su expresión mostró algo por completo diferente. Sus ojos se oscurecieron y se le tensó la mandíbula.

—Es mejor que entres en tu habitación —dijo él con voz profunda, peligrosa.

En un breve instante de lucidez, Paula supo que aquél era uno de esos puntos de inflexión que tenía la vida. Un momento en que podía elegir y, luego, tendría que cargar con las consecuencias. Podía elegir vivir y mirar atrás con orgullo o esconder la cabeza y arrepentirse durante el resto de sus días.

 —No —negó ella—. Llévame a tu habitación.

 Los ojos de Pedro brillaron de sorpresa pero, de inmediato, volvieron a oscurecerse de deseo.

—No es buena idea.

—¿No me deseas? —preguntó ella, sin poder contener las palabras.

 —Yo no diría eso.

—¿Entonces qué dirías?

—No me mires así.

—¿Cómo?

—Como si te hubiera robado todos los fondos que tienes para tu proyecto. Sólo intento ser un caballero y no es fácil.

  —¿Por qué no es fácil?

—Oh, cielos… —comenzó a decir él y tragó saliva—. Porque eres hermosa. Tu… Tu piel es… tan suave… Has minado todas mis defensas.

A Paula se le aceleró el corazón y su alma se llenó de satisfacción.

—¿De veras?

—Diablos, sí. Te deseo más de lo que nunca he deseado a ninguna mujer en toda mi vida.

—Yo también te deseo —admitió ella.

Cuando lo escuchó gemir, Paula supo que él se había rendido y que ella había ganado.

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