lunes, 19 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 35

 Los chicos no hacen galletas. Paula levantó la vista mientras Augusto removía una masa con trocitos de chocolate. Estaban en su pequeña y acogedora cocida, cocinando sobre la mesa de madera de roble. Las seis sillas estaban apoyadas contra la pared, bajo platos decorativos con citas inspiradoras que habían sido de su madre. Las paredes estaban pintadas de amarillo pálido y las ventanas, con cortinas color crema atadas a los lados, mostraban vistas del patio delantero.  Por suerte,  había podido mantener la casa después de que su madre hubiera muerto. Todavía podía sentir su presencia en el lugar.

—¿Hay alguna regla que diga que los chicos no pueden hacer galletas?

—Es cosa de chicas —contestó Augusto, levantando la vista.

—¿Te han dicho alguna vez que los lloriqueos son tolerables en un niño de dos años, pero que resultan francamente molestos en un adolescente?

—Sólo lo comentaba —dijo Augusto, sonriendo—. Si algún amigo mío me viera con una cuchara de madera, removiendo la masa, nunca dejarían de reírse de mí.

—¿Tus amigos viven cerca? ¿Hay probabilidades de que vieran lo que estás haciendo?

—¿Es que crees que vas a hacerme hablar con una treta tan obvia?

—¿No he sido sutil?

—Ni un poco —afirmó el muchacho, sonriendo de nuevo—. Buen intento.

—De acuerdo. Entonces, centrémonos en las galletas. Te sorprendería saber cuántos hombres saben cocinar. Algunos de los chefs más importantes del mundo son hombres.

Paula lo observó. Los ojos del chico tenían una mirada indescifrable. Su pelo estaba todo revuelto y tenía un rostro bonito. Sin duda, sería todo un éxito entre las chicas. El día anterior, Augusto había mencionado lo mucho que le gustaban las galletas caseras y ella había recordado que hacía mucho tiempo que no las preparaba. Aprovechando un rato libre, había presionado a Augusto para que la ayudara.

—Odio cocinar —refunfuñó Augusto.

—Yo también —señaló ella y miró al muchacho, que parecía sorprendido—. ¿O es que crees que por ser una chica debe gustarme?

—Yo no he dicho nada.

—Pero lo estás pensando —adivinó ella y se encogió de hombros—. Éste es mi secreto mejor guardado. Odio cocinar.

—¿Entonces por qué lo haces?

 —Ayer dijiste que te gustan más las galletas caseras que las de la tienda.

—¿Y? Puedo sobrevivir sin ellas. Todo el mundo tiene que aprender a superar la frustración.

Paula lo miró cuando hizo ese comentario. ¿Alguien le habría dicho eso al chico? ¿Estaría Augusto huyendo de algún tipo de frustración? Antes o después tenían que resolver el misterio, porque no podían seguir mucho más tiempo así.

 Si Pedro y ella no podían conseguir que Augusto hablara pronto, tendrían que avisar a las autoridades. No era la primera opción, pues Paula quería que los chicos sintieran que podían confiar en ella. Pero, para resolver cualquier problema, el primer paso era establecer una comunicación. Augusto sólo estaba huyendo de enfrentarse a lo que le preocupaba.

—Sí —dijo ella al fin—. Todo el mundo tiene que convivir con la frustración. Pero no cuando se trata de galletas de chocolate. Se dice que han conseguido que hombres más fuertes que tú cantaran.

—Yo, no —negó el muchacho y miró a un grupo de cuadros que había colgados en la pared.

Había uno con una imagen familiar y una frase que decía que los niños aprendían lo que vivían. Y había un cuadrito de punto de cruz de una cesta de pan. El favorito de Paula era el bordado que su madre había hecho. Sólo tenía una frase.  Sólo hay dos legados imperecederos que podemos dar a nuestros hijos: raíces y alas.

—Mi madre decía que significa que los niños siempre deberían saber de dónde vienen, dónde está su hogar. Donde son amados. Pero un padre también debe infundirles el coraje para volar y encontrar su propio destino. Debe enseñarles que nunca deben tener miedo de seguir sus sueños, sabiendo que pueden regresar a casa después —explicó Paula—. Me inspiré en ello para el nombre del proyecto.

—Raíces —dijo el chico.

 —Así es. Mi sueño es ayudar a los chicos, como la gente de Thunder Canyon me ayudó a mí cuando mi madre murió.

—Lo entiendo.

—Bien —repuso Paula y esperó que él dijera algo más sobre su lugar de procedencia. Sin embargo, Augusto parecía pensativo. Todavía no era momento para presionarlo, pensó ella. Suspirando, señaló a una bandeja llena de galletas frías junto al horno—. ¿Por qué no guardas ésas en el recipiente de plástico?

—De acuerdo —dijo Augusto y se puso manos a la obra—. Bueno, hablando de Raíces…

Algo en el tono de voz del muchacho le hizo a Paula levantar la cabeza. Sospechó que, tal vez, el chico iba a contarle algo sobre sí mismo.

—¿Sí?

—¿Qué pasa contigo y Pedro?

Al escuchar de forma tan inesperada aquel nombre que intentaba sacarse de la cabeza, Paula dejó caer un poco de masa al suelo. Hablar del hombre que la había besado no era algo que le apeteciera lo más mínimo.

—No pasa nada con Pedro y conmigo —aseguró ella, le dio la espalda y tomó un pedazo de papel de cocina para limpiar el suelo. Era mejor ocultar su reacción. A los jóvenes no se les escapaba nada.

—Entonces, ¿Por qué no lo saludaste ayer? —insistió Augusto.

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