viernes, 28 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 40

–Es una mala idea –murmuró él, bañándola con su aliento caliente.

Acto seguido, Pedro deslizó la mano dentro de las braguitas de ella, llegando a la piel desnuda. Paula llegó al orgasmo de inmediato, mientras él seguía acariciándola. Después, se acurrucó en su abrazo.

–No me refería a esto. Tú todavía no…

–¿Qué?

–Ya sabes. Quiero hacerte sentir bien.

–Lo has hecho, princesa. Pero no vamos a ir más lejos hoy. Uno de los dos tiene que tener algo de sentido común.

Ella suspiró y le lamió la barbilla.

–No sé por qué eres tan rígido. Estamos en un paraíso tropical. Se supone que eres mi novio. Y no estoy enferma. ¿Qué tiene de malo que te diviertas un poco mientras tanto?

–¿De veras eres tan ingenua?

–Estás siendo grosero. Y paternalista.

–Creo que eres una mujer increíble –afirmó él, acariciándole el pelo–. Y tienes un gran futuro por delante. ¿Por qué complicar las cosas con un viejo como yo?

–Tienes treinta años. No eres viejo.

–Bueno –repuso él, riendo–. Pero necesito tiempo. De todas maneras, tú vas a estar muy ocupada para tener una aventura. ¿No es así?

–Tal vez –reconoció ella a regañadientes–. Pero sigues siendo un mandón.

–Lo sé –repuso él, besándola en la coronilla–. Lo que pasa es que no podría perdonármelo si me aprovechara de tí. Así que no me presiones, por favor.

Paula contuvo las lágrimas a punto de brotar.

–Lo intentaré –susurró ella–. Aunque no te prometo nada.

Pedro se levantó de la cama. Soltar a Paula y comportarse como si nada importante hubiera pasado iba a requerir todas sus dotes de actor. Lo que sentía por dentro era pura agonía. La deseaba con una intensidad insoportable.

–Voy a pedir la comida –informó él, tomando el teléfono–. ¿Te parece bien?

–Como quieras –repuso ella con aspecto de estar enojada.

Él se fue al salón mientras Paula se duchaba, para no estar cerca cuando estuviera desnuda. Todavía le ardía la mano por haberla tocado. Había estado húmeda, caliente y dispuesta. Esa mujer era la fantasía de cualquier hombre. Se sentía como un idiota. Si sus hermanos supieran lo que estaba haciendo, se reirían de su ridícula nobleza. Aunque ellos habían dejado atrás hacía tiempo la vida de soltero y dormían cada noche con las mujeres que amaban. Él quería lo que ellos tenían, pero era un cobarde. No se atrevía a saltar al ruedo emocional. Por otra parte, Paula era todo un reto. Era impulsiva, tempestuosa y sensual. Si él la dejaba entrar en su corazón, podría hacérselo pedazos. Podía enamorarse de ella. Esa mujer tenía algo que le hacía volver a creer en los finales felices. Pero Pedro sabía lo que era ver morir a la mujer amada sin poder hacer nada para salvarla.

Rendición: Capítulo 39

–Entonces, te convertirá en una supernova.

–Eso está mejor –dijo ella, sonriendo.

–¿Ya has terminado por ahora? ¿Puedes irte?

–Claro. Me cambiaré en un momento. Dile a Karen que estamos listos.

Paula se quedó dormida en el coche en el camino de vuelta, con la cabeza apoyada en el hombro de él. Pedro era el único que sabía que estaba demasiado débil para hacer grandes esfuerzos. La abrazó contra su pecho, preocupado por lo pálida que estaba. Karen lo miró por el espejo retrovisor.

–¿Los llevo directamente a la villa o quieren comer algo primero en el restaurante?

–Creo que pediremos servicio de habitaciones –contesto él, tras pensarlo un momento.

–De acuerdo.

Cuando estacionaron delante de su alojamiento, Paula no se despertó. Pedro la miró con inquietud.

–Creo que no ha dormido mucho. Supongo que por los nervios. La llevaré dentro –le dijo él a Karen.

La asistente no hizo ningún comentario, pero abrió mucho los ojos. Él esperaba que no fuera una cotilla.

En la cabaña, Pedro depositó a Paula sobre la cama.

–Duérmete conmigo –pidió ella, entreabriendo los ojos.

Pedro titubeó. Estaba agotado. Los dos estaban vestidos.

–¿No quieres comer algo? –preguntó él, ganando tiempo antes de tomar una decisión. Estaba demasiado excitado.

Aunque admiraba su fuerza de voluntad y autocontrol, Paula no podía dejar poner sus fuerzas a prueba. Desde que se habían conocido, no había dejado de tentarlo y provocarlo, obligándole a darle algo… lo que fuera.

–Creo que me has estado mintiendo –señaló ella de pronto, decidida a sacar a la luz sus peores miedos.

–Yo no miento –replicó él con una fiera mirada.

–Has estado inventándote excusas para no tener nada conmigo. Nos deseamos, Pedro. Y no hay razón para que no estemos juntos. Sé honesto. Lo que dijiste sobre que soy demasiado joven o que tú eres mi médico no son más que excusas.

–También podemos tener en cuenta el hecho de que nos conocemos hace apenas unas horas.

–Nimiedades –señaló ella y se acercó para besarlo con suavidad–. Quiero que seas sincero. ¿Te estás conteniendo porque piensas que soy una promiscua y eso… te desagrada?

Pedro se sentó, la sujetó por la nuca y la besó con pasión.

–No seas ridícula. ¿Es que crees que busco una monja? No creo en la doble moral.

–Entonces, démonos una oportunidad –pidió ella, susurrando las palabras en el cuello de él.

Cuando él le puso la mano entre los muslos, sin embargo, Paula se puso tensa. Una cosa era atormentarlo y otra muy distinta era ser atormentada. Frotando con suavidad, él se concentró en su punto más sensible. Paula gimió, presa de un placer líquido y eléctrico. Estaba claro que Jacob conocía bien la anatomía femenina. En cuestión de minutos, la llevó al borde del éxtasis.

Rendición: Capítulo 38

A Pedro se le quedó la boca seca. Paula no lo miró. Brikman y ella estaban inmersos en el trabajo. El director la condujo a un punto en la playa, donde posó con el viento soplándole en la falda y destapándole una pierna de vez en cuando. Javier England no era un niño. Era muy alto, de anchas espaldas y rubio, como Paula. Si estaba nervioso, no se le notaba. Seguía las instrucciones con diligencia, sin rechistar. El alba comenzaba a despuntar cuando Brikman ordenó que las cámaras empezaran a rodar. Paula estaba delante del oficial de la marina, con gesto orgulloso.

–No me dejaré chantajear –dijo ella, metida en su papel–. Te lo he dicho. Mi cuerpo no está en venta.

Su interlocutor irradiaba autoridad y fuerza, además de deseo. La agarró por los hombros.

–Puedo cerrar tu negocio, Violeta. Hacer que todas esas chicas bonitas vuelvan a ocuparse de lavar ropa y cocinar. ¿Es eso lo que quieres?

Violeta luchó por soltarse. El oficial, Leonardo, la agarró con más fuerza.

–Has estado paseándote por delante de la flota con tus ropas elegantes y tu risa provocativa. ¿Qué esperabas que pasara? Tengo tres barcos llenos de marineros que hace meses que no ven a sus familias. La mayoría de ellos no puede permitirse lo que ofreces en tu burdel. Pero yo, sí, Violeta. Aceptarás mis condiciones y sufrirás las consecuencias.

Entonces, Leonardo la tomó entre sus brazos y la besó con ademán salvaje y dominante. Violeta le dió un puñetazo en los hombros.

–Soy una dama –gritó ella–. No puedes hacerme esto.

Javier England la soltó despacio y se limpió la boca con el antebrazo. Puso gesto de sentirse conmocionado por el poder del beso.

–Puedo y lo haré –aseguró él en voz baja–. Iré a verte esta noche. Después de que oscurezca. Espérame.

Dicho aquello, se dió media vuelta, comenzó a caminar con largas zancadas y desapareció detrás de un saliente de rocas. Violeta miró al cielo con lágrimas rodándole por las mejillas. Silueteada contra el inmenso océano, parecía pequeña e indefensa.

–¡Corten!

Pedro se sobresaltó, volviendo a la realidad con el grito del director. Había estado tan metido en la historia que había perdido la noción del tiempo. El equipo se preparó para hacer otra toma antes de que hubiera demasiada luz. Javier volvió. Un asistente de vestuario le colocó el vestido a Paula. Y la escena comenzó de nuevo. Ella era increíble. Estaba de pie con el agua hasta los tobillos, pero no se quejó en ningún momento. Aunque acababa de conocer a Javier England, la química entre ellos era muy poderosa. Pedro podía sentir el miedo y la frustración de su personaje. Y empatizaba con el deseo de Leonardo. El oficial de la marina era un hombre de honor, un héroe. Paula le había dejado a Pedro leer parte del guion y la historia era bastante interesante. Un hombre dividido entre lo que sabía que era correcto y su ansia de poseer a la bella Violeta. A Pedro no le pasó desapercibida el irónico parecido consigo mismo. A las once, el rodaje hizo una pausa. Paula caminó hasta él, contoneando las caderas bajo la voluminosa falda del vestido. Estaba tiritando, mojada de las rodillas para abajo.

–¿Qué te ha parecido? –preguntó ella con gesto de ansiedad.

Para hacer más creíble su farsa, Pedro la tomó entre sus brazos y la besó. Se quedó sin aliento. Besar a Paula no era cosas de niños. Era una sirena que lo atraía a aguas profundas.

–Has estado espectacular –afirmó él–. Incluso con la distracción de las cámaras y la gente moviéndose alrededor, me he quedado embelesado. Creo que Brikman tiene razón. Esta película te convertirá en una estrella.

–Ya soy una estrella –replicó ella con una sonrisa.

Rendición: Capítulo 37

Ella tomó una galleta de una bolsa abierta, obligándose a tragar. Tenía el estómago encogido por los nervios. Miró por la ventanilla. Todo estaba oscuro fuera.

–Relájate, Paula. ¿Eres siempre tan inquieta?

Cuando Pedro le tocó el brazo, ella se sobresaltó. Soltó una risita nerviosa.

–A veces, peor. Pero se me pasará. Dentro de tres o cuatro días, me habré acostumbrado a la rutina. Pero siempre es así al principio.

Pedro le frotó la espalda para darle ánimos.

–¿Es ahora cuando tengo que decirte que te imagines a todos tus compañeros de reparto en ropa interior?

–Por favor, no –pidió ella, riendo.

Él le dió la mano, ofreciéndole su fuerza. Era agradable tener un compañero, pensó ella y, de pronto, entendió por qué tantos actores se llevaban a su pareja al rodaje. El consuelo de ver una cara familiar tras un largo día ayudaba a disipar el estrés.

Karen tomó una curva y giró a la derecha para seguir por un camino sin asfaltar que conducía a la playa. La luna todavía estaba en el cielo, pero había mucha luz artificial iluminando la escena. Cuando se bajaron del coche, Paula miró a su alrededor, llena de la excitación que siempre generaban los nuevos proyectos. Pedro estaba a su lado, terminándose la tercera taza de café.

–Puedes encontrar comida y lo que necesites ahí –indicó ella, señalando una tienda muy grande–. Si quieres dormir un poco más, el coche estará abierto. Tengo que ir a peluquería y maquillaje. ¿Estarás bien?

Él la sorprendió con un cálido beso con sabor a café.

–Soy un chico mayor. No te preocupes por mí. Ve a hacer tus cosas.

Paula le acarició la mejilla.

–Me alegro de que estés aquí –afirmó ella con sinceridad, acariciándole la mejilla.

–Y yo. Ahora, tranquila. Lo vas a hacer genial.

Paula se alejó con una sonrisa en la boca y se giró un instante para comprobar que él la estaba siguiendo con la mirada. Se preguntó qué estaría pensando. Momentos después, el frenesí de los preparativos capturó toda su atención. Pero, a pesar de la confusión, sabía que Pedro Alfonso estaba de guardia, velando por ella.



Pedro se quedó admirado al comprobar cómo docenas de individuos parecían saber qué hacer en aquel caos que era el proceso de rodaje. Rafael era quien daba las órdenes, con su voz de fumador empeorada por la falta de sueño. Paula había desaparecido entre la multitud, dentro de unas tiendas de campaña. A pesar de lo temprano que era, su belleza no había mermado en nada. Incluso con cinco horas de sueño, parecía fresca como una rosa. Pedro tomó una silla de acampada y se colocó en un sitio desde donde podía verlo todo, sin estar en medio. Cuando Paula apareció cuarenta y cinco minutos después, tardó en reconocerla. Rafael levantó las manos en un gesto de adoración y fue entonces cuando él cayó en la cuenta de quién era. Violeta, la cortesana. Llevaba ropas de época, un vestido de satén púrpura. Tenía el pelo recogido en un complicado moño, con rizos sueltos en la nuca y las orejas. El escote era muy pronunciado y exponía sus suaves pechos, colocados de forma voluptuosa.

Rendición: Capítulo 36

–Depende de la situación. Me gusta mezclarme con la gente. Aunque, a veces, me canso y prefiero estar sola.

–Tiene sentido.

Paula bostezó.

–Prepárate para acostarte, Paula. Yo iré al baño cuando ya estés en la cama.

–Gracias por venir –dijo ella, tras mirarlo un momento–. Quiero que sepas que entiendo las reglas que has puesto.

–¿Y piensas cumplirlas?

–Sí.

–¡Vamos, a la cama! –ordenó él con una sonrisa.

Ella entró en el dormitorio con reticencia y cerró la puerta. Buscó el camisón menos sexy que tenía y se dirigió al baño.

Pedro estaba en un lío. Si se imaginaba acostado con Paula, le subía la temperatura. Lo único que le permitía contenerse era pensar que el día siguiente iba a ser muy importante para ella. Necesitaba dejarla dormir. Cuando ella lo avisó, Pedro entró en el dormitorio y respiró hondo.

–No tardaré –prometió él–. Puedes apagar la… –comenzó a decir y se quedó petrificado.

Paula estaba junto a la cama, inclinándose para poner el despertador. Llevaba una camiseta vieja muy grande, con el cuello dado de sí, que dejaba al descubierto uno de sus hombros.

–Esto no funciona. Utilizaré el teléfono.

Él se giró, consciente de que aquella imagen iba a quedar grabada en su mente para siempre. ¿Llevaría ella ropa interior? Maldición. Agarró lo que necesitaba de la maleta y se encerró en el baño, lejos de la tentación. Después de darse una ducha helada, seguía igual de excitado. Armándose de fuerza de voluntad, salió del baño. Paula estaba profundamente dormida, tapada hasta la barbilla. Pedro dió la vuelta y apagó la luz de la mesilla. Era una mujer fascinante, tan pronto vulnerable y tímida como seductora y traviesa. Si estuviera buscando pareja, Paula sería su primera opción. Pero le gustaba la tranquilidad de su clínica y la rutina de su trabajo. Y ella no era más que una estrella que iluminaba su firmamento durante un momento mágico, pero fugaz. Apartándole el pelo de la cara con una suave caricia, se recordó todas las razones por las que no podía tenerla. Paula se despertó antes de que sonara el despertador. Lo apagó y salió de la cama. Estaba acostumbrada a arreglarse en un santiamén y no tardó nada en estar lista. Se lavó los dientes y la cara y se puso unas mallas y un ligero suéter.

–¿Qué hora es? –preguntó él cuando Paula salió del baño.

–Todavía es de noche. Sigue durmiendo.

Pedro se pasó la mano por el pelo y se sentó.

–¿Quieres café? –ofreció él.

–Karen me lo dará en el coche. No está lejos de aquí. El rodaje será en la cala de al lado. ¿Seguro que quieres venir?

Pedro se puso en pie. Tenía el pecho desnudo. Los pantalones de algodón del pijama dejaban al descubierto sus firmes caderas.

–Dame cinco minutos –dijo él, somnoliento.

Cuando se metió en el baño, Paula se llevó la mano al corazón, sorprendida porque no se le hubiera salido del pecho. Recién levantado y con el pecho desnudo, Jacob parecía más un pirata que un médico. Pocos minutos después, él se presentó en la puerta, al mismo tiempo que llegaba Karen para recogerlos con el coche.

–Buenos días, Karen. Gracias por ser tan puntual –saludó Paula.

Karen no respondió y, por su lenguaje corporal, parecía tensa. Paula y Pedro se sentaron en los asientos traseros. Un termo los esperaba en una caja de cartón. Él sirvió dos tazas y le tendió una a su acompañante.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 35

Los tres salieron del restaurante todavía lleno. Brikman le dió un pellizquito a Paula en la mejilla.

–Mañana será tu gran día, Paula. No quiero arriesgarme a meter la pata, pero yo creo que, después de esta película, tu vida ya no será la misma.

Paula vió cómo el director caminaba hacia su cabaña, mientras Pedro y ella se dirigían a la suya.

–No quiero decepcionarlo –comentó ella, nerviosa–. Sé que ha tenido problemas con unas cuantas personas por contratarme.

No había nadie que pudiera verlos en la soledad de la noche. Así que no tenían por qué darse las manos. Ni por qué besarse.

–Es un hombre listo, Paula. Ve algo en tí que puede que tú misma no veas. Un potencial por explorar –afirmó él–. Por cierto, no he tenido ocasión de conocer a tu pareja de reparto… Javier.

–Su vuelo se ha retrasado. No podrá llegar hasta mañana por la mañana.

–Pobrecillo.

–Sí. Eso sí que es empezar con el pie izquierdo.

Paula deseó que fueran una pareja normal para poder quedarse allí fuera, a charlar bajo la luz de las estrellas. Pero esperó a que Pedro abriera la puerta y entró delante de él.

–Espero que Rafael sepa lo que está haciendo. Nos ha contratado a mí y a un desconocido –observó ella y se quitó los zapatos. Sacó una botella de agua de la nevera.

La cama de matrimonio dominaba la suite, como una invitación callada a que practicaran un poco de gimnasia sexual. Sin embargo, a menos que Pedro cambiara de idea, lo que no parecía probable, no habría nada de acción esa noche, pensó ella.

–No tienes que ir conmigo por la mañana. Rafael quiere hacer una escena al amanecer, así que tendremos que estar listos antes de que salga el sol. Quédate aquí y duerme.

Pedro se quitó los zapatos y los calcetines y se sentó en el sofá con las manos detrás de la cabeza y las piernas sobre la mesa.

–He venido a Antigua para cuidarte. He sobrevivido muchas guardias de madrugada cuando era interno. No te preocupes por mí.

–Si tú lo dices –repuso ella, encogiéndose de hombros.

–No sé si catalogarte como extrovertida o como introvertida – comentó él.

La habitación en la penumbra le estaba dando algunas ideas a Paula… ideas peligrosas. Encendió una de las lámparas de pie y se sentó en una silla delante de Pedro, deseando poder acurrucarse con él en el sofá. Debería ducharse e irse a la cama, se dijo, pues tenía que madrugar mucho al día siguiente. Pero se sentía pegada al sitio.

Rendición: Capítulo 34

–Pedro Alfonso… ¿De los Alfonso? –preguntó Rafael, mirándolo con interés.

–Así es.

–¿Le gustaría invertir en algunos proyectos de películas? – preguntó Rafael sin andarse con rodeos.

–Ahora mismo, ya tengo cubierto el cupo de inversiones – contestó Pedro, riendo–. Pero lo tendré en cuenta.

–¿Por qué tienen que estar siempre hablando de trabajo? –protestó Paula.

Rafael llamó a la camarera y le pidió otro whisky.

–Esta noche, nada de trabajo –se retractó el director–. Habrá tiempo de sobra para eso mañana. Dime, Pedro Alfonso, ¿Cómo has conocido a la señorita Chaves? Nunca te he visto en las fiestas de Hollywood.

Pedro pidió agua con gas y limón y se recostó en su asiento.

–Un amigo común nos presentó. Fue un caso de amor a primera vista por mi parte –afirmó él y le acarició el cuello a su acompañante–. Estoy muy orgulloso de ella. Se dice que tu película promete un Oscar.

–Es verdad –admitió Rafael y se bebió de un trago su copa–. Es mucha presión, ¿Sabes? A veces, preferiría ser fontanero.

Los presentes rieron. Brikman tenía gran carisma y poder. Todo el mundo quería formar parte de su círculo. Después de comerse entero un plato de sopa de pescado, Paula le tocó en el brazo a Rafael.

–Disculpa, voy a mezclarme con la gente –se excusó ella y le dió un beso a Pedro en la cabeza–. Quédate aquí, cariño. Habla con el señor Brikman. Ahora vuelvo.

Durante la siguiente hora y media, Pedro la observó recorrer la sala. Su reputación de animal social era bien merecida. Cada vez que se paraba a charlar con un grupo, enseguida, surgían risas. Lo mismo le daba mezclarse con los cámaras que con los actores.

–Es un milagro de mujer –comentó Rafael, meneando la cabeza–. No tiene nada de diva. No entiendo por qué nadie antes que yo le ha dado la oportunidad de demostrar lo que vale. Es una chica increíble.

–Eso mismo pienso yo.

Otra persona comenzó a hablar con Rafael y Pedro aprovechó la oportunidad para observar a Paula en su elemento. Iba de una mesa a otra, se presentaba ante los desconocidos y abrazaba a la gente que conocía. Ni una vez bebió otra cosa que agua. Y, aunque la mariguana estaba circulando sin cortapisas por el comedor, ella declinaba todas las ofertas con una sonrisa. Los hombres coqueteaban con ella. Las mujeres le contaban cotilleos. Sin la presencia de Paula, aquella reunión hubiera sido una fiesta anodina. Con ella, era todo un evento.

A las nueve en punto, Paula volvió a su mesa. Le puso a Pedro un brazo en el cuello con naturalidad y tomó un puñado de cacahuetes de la mesa.

–Es hora de irnos a la cama, señor Alfonso. Me han dicho que el nuevo director es un ogro cuando alguien llega tarde por la mañana.

–Así es –asintió Rafael, se puso en pie y bostezó–. Toda esta gente se quedará aquí hasta las tantas, pero yo me voy a dormir también.

Pedro le estrechó la mano.

–Ha sido un placer conocerte, Rafael. Tengo muchas ganas de verte en acción.

Rendición: Capítulo 33

–Te vas a quedar ciego –señaló ella, sin quitarle los ojos de encima.

–¿De qué diablos estás hablando?

–De la masturbación.

Pedro se sonrojó. No había manera de que ella lo supiera. Solo era un farol, se dijo a sí mismo.

–¿Estás lista? Siento haberte hecho esperar.

Paula ladeó la cabeza y balanceó sus pies, embutidos en unos tacones de aguja de color verde.

–¿Cuántas veces vas a tener que hacer eso antes de poder dormir conmigo?

Pedro se abotonó la camisa y se sentó en el borde de la cama para atarse los zapatos.

–Tienes mucha imaginación, Paula. Y un poco perversa. Me he dado una ducha. Fin de la historia.

Para su alivio, Paula decidió dejar de atormentarlo.

–Estoy a punto de desmayarme de hambre –dijo ella, poniéndose en pie y colocándose los pliegues de la falda de tafetán–. Vamos con los demás.

Caminaron por el sendero iluminado solo por pequeños faroles a la altura de los tobillos, envueltos en un escenario lleno de romanticismo. Pedro se esforzó en no rozarla siquiera. El restaurante estaba en el lado opuesto de la finca, construido sobre pilares encima del agua. La música invadía el lugar. En el mar, la luna creciente pintaba un reguero de luz blanca sobre el agua. Pedro habría preferido dar un paseo en vez de estar rodeado de extraños. Pero tenía una farsa que representar y era el momento de poner en escena el acto primero. Paula entró con seguridad por la puerta, llevando a Pedro con ella de la mano. Para él, fue una sensación muy extraña, pues estaba acostumbrado a ser el dueño de sus propios movimientos. Pero, por ella, trataría de ser complaciente. Karen los miró desde una esquina, los saludó con la mano y volvió a centrar su atención en los papeles que llevaba en la mano. En una silla en el centro, estaba el director, Rafael Brikman, un hombre con la misma cara de Papá Noel. Había conseguido triunfar en la industria del cine empezando desde abajo. No solo tenía talento, también tenía buenos contactos. La revista Time lo había nombrado uno de los directores más influyentes de Hollywood. Paula se dirigió hacia él directamente.

–He venido a fichar, señor –se presentó ella con una sonrisa.

A juzgar por la reacción del director, parecía encantado con su primera actriz. Se puso de pie de un salto y le dió un beso en cada mejilla. A continuación, colocó una silla al lado de la suya y la invitó asentarse. Paula tiró de Pedro.

–Rafael, me gustaría presentarte a Pedro Alfonso. Se va a quedar aquí conmigo –anunció ella y le dió un beso con entusiasmo.

–No podría separarme de tí –dijo Pedro, ayudando a Paula a sentarse. Se sentó a su lado, muy cerca, y la rodeó con un brazo, acariciándole la nuca–. Una mujer como Paula puede conseguir que cualquier hombre lo deje todo por ella. Espero que no le importe, señor.

Rendición: Capítulo 32

–Me pido primero para la ducha.

–No es justo –protestó Paula, siguiéndolo por el camino a la cabaña–. Tú puedes usar la ducha exterior. Nadie va a espiarte.

–No me ofendas –bromeó él.

Paula se fue directa al dormitorio y él sacó de la maleta calzoncillos limpios y el neceser. Mientras se enjabonaba el pelo, se la imaginó allí con él, con la piel resbaladiza por el jabón. En cuestión de segundos, su erección era impresionante y dolorosa. Iba a ser una noche muy larga. Y, cuando regresaran a la casa, la cama iba a convertirse en un potro de tortura. Con los ojos cerrados, fantaseó con hacerle el amor, sumergiéndose entre sus tersos muslos y penetrándola en profundidad. Su fantasía fue cobrando forma, como el guion de una película… Paula se ríe de él, provocándolo, tentándolo.

–¿No sabes hacerlo mejor, doctor? He estado esperándote. Muéstrame cuánto me deseas.

Con un incendio entre las piernas, él la agarra de los glúteos, apretándola contra su cuerpo. Los dos gimen.

–Eres muy hermosa. Increíblemente hermosa.

Con el rostro hundido entre sus pechos, le chupa un pezón, haciéndola gemir de nuevo.

–Vamos –grita ella–. Estoy cerca.

Él hace una pausa, sin aliento, echándose hacia atrás para retrasar la eyaculación.

–Querré hacerlo otra vez –promete él–. En cuanto hayamos terminado.

–Tendrás que pillarme primero –provoca ella, mordiéndole el cuello y llevándolo al clímax.

Pedro se miró la mano cerrada alrededor de su miembro, tratando de acallar un gemido al llegar al orgasmo. Cayó de rodillas sobre el suelo de la ducha, mareado y débil. Como su propia fantasía había predicho, seguía deseando poseerla. El agua le caía sobre los hombros. Cuando empezó a salir fría, se puso en pie y cerró los grifos. De pronto, le aterrorizó salir del baño. ¿Y si no podía contenerse y la lanzaba sobre la cama para tomarla como un loco? Él había elegido el celibato para enterrarse en el trabajo y, así, olvidar su trágico primer amor. Después de la muerte de las dos mujeres más importantes de su vida, había perdido la capacidad de relacionarse con las féminas. Por eso, había preferido negarse a sí mismo el sexo. Durante mucho tiempo, había conseguido tener toda su vida bajo control, encajando su futuro y su trabajo bajo rígidos parámetros. Sin embargo, la repentina aparición de Paula lo había cambiado todo y, de pronto, se sentía como un animal herido sin ningún sitio donde esconderse. Se secó y se puso la ropa interior. Cuando salió, se encontró con Paula fuera, esperándolo.

–Parece que no te preocupa mucho malgastar agua –comentó ella, observándolo con interés desde un sillón.

–¿Es que eres la policía del agua? –se defendió él.

Ignorando el hecho de que ella estaba por completo vestida y él, medio desnudo, Pedro se acercó a su maleta y sacó unos pantalones negros de vestir. Se los puso despacio, notando cómo ella lo observaba. Como tenía el pelo chorreando, se lo secó con la toalla antes de ponerse la camisa.

Rendición: Capítulo 31

Pedro suspiró aliviado cuando Paula se levantó y se encaminó a la orilla. Conocía muy bien las técnicas de relajación para estimular el sueño. Sin embargo, había sido consciente del intenso escrutinio al que ella lo había sometido. Había tenido que echar mano de todo su autocontrol para no tener una erección. Con los ojos entrecerrados, la contempló mientras ella caminaba por la orilla. Aunque su bañador era modesto, su cuerpo era todo exuberancia. Pero tenía la gracia de una primera bailarina. Era la feminidad personificada. La deseaba, reconoció para sus adentros. Y, a pesar de que era experto en negarse los placeres de la carne, un hombre tenía sus límites. De todas maneras, si decidía romper su largo celibato con la tentadora Paula, solo podía ser algo físico. Para ella, sería lo normal. Además, sus vidas no tenían nada en común. Él era un científico introvertido, un hombre solitario que disfrutaba estando a solas con sus pensamientos.

Paula era todo risa, ligereza y caos. A él le resultaba tentador abandonarse a su suavidad, a su extrovertido corazón. Podía llegar a convencerse a sí mismo de que no les unía ningún vínculo profesional. No habían hablado de dinero. Podía verlo solo como si estuviera echándole la mano a una amiga. Aunque la explicación no lo convencía del todo, una dificultad aún mayor era la diferencia de edad. En su opinión, la gente se había aprovechado de ella. Los hombres, en especial. Por eso, no quería bajo ningún concepto que ella pensara que quería cobrarse su ayuda en carne. Era una mujer demasiado joven. A pesar de la experiencia que tenía en la vida, ¿Era lo bastante madura como para decidir sobre una relación sexual sin futuro? Preocupado y sin respuestas, Pedro se incorporó sobre un codo y entrecerró los ojos por el reflejo del sol en el océano. Paula estaba de espaldas a él, quieta. Parecía pensativa. O, quizá, solo estaba disfrutando de las vistas. Se acercó a su lado, aunque se cuidó de no tocarla.

–¿Hay que arreglarse para cenar?

–Yo lo voy a hacer –contestó ella, mirándolo tras sus grandes gafas de sol–. Puede que los demás lleven ropa informal, pero yo quiero causar buena impresión.

–¿Habrá baile?

–¿Es que te gustaría? –preguntó ella, atónita.

–Me gusta bailar. ¿Tan raro te parece?

–Hay que ver, doctor, no dejas de sorprenderme.

–Lo mismo digo de tí.

–Me muero de hambre. Vamos a por algo a la cocina.

–Le dijiste a Karen que íbamos a descansar. ¿Qué crees que imagina que estamos haciendo?

–Quién sabe. Es un encanto, pero creo que le asusto un poco. ¿Tanto miedo doy?

–Sí, Paula Chaves–repuso él–. Intimidas mucho. Pero, si la pobre Karen descubre que no muerdes, puede que se relaje.

–Eso espero.

Paula se agachó para recoger su toalla y sacudirla. ¿Lo hacía a propósito?, se preguntó él, sin poder apartar la vista de su trasero, apenas cubierto por el bañador.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 30

–Siéntate antes de que te rompas una pierna –ofreció él, tendiéndole la mano–. Muestras tu talento en la pantalla. ¿Qué le importa a la gente lo que te pongas cuando no estás trabajando?

–Represento un papel detrás de las cámaras, igual que durante el rodaje –explicó ella y se arrodilló a su lado–. No es lo mismo, claro. Represento a mi propio personaje, pero tengo que cuidar mi ropa, llevar el pelo perfecto, accesorios de diseño… Cuando doy una buena imagen, todo el mundo gana. Mis películas tienen más éxito, las revistas del corazón publican fotos mías y mis fans creen que mi vida es perfecta.

–Parece mucho trabajo para nada –opinó él–. Pero tienes mejor aspecto. Creo que has ganado unos cuantos gramos. ¿Te estás tomando la medicina?

Ella asintió y se tumbó en la toalla, suspirando de satisfacción.

–He seguido las instrucciones del médico –murmuró Ariel y, cerrando los ojos, trató de ignorar el poderoso cuerpo masculino que estaba sentado a su lado.

El hotel había acordonado un pedazo de playa con una señal que rezaba: «Solo actores». Pedro había mirado la señal, pero no había comentado nada. ¿Pensaría que ella era una diva malcriada?, se preguntó Paula. Ella intentaba hacer todo lo que podía para no caer en ese estereotipo. Sin embargo, necesitaba esa privacidad en la playa para poder disfrutar sin verse acosada por mirones y turistas. Por suerte, el hotel era pequeño y estaba copado por los miembros del rodaje. Pero eso no impedía que alguien pudiera invadir la playa sin permiso. Ella había aprendido a ser muy celosa con su seguridad personal y su espacio privado.

Cuando oyó un suave ronquido a su lado, Paula abrió un ojo. Aprovechó para contemplar aquel cuerpo tan masculino y atractivo. Solo llevaba un bañador negro y estaba imponente. Tenía en el pecho vello negro. Su piel era más morena que la de ella. Y músculos perfectos contorneaban sus brazos y su torso. Tuvo que contenerse para no tocarlo. Para colmo, la fina tela de su bañador dejaba adivinar la forma de su miembro. Le llamaba la atención que un médico tan inteligente y culto pudiera desear a una mujer como ella. Pero los varones eran capaces de pasar por alto muchos defectos cuando querían sexo, pensó. Por otra parte, aparte de la atracción innegable que bullía entre ellos, Pedro no era un muchacho inexperto que fuera a doblegarse a su voluntad. Ella admiraba su confianza y su integridad y, al mismo tiempo, se sentía un poco acomplejada a su lado. Era increíble, también, que él hubiera aceptado su propuesta. Aunque sabía que se sentía atraído por ella, eso no era razón para que él cooperara, ya que le había dejado muy claro que no iban a tener relaciones sexuales. El único motivo que podía haber era su instinto de curar y proteger, adivinó. Ella esperaba no tener una recaída. No quería que él la viera indefensa. Lo que quería era merecerse su admiración, su respeto. Era un deseo muy sencillo y, tal vez, ingenuo. ¿Por qué iba a considerarla Pedro Alfonso especial? Su aspecto no era mérito suyo. Y su talento delante de las cámaras no podía compararse a la profesión de Pedro. Sin embargo, en el fondo de su corazón, quería que él estuviera orgulloso de ella. Pero no tenía muchas probabilidades de conseguirlo. Cuando Pedro viera la primera escena erótica de la película, igual, se sentiría excitado. Era posible que se sintiera ofendido. En cualquier caso, no iba a estar orgulloso. Los hombres eran muy territoriales. Y estaba segura que él había decidido que ella estaba bajo su protección.

Rendición: Capítulo 29

Aunque sabía que Pedro pensaba que estaba jugando con él. La verdad era, sin embargo, que ella no había ido más en serio en toda su vida. Necesitaba al médico. Y deseaba al hombre. Encima, había otra cosa más que no quería reconocer del todo. Nunca antes había conocido a nadie como él. A veces, ella tenía ganas de derrumbar su escudo de granito. Y, en otras ocasiones, ansiaba refugiarse en su fuerza. Él le hacía sentir cosas en un lugar muy profundo del corazón… cosas que no había experimentado nunca antes. Durante un momento, Paula reflexionó si sería mejor enviarlo a casa y prescindir de sus servicios. Él había abandonado su rutina por ella y por su sentido del honor y la integridad. Pero era peligroso para ambos. Pedro no quería sentirse atraído por ella. Y ella no quería ser una obra benéfica para él. Estaban en un buen dilema. Después de ponerse un batín sobre el traje de baño, metió unas cuantas cosas en su bolsa de playa y llamó a la puerta que la separaba de Pedro.

–¿Estás visible? –llamó ella con el corazón acelerado.

Pedro abrió la puerta.

–Yo, sí. Pero tú, no –observó él, mirándola de arriba abajo y posando los ojos en sus piernas. Suspiró–. Voy a ir a la piscina con una estrella de cine. Vas a ver cuando se lo cuente a mis amigos.

–No me hagas reír –se burló ella, pasando por delante de él, aliviada porque el tono de la conversación fuera más ligero–. Eres demasiado brillante e importante como para perder el tiempo alardeando con tus amigos.

Pedro cerró la puerta tras ellos y rodeó a su acompañante por los hombros.

–Te crees que lo sabes todo sobre mí, princesa. ¿Acaso te parezco aburrido? A veces, me suelto la melena.

–¿Cuándo? A mí me parece, más bien, que eres de los que se encierran en su laboratorio cuando buscan diversión. Admítelo.

–Igual. Cuando me emociono y los resultados apuntan en la misma dirección de mis pesquisas. Pero, quizá, es porque no tengo ninguna motivación para hacer otra cosa. No soy un tipo muy social, por si no te habías dado cuenta.

El paseo a la playa era muy corto. Sin embargo, con el brazo de Pedro alrededor del los hombros, a Paula se le hizo interminable. Le costaba respirar.

–Creí que habías dicho que nada de tocarnos.

Él se detuvo, recogió una buganvilla magenta y se la colocó a ella detrás de la oreja.

–Estamos en público. Estoy haciendo mi papel de novio –le susurró él–. Como ahora.

Fue un beso fugaz. Sin duda, dirigido a dar el pego ante posiblesobservadores. Sin embargo, a Paula le caló muy hondo. Se tropezó cuando comenzaron a caminar de nuevo y tuvo que agarrarse al brazo de él para no caerse.

–Lo siento –murmuró ella, encogiéndose porque se había hecho daño en el tobillo.

–¿No podías haberte puesto un par de chanclas como todo el mundo? –le reprendió él.

Cuando llegaron, Pedro la soltó y extendió las toallas. Paula se quitó las sandalias de tacón de cuña de corcho, que no eran nada prácticas, la verdad.

–La moda es lo primero en mi trabajo, doctor. No puedo ponerme cualquier cosa. Tengo que cuidar mi imagen.

Rendición: Capítulo 28

Ella no quería ser una carga para él. Ni podía soportar que la viera solo como una obligación. Queriendo consolarlo, se puso de puntillas y le dió un beso en la mejilla. Pedro se quedó rígido ante el contacto de sus labios.

–¿Esperas que durmamos los dos en la misma cama? –preguntó él con ojos brillantes de deseo.

Ella le limpió una mancha de carmín de la mejilla.

–El colchón es muy grande. ¿Qué tiene de malo?

Fuera, resonaba el sonido de las olas y la risa de una mujer. El aire estaba impregnado de deliciosos aromas. Pedro tomó el rostro de ella entre las manos, bañándola con su cálido aliento.

–Soy un hombre, Paula. Lo que me pides es injusto, si no imposible –afirmó él sin rodeos–. Lo haré porque mido un metro noventa y no puedo aguantar varias noches durmiendo enroscado en un sofá. Pero tienes que prometerme algo.

–¿Qué?

–Tienes que comportarte. Nada de andar por ahí en salto de cama. Ni de coquetear. Nada de contacto físico, más allá del necesario para hacer que esta farsa sea creíble ante los demás.

Paula posó las manos sobre las de él.

–Eres tú quien me está tocando ahora –indicó ella, sin aliento, y se acercó un poco más. Entonces, reparó en lo largas que eran sus pestañas y en esos hermosos ojos, que a veces parecían verdes y, otras, grises como una tarde de lluvia.

–Para tí es algo natural, ¿Verdad? –la acusó él, apretando la mandíbula.

–Nadie te está apuntando con una pistola –se defendió ella, ansiando probar de nuevo sus besos–. Puedes soltarme cuando quieras –añadió. Provocarlo estaba empezando a convertirse en un hábito.

–Maldita seas –murmuró él.

Sus cuerpos se amoldaban el uno al otro a la perfección. Y Pedro la envolvió en un beso feroz, hambriento. ¿Quién iba a decir que el reservado Pedro Alfonso era capaz de unas demostraciones tan apasionadas? El tiempo dejó de existir. Él le tocó los pechos y ella gimió, deseando poder arrancarse el vestido para sentir su contacto piel con piel. La chispa prendió entre ellos, desatando un incendio imposible de extinguir. Sin embargo, Pedro fue capaz de echar el freno. Era un hombre con una fuerza de voluntad extraordinaria, pensó ella, mientras él separaba sus bocas con lentitud.

–No puedes echarme la culpa a mí de este beso –señaló ella, frustrada y embriagada al mismo tiempo.

–Ve a ponerte el maldito bañador –rugió él–. Tal vez el agua nos refresque un poco.

Paula se cambió en el dormitorio principal, mientras él lo hacía en la salita. Al mirarse al espejo, ella se avergonzó. Tenía los pechos hinchados y los pezones erectos por las caricias de él. Sin saber muy bien cómo, una poderosa atracción se había despertado entre ellos, se dijo. E iba a ser difícil de mantener a raya.

Rendición: Capítulo 27

Las maletas llegaron en ese momento. Minutos después, Karen salió, seguida del sonriente mozo al que Paula acababa de darle un puñado de billetes de propina. La casita se quedó en silencio. Paula se quitó los zapatos, se soltó el pelo y se dejó caer sobre el colchón. Entonces, lo miró con gesto travieso.

–¿Qué lado de la cama prefieres?

Paula estaba muy nerviosa, aunque intentaba ocultarlo. La expresión de Pedro era indescifrable. ¿Estaría impresionado por el alojamiento? Tal vez pensaba que era una princesita malcriada.

–Dí algo –le urgió ella.

–No les dijiste que iba a venir, ¿Verdad? –preguntó él, cruzándose de brazos.

De pronto, ante su intensa mirada de desaprobación, a Paula le pareció que todo el oxígeno se esfumaba de la habitación.

–No tenía por qué –se defendió ella, tratando de no sentirse intimidada–. Puedo traer a quien quiera. Y da lo mismo, además. Todas las villas del complejo tienen camas de matrimonio y sitio de sobra. A mí no iban a alojarme en el hotel.

–¿Porque eres la estrella?

–Sí –repuso ella, encogiéndose de hombros.

Entonces, sonó el móvil de Paula. Ella se sentó y respondió al momento.

–Hola, mamá. Sí, estoy sana y salva. Sí, está conmigo. ¿Cómo te ha ido el día? ¿Funciona la nueva medicación?

Charló con su madre unos minutos más y, cuando colgó, se giró hacia Pedro, que seguía mirándola con intensidad.

–¿Cómo está?

–Bien, supongo. No quiere preocuparme, así que nunca se queja conmigo. Los médicos no nos han hecho ninguna promesa, sin embargo.

–Yo sé lo duro que es perder a alguien –afirmó él con una sombra en la mirada.

–¿Tu madre?

–Era muy pequeño cuando ella murió, apenas recuerdo nada. Pero…

–¿Pero qué? –preguntó ella, conmovida al darse cuenta de que Pedro se estaba ofreciendo a compartir con ella un pedazo de su intimidad.

–Una compañera de la carrera tenía cáncer. Ella era… – comenzó a decir él y se detuvo de golpe–. No importa. No debí sacar el tema. No tiene un final feliz.

Paula se levantó de la cama y se acercó a él.

–Lo siento, Pedro –lo consoló ella y le dió la mano.

–Ser médico puede ser tanto una bendición como una maldición –comentó él, apretándole la mano–. Al principio, crees que vas a poder salvar el mundo o, al menos, a las personas que te importan. Pero, según pasa el tiempo, te das cuenta de que todo tu conocimiento y experiencia no sirven para nada en ocasiones.

A ella se le encogió el corazón al percibir el hondo pesar que invadía a Pedro. Por otra parte, empezó a comprender por qué él había aceptado ayudarla. Lo más probable era que estuviera traumatizado por las pérdidas del pasado, por no haber podido hacer nada para ayudar a sus seres más queridos: su madre, su amigo y… ¿Su novia?

Rendición: Capítulo 26

Cuando el coche entró en el aparcamiento de un centro turístico de lujo, Pedro miró a su alrededor con interés. El lugar tenía un cierto encanto decadente. Solo tenía dos pisos y rodeaba una piscina con forma de perla y frondosos jardines.

–No va a quedarse en el hotel principal, señorita Chaves –informó Karen, tras parar el motor–. El señor Brikman ha reservado una villa delante del mar para usted –señaló y se interrumpió, sonrojándose–. Y para usted también, por supuesto, señor Alfonso.

Paula rodeó a Pedro con sus brazos y le plantó un beso en la boca.

–Pedro y yo estamos impacientes por conocer esa villa, ¿Verdad, cariño?

Rígido por la sorpresa y por su creciente excitación, Pedro respiró hondo. Al instante, ella lo soltó para salir del coche y él se dió de bruces con la realidad. «Solo está actuando. Entérate», se dijo a sí mismo. Sintiéndose como un tonto, salió también. Fuera, le recibió el aroma a sol y a coco. Cuando iba a tomar las maletas, Karen le dió una suave palmadita en la mano.

–No, no, no. Déjelas. Haré que alguien les conduzca a su alojamiento y les lleven las maletas enseguida.

De camino a la villa, tres o cuatro empleados del hotel se acercaron a Paula, que los respondió con encanto y humor, firmando autógrafos y charlando con ellos. Pedro estaba cada vez más confundido. ¿Quién era la verdadera Paula Chaves? ¿Esa exótica criatura que se tomaba la adulación como lo más normal del mundo? ¿La mujer sexy y cercana que hacía que su cuerpo bullera de deseo? ¿O la pequeña perdida que había renunciado a su infancia para realizar su sueño? Karen los condujo a una casita decorada en tonos azul océano y blanco. Tenía una cama de matrimonio. Y, en frente, un enorme cuarto de baño con jacuzzi.

–Tienen una cocina equipada por aquí –indicó Karen–. Internet funciona bastante bien, si no llueve. Hay servicio de limpieza diario, por supuesto, pero si necesitan algo mientras, el jefe me ha pedido que les dé su tarjeta. Además, tiene su equipo personal de peluquería, maquillaje y vestuario –informó y levantó la vista de sus papeles–. ¿Me he olvidado algo?

Paula se quitó el sombrero y lo lanzó a una silla.

–Creo que está todo, Karen. Tómate tiempo libre y disfruta en la piscina. El señor Alfonso y yo vamos a… descansar.

Karen pareció escandalizada, aunque Pedro no supo adivinar si era por la primera parte de la frase de Paula o por la segunda.

–Oh, no, señorita. Tengo mucho que hacer. No les molestaré, pero llámenme si les hace falta algo.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 25

–Bienvenida a Antigua –saludó la mujer, sin aliento–. Soy su asistente personal, Karen Logan. Iremos directos al hotel, si está lista.

Karen ignoró a Pedro por completo, centrándose de lleno en Paula. Era una mujer de unos treinta y pico años, con una larga trenza que le llegaba a la cintura y gruesas gafas de pasta. Paula le tendió la mano con una débil sonrisa.

–Hola, Karen. Me alegro mucho de conocerte.

Karen parpadeó, tal vez, sorprendida por lo afable que se mostraba la superestrella de la gran pantalla. Se quedó callada un momento, dudando cómo responder.

–He pagado a un mozo para que se ocupe de sus maletas. ¿Quiere algo de beber en el coche?

–¿A qué distancia está? –preguntó Paula, bostezó y se frotó los ojos como una niña somnolienta.

–A veintinueve minutos.

–¿Ni veintiocho ni treinta? –replicó Paula, sonriendo–. Debes de ser muy buena en tu trabajo –bromeó.

La asistente titubeó, insegura.

–¿Entonces quiere algo de beber?

–No, gracias. Tomaré algo en el hotel –respondió Paula, tomó de la mano a Pedr y lo atrajo a su lado–. Este es mi novio, Pedro.

–Lo siento mucho –se disculpó Karen, sonrojándose–. No me había dado cuenta de que viajaba acompañada. No lo tenía en mis notas –explicó, revisando nerviosa su plan del día–. Bienvenido, señor…

–Alfonso. Pedro Alfonso–se agachó para recoger del suelo un par de notas adhesivas que se le habían despegado del papel–. No te preocupes, Karen. Voy a ver si están todas nuestras maletas.

Mientras Paula se metía en el coche, dejando al descubierto una de sus largas piernas, Pedro echó un rápido vistazo al maletero y comprobó que estaba todo. Karen se sentó delante del volante, arrancó y salió con un acelerón que hizo que sus pasajeros se aplastaran contra el respaldo.

–Lo siento –dijo Karen–. Enseguida empezará a funcionar el aire acondicionado –indicó y condujo con gran concentración, aferrada con fuerza al volante.

Paula se limpió el sudor de la frente.

–No había paparazzi. Menos mal. Brad y Angelina deben de estar haciendo algo interesante esta semana. Recuérdame que les mandé una nota de agradecimiento –bromeó ella y se inclinó hacia delante, tocándole en el hombro a Karen–. ¿Qué plan tenemos para hoy?

–Conocer al equipo del rodaje y una fiesta en el comedor del hotel a las ocho –contestó Karen, sin pestañear–. Tiene que estar mañana lista a las cinco de mañana. Rafael le pondrá al corriente de cómo van a empezar.

Paula arrugó la nariz, pero no protestó. Pedro no se quedó tan tranquilo como ella. ¿A qué hora iba a tener que levantarse para estar preparada? Pero, al parecer, eran gajes del oficio.

–¿Rafael? –preguntó él.

–Rafael Brikman, el director –explicó ella–. Es una leyenda. Estoy muerta de miedo.

–¿Quién es el otro protagonista?

–Un chico del que no has oído hablar… Javier England. Es su primera gran película. Va a ser un desastre.

–¿Qué quieres decir?

–Solo ha hecho algunos anuncios y papeles cortos en teleseries. Hizo una prueba para la película y lo contrataron. Al parecer, era justo lo que el director buscaba. Además, le pagarán una basura, lo que les viene bien, pues mi sueldo les ha dejado sin presupuesto para más.

Pedro frunció el ceño, pensando que la Paula Chaves que tenía delante no tenía mucho que ver con la joven frágil y desvalida que había ido a verlo a la montaña Alfonso. Allí, en su ambiente, parecía una mujer llena seguridad y madurez.

Rendición: Capítulo 24

Pedro se encogió.

–Vaya. No tiene nada de comedia romántica.

–No. Pero las películas divertidas no suelen recibir muchos Oscar. Cuanto más triste, mejor. Y, si está basada en un hecho real, es más probable que tenga éxito.

–¿Y crees que tienes una oportunidad de ser nominada?

–Nunca se puede saber seguro, pero esta es mi mayor oportunidad para romper con el papel de rubia tonta que siempre represento.

–Nadie cree que seas tonta –repuso él, haciendo una mueca. Como ella no respondió, le tomó la mano–. Debería haberte llamado hace tiempo.

–¿Por qué? –preguntó ella con desconfianza.

–Para disculparme. Siento haber insinuado que te acuestas con cualquiera –afirmó él en voz baja–. Fue un recurso fácil.

Ella se removió en su asiento, inquieta, soltándose de su mano, como si no pudiera soportar que la tocara.

–No es la primera vez que me acusan de eso.

–De todas maneras, lo siento de corazón.

Paula lo miró de arriba abajo antes de posar los ojos en la ventana y sumirse en un silencio distante. Pedro sabía que se merecía que estuviera enfadada. Había sido una acusación sin fundamento. Pero aquella noche en el bosque, cuando Paula lo había abrazado con su irresistible sensualidad, él había tenido que luchar para recuperar la compostura. Había sido un milagro que no le hubiera hecho el amor allí mismo. Pero había estado cerca, muy cerca. Por eso, él había tenido que mantener las distancias. Ella parecía muy sola y vulnerable y quería ayudarla. Aunque le daba la sensación de estar pisando arenas movedizas.

Como Paula no quería hablar, Pedro decidió hacer algo de trabajo. Sacó el artículo que tenía que leer del maletín. La tarde había caído cuando iban a aterrizar en el pequeño aeropuerto a las afueras de San Juan, la capital de la ciudad. Pedro había visitado el Caribe en un par de ocasiones para dar conferencias sobre medicina, pero no había estado nunca en Antigua. Se acercó a la ventana para contemplar la isla, pintada de exuberante vegetación y arena blanca en medio del océano azul.

–Parece una postal –comentó él, percatándose del modo en que Paula se hundía en su asiento. La había tocado sin querer cuando se había inclinado hacia la ventana.

–Deja de acaparar las vistas –protestó ella, apartándose.

Con una sonrisa, Pedro se recostó en su butaca. Ella pegó la nariz a la ventana. Parecía emocionada.

–Mira la costa. Está desierta –comentó ella, señalando una prístina bahía. Dicen que la isla tiene una playa para cada día del año.

–Quizá podamos explorar en el tiempo libre.

–¿Tiempo libre? –replicó ella, mirándolo con cara de pena–. Tienes mucho que aprender.

Desembarcaron y pasaron la aduana en menos de una hora. Fuera del modesto edificio de la terminal, les estaba esperando una ranchera blanca. Una mujer esbelta y de piel clara les hizo señas con ansiedad y comenzó a acercarse hacia Paula.

Rendición: Capítulo 23

Diez días después, Pedro estaba en la pista, observando como un mozo cargaba el equipaje de Paula en el jet privado de los Alfonso. Ella había tenido la idea de que viajaran juntos y por separado del resto del equipo. En realidad, era más fácil para ella y mejor para su salud, porque así podía evitar a las legiones de fans que solían perseguirla y porque el jet privado de su familia era mucho más cómodo que cualquier línea comercial, aun volando en primera clase. Paula se había puesto tacones altos de color rojo, un vestido ajustado de color negro, gafas de sol de diseño y un sombrero de paja con plumas de avestruz. Pedro no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto a una mujer llevar sombrero. A ella le quedaba de maravilla. Una vez acomodados en la cabina, ella lo ignoró, centrando la atención en su iPhone. Se había quitado el sombrero y lo había dejado en el asiento a su lado. Pedro apartó el complemento y se sentó a su lado. La mayoría de la gente se quedaba impresionada cuando veía por primera vez el interior del lujoso jet de los Alfonso. Paula apenas había posado los ojos en los enormes asientos ni en el carrito con deliciosas viandas que les había acercado el azafato.

–Me alegro de verte, Paula –dijo él, tirándole del brazo para llamar su atención–. ¿Cómo te encuentras?

–Muy bien, gracias –repuso ella, levantando la vista un momento de su iPhone.

Su frialdad hubiera bastado para congelar a cualquiera, pensó Pedro.

–Si quieres que crean que somos novios, es mejor que moderes tu hostilidad.

–Podría ser una pelea de novios. Es normal.

–Habla conmigo –pidió él, acariciándole la muñeca–. Háblame de la película. ¿Cómo se titula?

Al fin, Paula dejó el teléfono. Se soltó de la mano de él.

–Marea creciente –contestó ella–. Está basada en una historia real que ocurrió durante la presencia británica en Antigua en el siglo dieciocho. Mi personaje, Violeta, es la madama de un burdel de lujo que ofrece sus servicios a los oficiales y a los ricos propietarios de plantaciones. Fue educada en Inglaterra pero, cuando murió su esposo, los hijos de él la echaron. Ella robó algo dinero, se ocultó en un barco y terminó en el Caribe.

–¿Y cómo sigue?
–Violeta reúna a una docena de nativas jóvenes, las toma bajo su tutela y las convierte en prostitutas de élite. Sin embargo, ella nunca vende su propio cuerpo. Uno de los oficiales de alto rango de la armada desea poseerla y la amenaza con cerrar el negocio si no consiente ser su amante. Al final, se enamoran, pero ninguno de los dos quiere admitirlo, pues lo consideran una debilidad. Son amantes y, al mismo tiempo, adversarios.

–¿Qué pasa al final?

–Violeta se queda embarazada, pero el oficial ha sido destinado a Inglaterra, donde va a recibir un ascenso. Él le ruega que lo acompañe, sin embargo, ella no quiere enfrentarse a la puritana sociedad británica, sabiendo que siempre le perseguiría la sombra de sus actividades ilícitas en Antigua. En la víspera de la salida del barco del oficial, Violeta se pone de parto, pierde al bebé y muere en sus brazos.

Rendición: Capítulo 22

–Ya lo veo –refunfuñó él.

Ella lo rodeó con sus brazos, presa del remordimiento.

–Lo siento. Prometí seguir las indicaciones del médico. Y lo haré, lo juro –aseguró ella y, como él no respondía, se puso de puntillas y lo besó.

Los labios de Pedro no se inmutaron.

–¿Me perdonas? –repitió ella, nerviosa por su silencio–. Dí algo –gritó.

–¿Alguien es capaz de negarte algo? –preguntó él, la tomó entre sus brazos y la besó–. Un día –murmuró contra su boca–. Solo ha pasado un día y ya me tienes loco –añadió y deslizó la lengua entre los labios de ella–. Ábrete para mí, Paula.

Ella obedeció al instante y gimió cuando él le mordisqueó el labio. Su cuerpo se derritió y le temblaron las rodillas.

Pedro Alfonso podía parecer un hombre de ciencia, un académico excepcional. Pero, detrás de esa fachada, era un hombre rebosante de virilidad. Estaba excitado y hambriento, dispuesto a darle una lección. El beso no terminaba nunca y Paula estaba cada vez más caliente.

–Pedro –jadeó ella–. Oh, Pedro.

Ignorando su plegaria, él le agarró del trasero, apretándola contra su cuerpo. Ella sintió su dura erección, mientras sus lenguas se entrelazaban con frenesí. Estaban alcanzando el punto de no retorno. Paula, envuelta en los vapores del deseo, se dió cuenta de que debía ser ella quien echara el freno. Por eso, aunque le hubiera gustado dejarse llevar, pensó que era mejor defender su compostura y su decencia.

–No quieres esto –dijo ella, posando la mano en su pecho para apartarlo–. Para. Ahora.

–Claro que no –repuso él, sin soltarla.

Paula supo que convertirse en amante de aquel hombre sería, sin duda, una experiencia inolvidable. Pero él era un hombre íntegro. Y ella lo necesitaba para que la cuidara.

–Déjame, Pedro –pidió ella, tocándole la mejilla con suavidad–. Suéltame.

Él se estremeció y la soltó.

–No sé qué pensar de tí Paula Chaves–señaló él en voz baja y confusa–. ¿Eres una princesita malcriada o una niña ingenua?

Ella tomó aliento y, perpleja, reconoció para sus adentros que ese hombre podía llegarle al corazón. Y hacerle daño.

–¿Y si no soy ninguna de las dos cosas? Las cosas no son blancas o negras. Existe una amplia gama de grises –replicó ella con un nudo en la garganta–. Quizá podemos empezar de cero.

–Hemos llegado demasiado lejos para eso. Pero te he hecho una promesa y pienso cumplirla.

–¿Aunque sea una promiscua caprichosa?

–¿Es lo que eres?

–Parece que eso crees tú. No seré yo quien te saque de tu engaño –se defendió ella y se cruzó de brazos, tiritando–. Es tarde. Voy a volver a la casa. Por favor, no te sientas obligado a verme por la mañana. Creo que es mejor que mantengamos las distancias.

–¿Es eso lo que quieres?

–No siempre podemos tener lo que queremos –respondió ella–. Buenas noches, doctor.

Rendición: Capítulo 21

Mientras ponderaba sus opciones, una voz masculina detrás de ella rompió su calma.

–¿Estás loca? –la reprendió Pedro, jadeante, irradiando calidez y seguridad de su fuerte cuerpo.

–No pretendía despertarte. No podía dormir.

–¿Querías tirarte por el precipicio?

–Tengo mucho cuidado –se defendió ella.

–Paula, estás a un metro de una caída de doscientos metros de altura.

Vaya, pensó ella.

–Estoy bien. No te preocupes tanto.

Paula notó cómo él se controlaba para no estallar. La agarró, separándola del árbol.

–Pisa con cuidado. Date la vuelta.

–Me gusta estar aquí. No quiero irme –repuso ella, aferrándose de nuevo al tronco.

–Soy tu médico. Estás helada y tiemblas. Ven aquí.

–¿O qué?

–O no hay trato.

–Eso es chantaje.

–Lo tomas o lo dejas.

Paula estaba cansada y helada, pero iba contra sus principios dejarse mandar de esa manera.

–Quizá, lo del trato haya sido una estupidez.

–¿Por qué? –preguntó él, malhumorado.

–Porque no debería sacarte de tu montaña. Es parte de tí.

–Deja que yo me ocupe de mi vida. Tienes tus propios problemas –replicó él y le frotó los brazos para calentárselos–. Dame la mano.

Sin pensar, ella le dió la mano y se dejó llevar. Cuando estuvieron a salvo del precipicio, Pedro se dirigió a la casa, casi arrastrándola con él.

–¿Por qué tanta prisa? –protestó ella, deteniéndose–. Me gusta estar aquí fuera… contigo.

Pedro se detuvo con tanta brusquedad que Paula se chocó con él. De forma instintiva, la rodeó de la cintura. Ella se sumergió en su calor. Hacía un frío terrible en la montaña.

–No juegues conmigo –le advirtió él, poniéndose tenso–. No soy uno de tus amiguitos de Hollywood.

–¿Qué quieres decir?

–Puedes que estés acostumbrada a acostarte con todos los tipos que conoces, pero ese no es mi estilo.

Paula se apartó con un respingo.

–Eres un cerdo. ¿Qué te hace pensar que quiero acostarme contigo?

–Hay algo entre nosotros. No son imaginaciones mías –afirmó él en voz baja–. Eres sexy y me estás lanzando una invitación que casi ningún hombre podría rechazar. Pero voy a ayudarte, pues no quiero complicaciones, Paula. No necesitas que todos los hombres del universo se rindan a tus pies.

–Lo que dices es horrible –le espetó ella y lo empujó, haciéndole dar un traspié. Avergonzada y furiosa, se quedó callada. Sin embargo, de pronto, le aterrorizó pensar que él hubiera cambiado de idea–. Lo siento –gritó–. Sacas lo peor de mí. Por favor, no te enfades. Tengo muy mal humor.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 20

A ella no le gustaba que le mandaran, eso estaba claro. Sin embargo, tal vez, se estaba quedando sin fuerzas, porque obedeció.

–Gracias por tu hospitalidad –dijo ella, tensa–. ¿Estarás aquí cuando me vaya por la mañana?

–Sí –afirmó él, pensando que para conseguirlo iba a tener que cancelar una reunión en la Universidad de Charlottesville–. ¿A qué hora sale tu avión?

–A mediodía.

Pedro la acompañó a la puerta del dormitorio que la había asignado.

–¿Necesitas algo?

–No –negó ella con aspecto de estar agotada–. Buenas noches, doctor –se despidió con una débil sonrisa.

–Buenas noches, Paula –repuso Pedro y tuvo que hacer un gran esfuerzo para irse y cerrar la puerta tras él.


Paula no tenía sueño. En su ciudad de origen era solo media tarde. Pedro Alfonso había querido deshacerse de ella. Se lavó los dientes y se puso un camisón de seda antes de meterse en la cama. En la televisión por satélite estaban poniendo dos películas suyas. Cambió de canal con rapidez, haciendo una mueca. Le resultaba una tortura verse en la gran pantalla. A pesar de que había muchos canales, ninguno consiguió llamar su atención. Se había leído el guion de la nueva película una docena de veces y todavía tenía una semana entera más para preparárselo. Después de una larga llamada a su madre, seguía todavía muy despierta. Buscó en su maleta unas zapatillas de correr y calcetines. Se quitó el camisón y se puso, de nuevo, los vaqueros.


Su dormitorio tenía un balcón que daba a un patio. No iba a molestar a Pedro. Sin duda, él estaría dormido ya, pensó y salió al exterior. Tenía un buen sentido de la orientación. Por eso, se atrevería a explorar un poco. No iría hacia el castillo, pues podía ser descubierta. Prefirió dirigirse a la izquierda, subiendo y subiendo entre los árboles, hasta que se detuvo de golpe, asustada. Ante sí, tenía una peligrosa pendiente, apenas visible en la oscuridad de la noche. La tierra cedía bajo sus pies. Jadeante, se agarró a un árbol para no caerse. Miró a su alrededor. El espectáculo era magnífico. Los sonidos del bosque la envolvían. No tenía miedo. También ella era un animal salvaje, pensó. Allí, el tiempo perdía todo significado. Inhaló el aroma de los pinos, llenándose los pulmones de aire puro. Apoyó la mejilla en el tronco del árbol al que se había agarrado, sintiendo el duro contacto de su corteza. Aquello sí que era una experiencia espiritual, se dijo. Real. Su existencia estaba llena de actuaciones, de ilusión. Pero, a veces, era agradable recordar que el mundo era más grande que lo que Hollywood tenía que ofrecer. Deseaba saber lo que tenía delante, pero la negrura de la noche se lo impedía. Pensó en quedarse allí, abrazada al árbol, hasta que amaneciera y, así, poder desvelar el misterio que tenía ante sí.

Rendición: Capítulo 19

–¿Y qué? Tranquilo, doctor. ¿Cómo te gusta el beicon?

–Muy tostado –respondió él y lanzó un suspiro de resignación.

Charlaron mientras Paula preparaba la comida. Aunque parecía una conversación superficial, algo en la voz ronca de ella hacía que hasta el comentario más banal sonara como una invitación a la cama.

–¿Tienes relaciones con casi todos tus compañeros de reparto? –preguntó él con brusquedad.

Ella se quedó paralizada con la espumadera a medio camino de la sartén.

–¿Cuál es tu definición de relación?

–Ya sabes a lo que me refiero.

Paula sacó la segunda tortita, la puso en un plato y le lanzó una mirada heladora.

–¿Es que vamos a hablar de nuestras vidas sexuales? He oído que los médicos tienen mucho éxito con las mujeres. Debes de tener muchas aventuras a tus espaldas –comentó ella–. ¿Zumo de naranja?

La yuxtaposición de su pregunta prosaica con el delicado tema de conversación dejó a Pedro en silencio. La siguió a la mesa. Se dió cuenta de que Paula no pensaba responderle y, aunque debería avergonzarse de haberle hecho una pregunta tan entrometida, quería conocer la respuesta. Se dijo a sí mismo que esa información podía ser importante para su informe médico, pero lo cierto era que estaba muy celoso. Y furioso, para ser honestos. Paula había saltado en numerosas ocasiones a la primera página de las revistas de cotilleos por sus excesos e imprudencias. Ella le había dicho que no bebía y Pedro no había encontrado evidencias de uso de drogas. Pero había estado con muchos hombres. Uno de ellos, incluso, había sido lo bastante mayor como para ser su padre. ¿Acaso su madre no había podido protegerla de todos lo predadores que, sin duda, la rodeaban? De acuerdo, predador era una palabra un poco exagerada. Sin embargo, a Pedro le dolía el estómago solo de pensar en todos los modos en que podían haberse aprovechado de ella. Pero lo peor de todo era que él mismo ansiaba tenerla en la misma posición. Lo único que podía salvarle era resistirse a la tentación y centrarse en cuidarla. La observó mientras comía. Paula Chaves era una verdadera obra maestra de belleza. Sus ojos hubieran bastado para convertirla en una de las mujeres más hermosas. Pero también estaba su luminosa piel, su perfecta estructura ósea y cuerpo esbelto… era un compendio de belleza y elegancia femenina.

–Deja de mirarme así.

–Difícil. Eres una mujer impresionante. Estaba muy rico –la felicitó él, tras terminarse su plato–. Gracias, Paula.

–El mérito es de mi madre –repuso ella, radiante–. Me enseñó a cocinar cuando tenía diez años.

Paula se levantó para recoger la mesa. Pedro la contempló con empatía. Suspirando, la siguió al fregadero.

–Déjalo –dijo él con firmeza mientras ella empezaba a lavar los platos.

–Me han enseñado a limpiar lo que mancho.

–No insistas, Paula –ordenó él y le quitó la bayeta de la mano–. Otra persona lo hará. Tienes cara de cansada. Ponte el pijama. Lee un libro. Llama a tu madre. Hoy ya no tienes que hacer nada más.

Rendición: Capítulo 18

–No lo sé. Estoy cansada. Además, me gusta tu casa. Es muy tranquila. ¿Tienes despensa?

Una vez más, ella se salía por la tangente, observó él para sus adentros.

–Sí, pero no estoy seguro de si está muy llena –contestó Pedro.

–Vamos a ver. Será divertido.

Pedro se levantó y la llevó a la cocina. Su prima Mariana había contribuido a su diseño. Los electrodomésticos eran de última generación y los mostradores de granito negro y gris. Él casi nunca pasaba tiempo allí. Era más fácil subir a la casa principal cada vez que tenía hambre.

Paula se detuvo, en jarras, mirando a su alrededor.

–Es bonita. Unos cuantos paños de cocina podrían darle color. ¿Por qué tienes una cocina tan completa si todos comen juntos en el castillo?

–No siempre comemos allí. Mis dos hermanos se han casado y suelen pasar más tiempo en sus casas. Y mis primos y yo nos presentamos allí según nos parece. Lucas y Federico suelen ir con sus novias de vez en cuando. Mi tío y mi padre siguen una política de puertas abiertas.

–Pobre chef. Planear las comidas debe de ser una pesadilla.

Pedro nunca había pensando en eso.

–Los cocineros reciben un buen sueldo –comentó él a la defensiva.

De nuevo, Paula lo había puesto en evidencia. Al parecer, ella estaba más al tanto del punto de vista de los demás que del suyo propio.

–Al menos, aquí hay un poco de color –observó ella, señalando los cacharros de cobre colgados de la pared.

–Podría buscar una bandeja azul en el cajón, si eso te hace sentir mejor.

Ella lo ignoró y abrió las puertas de la despensa.

–Prepárate, doctor –advirtió ella y le lanzó un paquete de harina.

Pedro lo agarró al vuelo y, por suerte, estuvo mejor preparado cuando le tocó el turno a las latas de melocotón y moras. El lanzamiento de comida continuó hasta que se vio obligado a hacer malabarismos con unas cuantas hortalizas. Lo colocó todo sobre la encimera.

Al fin, Paula quedó satisfecha. Entonces, empezó a agacharse para buscar en los armarios. Habría sido mejor que Pedro no la hubiera observado hacerlo. Su trasero en forma de corazón se delineaba a la perfección contra el tejido de algodón de los vaqueros y él tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no ponerle las manos encima.

–¿Puedo preguntarte qué tienes en mente? –quiso saber él, cruzándose de brazos.

–Tortitas de frutas. Son mi especialidad. Y beicon, si tienes.

A Pedro se le hizo la boca agua y, por un instante, su estómago le ganó la partida a sus instintos sexuales.

–No tienes que cocinar para mí. Tenemos treinta o cuarenta empleados para hacerlo.

Paula puso una sartén sobre el fuego y sacó mantequilla y beicon de la nevera.

–Me gusta que me sirvan como a cualquiera –admitió ella–. Pero es agradable estar solos, ¿No te parece? –añadió–. Siéntate y habla conmigo.

–Esta es mi casa –protestó él, tras digerir su orden.

Rendición: Capítulo 17

Pedro quería poder confiar en ella, pero sabía muy bien que aquella chica estaba jugando con él. Estaba tan acostumbrada a conseguir lo que quería que su petición sonó con una mezcla de inocencia y de inquebrantable autoconfianza. Besarla había sido una prueba para él. Había querido saber a qué se enfrentaba antes de aceptar. Teniendo en cuenta la forma en que su cuerpo había reaccionado a ella, su respuesta debería haber sido un no rotundo. Pero, sabiendo el peligro en que Paula se encontraba, no podía darle la espalda. Trató de poner en orden sus pensamientos. Era obvio que ella se había percatado de que lo atraía. Su erección lo había delatado durante el beso. Lo más probable era que se estuviera riendo de él, pensó. No debía de ser el primer hombre que se rendía a los encantos de Paula Chaves. Ni sería el último.

–Claro –afirmó él con concisión–. Tengo sitio de sobra. Pero te irás mañana, ¿Verdad?

Ella asintió.

–Tengo que hacer muchas cosas en casa y prepararme para el viaje. Supongo que tú, también.

–Así es. Para empezar, tengo que pensar cómo voy a explicar a mi familia mi repentino viaje al Caribe.

–¿Por qué? ¿No puedes decir que son vacaciones sin más?

–Yo no me voy de vacaciones nunca.

–Ya se te ocurrirá algo, entonces –apuntó ella y miró nerviosa a su alrededor. Una muñeca Barbie tirada detrás de una silla llamó su atención. La recogió–. ¿Esto lo usas en tus investigaciones?

–Tengo una sobrina pequeña –explicó él–. Sofía debió dejársela aquí la última vez que estuvo en mi casa.

–¿Cuántos años tiene?

–Cinco. Acaba de empezar la escuela infantil. Estamos locos con ella –señaló él y se fijó en la expresión de nostalgia de Paula–. ¿Tú quieres tener hijos algún día?

–Es duro criar hijos en Hollywood –comentó ella, dejando la muñeca sobre la mesa.

–Alguna gente lo hace.

–No creo que yo pudiera. Tengo demasiados malos hábitos, demasiados defectos. ¿Qué clase de ejemplo sería yo?

Pedro la observó con atención, tratando de leer entre líneas.

–La idea de la madre perfecta es un mito.

–Eso lo dices porque no conoces a mi madre.

–Quizá, algún día.

–Lo dudo –repuso ella y volvió a meterse en su papel de estrella de cine–. Tengo hambre. ¿Sabes cocinar?

–Solo un poco. Podemos ir a la casa principal y cenar con mi familia. Puedo inventarme alguna excusa que explique tu presencia aquí.

–Mejor, no –señaló ella, sin ocultar su incomodidad–. Seguro que son encantadores, pero me harán preguntas sobre el cine y estoy…

–¿Estás…?

Rendición: Capítulo 16

Separaron sus bocas al unísono. Paula dió un traspiés hacia atrás y se sentó. Se aclaró la garganta.

–Para ser una primera toma, no ha estado mal, doctor.

Él se cruzó de brazos, en silencio.

–¿Qué te está pasando por la mente?

–Lo haré –afirmó él.

–¿Por el beso?

–No. Porque, aunque no me guste admitirlo, me tienes pillado. No puedo dejarte ir sabiendo que, en cualquier momento, puedes caer enferma.

–No pareces muy contento. ¿Tan horrible ha sido besarme?

–Aclaremos una cosa. Te besaré cuando la ocasión lo requiera. Y lo disfrutaré, muy a mi pesar. Pero no iremos más lejos. Eres mi paciente.

–¿Quién ha dicho que yo quiera ir más lejos? –protestó ella–. ¿Es que te crees irresistible?

–Soy un hombre… y tú eres una mujer muy hermosa. Esas cosas pasan.

–¿Qué clase de cosas? –preguntó ella, divirtiéndose con la conversación.

–Eres mala –le reprendió él con desesperación y, al mismo tiempo, con una sonrisa de medio lado.

–Puedes seguir pensando que solo soy una niña, pero no es verdad. Hace mucho que no lo soy. He visto cómo mis sueños morían aplastados. No soy ninguna ingenua. Y llevo las riendas de mi vida. Una cosa es que te esté agradecida por ayudarme y otra bien distinta es que vaya a dejarme que me mandes.

–Cuando se trate de salud, yo tendré la última palabra. O no hay trato.

–No entiendo.

–Si te digo que duermas la siesta, dormirás la siesta. Si quiero que comas sano, eso harás. Me estás contratando paraser tu médico y tendrás que obedecerme.

A Paula le dió un brinco el corazón. Sus modales dictatoriales, unidos a los vapores de aquel beso, la hicieron derretirse por dentro.

–Entonces, ¿Trato hecho? –quiso saber ella.

–Puede que me haya vuelto loco, pero sí, trato hecho –respondió él.

Paula quiso lanzarse a sus brazos y besarlo de nuevo. Pero se contuvo. Si a Pedro le gustaba el decoro y el sentido común, ella podía complacerlo.

–Gracias, doctor –dijo ella en voz baja–. Y, ya que estamos, déjame que te pregunte otra vez si puedo quedarme a pasar la noche.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 15

–¿Te molesta?

–Bueno, no me gusta pensar que estoy robándote tu tiempo cuando podrías estar salvando vidas.

–Estamos hablando de una investigación que puede llevar meses, tal vez, años, Paula. Volviendo a tu preocupación inicial, no tienes que preocuparte por mí. Soy un hombre adulto. Tomo mis propias decisiones. Y sé cómo entretenerme.

–¿Haces ejercicio?

–Seguir el hilo de la conversación contigo es como intentar perseguir a un conejo en el bosque.

–Lo siento. Mi mente siempre salta de un tema a otro. ¿Me contestas?

–Nado en la piscina de Lucas –informó él, mirándola con desconfianza–. Camino por la montaña cuando estoy de humor. Corto leña para el invierno. ¿He aprobado?

–¿Aprobar?

–El examen. Me da la impresión de que me estás sometiendo a una especie de test.

–No seas ridículo –se defendió ella–. Solo pretendo decidir qué clase de hombre eres.

–¿Hay distintas clases?

–Claro que sí. Te he etiquetado del tipo generoso, tenaz y salvador del mundo.

Él se puso en pie. Era muy alto.

–Ven aquí, Paula.

Paula obedeció, llevada por la curiosidad. Cuando estaban frente a frente, Pedro le colocó el pelo detrás de las orejas. Estremeciéndose, ella levantó la barbilla y lo miró a los ojos.

–¿Qué quieres?

–Me pregunto lo buena actriz que eres. Si quieres que la gente crea que tú y yo somos pareja, tendremos que besarnos, al menos, un par de veces, ¿No?

–¿Quieres decir que estás considerando mi propuesta? – preguntó ella con la boca seca.

–Respóndeme, primero. ¿Tendríamos que besarnos alguna vez?

Paula asintió despacio, sintiéndose fuera de juego.

–Sí –musitó ella–. Sería necesario y apropiado.

–Bueno, pues hagamos una prueba –sugirió él con una sonrisa.

Antes de que Paula pudiera negarse o aceptar, Pedro la cubrió con sus labios. Ella había besado a muchos hombres. Algunos sabían a salami o a tabaco. Otros eran agradables, pero sin nada de especial. Los que tenían algo que probar, solían inclinar el cuello hacia atrás, levantando la barbilla. Y, de cuando en cuando, había alguno que otro que sabía besar de verdad. Sin embargo, el beso de Pedro escapaba a cualquier descripción posible. Sobre todo, porque ella tenía las neuronas a punto de explotar, le temblaban las rodillas y la cabeza le daba vueltas. Él la rodeó con sus brazos, atrayéndola contra su pecho con un movimiento decidido y posesivo, pero sin forzarla. La caricia de sus labios era sensual hasta la médula, aunque apenas la rozó con la lengua. Para ser un primer beso, era perfecto, pensó ella.

Rendición: Capítulo 14

Paula se quedó sola en el dormitorio color marfil, que tenia cierto aire femenino. Se preguntó si él llevaría a muchas mujeres a su casa. De pronto, sintió celos y se sorprendió. Para no perder tiempo, decidió no ducharse. Se quitó el vestido y se puso unos vaqueros, una sudadera y zapatos planos de cuero. A continuación, se fue a buscar a Pedro, esperando que la dejara quedarse. Lo encontró sentado en el sofá, delante de la tele, con los pies descalzos encima de la mesita.

–Qué rápida –observó él y se puso en pie al verla llegar–. Siéntate.

En el entorno del salón, parecían más un hombre y una mujer que médico y paciente.

–¿Qué haces para divertirte? –preguntó ella con curiosidad.

–Leo revistas médicas. Y voy a pasear por la montaña con mis hermanos.

–¿Eso es todo?

–¿Qué esperabas? –repuso él, frunciendo el ceño–. No me gustan las fiestas. Por eso, tal vez no sea buena idea que finja ser tu novio.

–Marcos Vargas me contó que tienes tres carreras universitarias. ¿Es verdad?

–¿Qué más da? –contestó él, tamborileando los dedos sobre el brazo del sofá.

–Eres muy inteligente, ¿A que sí? –continuó ella, se levantó y se sentó en el sofá junto a él, dejando solo unos centímetros de separación.

–¿Qué pretendes, Paula? –inquirió él con desconfianza.

–Estoy reconsiderando mi proposición.

–¿Por qué?

–No estoy segura de qué puede hacer un tipo como tú todo el día en Antigua.

–¿Me dejarán estar en los rodajes?

–Si yo lo pido, sí.

–¿Tanto poder tienes?

–Podemos decir que sí.

–También tú me pareces bastante lista –observó él con una seductora sonrisa.

–No es lo mismo. Tú salvas vidas.

–Mis investigaciones ayudan a otras personas a salvar vidas. No tiene nada de glamuroso. Mucha repetición, revisar datos y rezar por encontrar algo importante algún día.

–¿En qué estás trabajando ahora? –preguntó ella, acercándose un poco más.

Tenía curiosidad por comprobar si él le marcaba límites. Aunque sabía que no se estaba comportando bien, no podía contenerse. Era un hombre muy guapo. E inteligente. Y más atractivo que ninguno de los que había conocido en muchos años. Pedro ni siquiera pestañeó ante su acercamiento. ¿Acaso era inmune a sus encantos?, dudó ella.

–No soy el único, pero estoy tratando de encontrar una vacuna contra el cáncer.

–Vaya –repuso ella.

Rendición: Capítulo 13

No volvería a ponerse en esa situación nunca más. Era demasiado doloroso. Por eso, con Paula, tomaría precauciones. Sería su amigo, su protector, su médico. Y nada más.

Paula observó a Pedro con atención. Lo cierto era que estaba fascinada con él. Emanaba poder y fortaleza. Y le daba deseos de lanzarse a sus brazos y cobijarse en su solidez. Para ella, coquetear era algo natural y, aunque fuera injusto para Pedro, no podía evitar ponerlo a prueba. Necesitaba comprobar si era capaz de romper su escudo. Pedro terminó lo que estaba haciendo y la miró con cautela.

–Lo de cambiarte de ropa lo decía en serio –dijo él.

Paula se bajó de la camilla pero, al momento, la habitación comenzó a darle vueltas. Alargó la mano para agarrarse a algo y dió con el pecho del médico. Era ancho y firme, con fuertes músculos. Él la rodeó con un brazo e inclinó la cabeza hacia ella.

–¿Estás bien?

Estaban tan cerca que Paula percibió cómo a él le subía el color. Se apartó de su abrazo.

–Nunca había estado mejor –repuso ella sin fuerzas–. Sí, me gustaría cambiarme de ropa.

Pedro la condujo al pasillo.

–¿Quieres que saque tu maleta del coche?

Ella asintió, aunque se sentía clavada al suelo por un inesperado brote de timidez.

–Por favor. Está en el maletero. El coche está abierto.

Mientras Pedro salía, Paula entró en la consulta y agarró su bolso.

–Estás siendo muy amable, teniendo en cuenta que tienes reputación de ermitaño antisocial.

–No soy antisocial –se defendió él, titubeando–. Lo que pasa es que me gusta concentrarme en mi trabajo.

–Entiendo.

Paula lo siguió al salón, cubierto con una moqueta negra y con sofás blancos de cuero. Bonitos, pero fríos. Con algunos toques de color y aquí y allá, aquella casa podría ganar encanto y sofisticación, pensó ella. Lo atravesaron y salieron a otro pasillo. Él entró en la primera puerta abierta y dejó la maleta de Paula junto a una cama.

–El baño es todo tuyo, si lo necesitas –ofreció él–. Te esperaré en el salón.

–No sé si intentas manipularme o si es que eres una ingenua.

–Vaya –repuso ella, encogiéndose–. ¿No tengo una tercera opción?

–¿Cómo cuál?

–Me gusta concentrarme en mi trabajo.

Cuando Pedro rió ante su respuesta, Paula se sintió como si hubiera ganado la lotería.

–Touché –dijo él, con expresión más relajada–. ¿Por qué quieres quedarte aquí, Paula?

–Mi vuelo no sale hasta mañana. Los hoteles más cercanos están a una hora de aquí. No quiero correr el riesgo de que alguien me reconozca.

Pedro asintió, pensativo.

–Cámbiate. Luego, lo pensaremos –sugirió él y cerró la puerta.

Rendición: Capítulo 12

–Despierta, Paula. Despierta. Ya está.

Al fin, ella abrió sus largas pestañas, mirándolo confundida.

–¿Qué ha pasado?

–Te has desmayado.

–Lo siento –musitó ella, esforzándose por incorporarse.

–Tómatelo con calma. No hay prisa.

–Vamos –dijo ella, extendiendo el brazo y cerrando los ojos–. Hazlo. Esta vez, no me desmayaré.

–Ya he terminado –afirmó él, sonriendo.

–¿Qué quiere decir? –preguntó ella y abrió un ojo–. Pensé que tenías que llenar varias probetas.

Pedro deslizó un brazo debajo de ella y la ayudó a sentarse. Inhaló su aroma, a sol y a miel.

–Tomé la muestra mientras estabas desmayada.

Paula lo miró con los ojos muy abiertos y se colocó el pelo y el vestido.

–¿Y por qué estamos los dos cubiertos de sangre?

–Solo son unas gotitas. Cuando te caíste, la aguja se salió de su sitio.

–Mmm. Tal vez, deberías contratar a una enfermera. Esto no parece tu punto fuerte.

Pedro contó hasta diez para no perder los nervios.

–¿Alguna vez te ha dicho alguien lo impertinente que eres?

Ella sonrió, haciéndolo estremecer.

–Mucha gente, doctor, mucha gente.

–¿Quieres cambiarte de ropa? –preguntó él de forma abrupta, temiendo no poder seguir manteniendo el control de la situación.

–Si me vas a ofrecer una bata de papel, la respuesta es no.

Ignorando su pulla, Pedro limpió todo, colocó los instrumentos en su sitio y etiquetó las probetas con sangre.

–¿Cuántas veces al año donas sangre?

–Siempre que me dejan. Cada cuatro o cinco meses.

–¿Por qué? –quiso saber él, perplejo.

–Tengo un grupo sanguíneo poco común –explicó ella–. Es importante.

Solo por eso, ella se merecía su ayuda, decidió Pedro. Cualquier mujer lo bastante valiente como para hacer lo correcto aun a riesgo de desmayarse, tenía todo su respeto. Su coraje lo desarmó, casi tanto como su impresionante belleza. Aceptaría su propuesta, se dijo él. Pero mantendría al margen sus sentimientos. No permitiría que Paula Chaves fuera nada más que su paciente. Era demasiado joven para él. Ocho años era una diferencia muy grande. Además, ella necesitaba protección y él se la daría, tanto en lo físico como en lo emocional. Solo en una ocasión con anterioridad había sentido esa necesidad de hacer de caballero andante. En ese caso, Pedro le había fallado a la mujer de su vida. Cuando Daniela había sido diagnosticada, ya no había podido hacer nada. Solo había podido ofrecerle su amor y su apoyo durante semanas de dolorosa quimioterapia y sujetarle la mano en el momento de la muerte.

Rendición: Capítulo 11

–Tengo dos nuevas cuñadas. Y tres primos que van y vienen.

–Necesitas un decorador –señaló ella, sentándose en la camilla.

–¿Cómo dices? –preguntó él, mientras sacaba el instrumental de un cajón.

–Los colores –repuso ella arrugando la nariz–. Parece una morgue. Blanco, negro y acero inoxidable. Y, por lo poco que he visto, tu casa es igual. ¿Por qué?

Pedro no lo había pensado nunca mucho, pero lo que Paula decía tenía su lógica. Su vestido color rosa era el único toque de color que había en la habitación.

–El trabajo médico requiere limpieza absoluta –explicó él, poniéndose el estetoscopio–. Supongo que es un hábito.

–Limpio no quiere decir aburrido –observó ella, mirando al techo–. Eres rico. Cómprate algunos cojines de colores, te lo recomiendo.

Pedro posó una mano sobre su hombro y, con la otra, le colocó el estetoscopio en la parte superior del pecho.

–No aspiro a salir en las revistas de decoración. Respira con normalidad.

Paula se quedó petrificada. Él apartó el estetoscopio.

–No contengas el aliento –ordenó Pedro. No había ninguna señal de patologías en el latido de su corazón–. Inspira y espira.

Ella cooperó. Su piel era cálida, aun a través del vestido, y Pedro deseó tumbarla allí mismo y recorrerle la espalda con la lengua. No estaba acostumbrado a tener tales fantasías. Pero, con Paula, su cuerpo se rebelaba contra su ética profesional. Nunca en su vida había sentido una tentación tan fuerte.

–Los pulmones y el corazón suenan bien –comentó él, dando un paso atrás, notando todavía el cálido contacto de su piel–. Lo más importante es el análisis de sangre.

Paula  se encogió. Él le sujetó el brazo.

–Será rápido. No mires. Gira la cabeza.

–Ahora es cuando vendría bien en esta pared un Monet o cualquier cuadro con gusto, para centrar la atención en él.

–Cierra los ojos, si quieres –repuso él, riendo.

–Eso sería peor.

Pedro preparó la aguja.

–Háblame del viaje al Amazonas y fija la vista en ese armario de ahí.

–De acuerdo –dijo ella.

Estaba tan nerviosa que comenzó a temblar.

–Relájate, Paula –aconsejó él, acariciándole el brazo–. Solo sentirás un pinchazo. Aprieta el puño –pidió y le insertó la aguja con un diestro movimiento.

Paula soltó un gemido sofocado y se quedó laxa. Fue tan rápido que Pedro apenas tuvo tiempo de reaccionar. La tomó en sus brazos antes de que cayera, pero tuvo que soltar la aguja y la sangre comenzó a brotarle del brazo, manchando el vestido de ella y la ropa de él.

–Maldición –rugió él y la colocó de nuevo en la camilla.

Lo mejor era tomar otra aguja y conseguir la muestra de sangre antes de que ella recuperara la conciencia. Cuando lo hubo hecho, tomó una pequeña toalla, la humedeció y le frotó en la cara y en el cuello.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 10

–No –negó él con decisión. Cuando estaba en juego la salud del paciente, lo tenía claro.

–Ya me han dado un diagnóstico –repuso ella, pálida, retorciéndose las manos.

–No importa. Tengo que hacerte mi propio reconocimiento. ¿Qué temes que encuentre?

Ella se puso tensa y levantó la barbilla.

–No tengo miedo de nada. Lo que pasa es que no me gustan los médicos.

–No me digas eso –replicó él, divertido por su reacción tan infantil–. No te haré daño, te lo aseguro.

–¿Y la aguja?

–¿Ese es el problema? ¿No te gusta que te saquen sangre? Tendré que hacerte un análisis, pero te prometo que tengo mucho cuidado cuando pincho a alguien.

–Me desmayé una vez cuando doné sangre para la Cruz Roja – confesó ella, nerviosa–. Me da vergüenza.

–Yo cuidaré de tí –afirmó él y se sorprendió a sí mismo por la profundidad de sus palabras–. En serio, Paula. No tienes de qué preocuparte.

–¿Tendré que quitarme la ropa?

A Pedro le subió la temperatura al instante. Paula desnuda bajo su techo. Por primera vez en su vida, tuvo ganas de poder llevarse a una paciente a la cama en vez de a la camilla. O, mejor aún, podía tomarla de pie, en el pasillo, pues no tenía paciencia para llegar al dormitorio. La frente se le empapó de sudor. Las manos le temblaron.

–No –respondió él con un gallo en la voz–. No será necesario.

–Entonces, terminemos de una vez –murmuró ella y se puso de pie de un salto. Tomó su bolso.

–Déjalo –indicó él–. Volveremos enseguida y no hay nadie por aquí que pueda llevárselo.

Cuando salieron al pasillo que conectaba la clínica con el resto de la casa, Pedro miró por la ventana que daba a la entrada.

–¿Hay alguien esperándote? ¿Un chofer, tal vez?

–He conducido yo, un coche alquilado. Me puse peluca y gafas de sol y nadie me ha reconocido. He tenido suerte –comentó ella–. La verdad es que entiendo por qué tu familia y tú se han aislado aquí, para refugiarse de la atención indeseada de la gente.

–Al principio, mi padre y mi tío nos trajeron aquí por esa razón – admitió él, conduciéndola a la sala de exámenes–. Pero, al crecer, elegimos quedarnos por diferentes motivos. Mi hermano Lucas  adora vivir en una tierra salvaje. Federico  ha descubierto que, a pesar de sus viajes por el mundo, donde más a gusto está es en su hogar.

–¿Y tú?

–Me gusta estar cerca para poder cuidar a mi padre y a mi tío. Los dos se están haciendo mayores… Además, el sitio es perfecto para mis pacientes, que vienen buscando privacidad.

–¿Quién más vive aquí?

Pedro supuso que ella trataba de distraerse del examen médico que tan nerviosa la ponía.

Rendición: Capítulo 9

Para Pedro, era casi imposible seguir manteniendo su fachada de impasividad profesional. Si Paula moría, lo que era posible si sufría una recaída grave, no podría perdonárselo. Al convertirse en médico, había jurado no hacerle daño a nadie. Si la dejaba salir por esa puerta, estaría violando sus principios y su juramento de velar por la vida humana. Había visto la muerte de cerca demasiadas veces. Su madre, su novia, su amigo de la infancia. Por no mencionar a los pacientes que había visto fallecer mientras estudiaba medicina. Solo tenía una opción, a pesar de que sabía que era peligrosa. Si aceptaba, correría el riesgo de someterse a los impredecibles efectos secundarios que podía tener para su corazón el deseo que sentía por la deliciosa Paula Chaves.

–¿Cuándo me necesitarías? –preguntó él.

–Dentro de diez días, más o menos.

–¿Y dónde será el rodaje? Por favor, no me digas que la película de tus sueños tiene que hacerse en el corazón de la ciudad de Detroit.

–Has tenido suerte. Será en Antigua. Sol, arena, sangría…

–No bebo mucho. ¿Crees que eso será un problema… para dar el pego?

–Nada de eso. Yo apenas bebo tampoco.

Paula debió percibir su escepticismo.

–He alcanzado la edad legal para consumir alcohol en Estados Unidos hace solo unos meses y, en ese tiempo, no he tomado más que una copa de vino en las fiestas.

Paula era actríz, se recordó Pedro. Y muy buena. Representar el papel de joven inocente sería pan comido para ella. Sin embargo, él quería creerla. Y la creyó.

–Si aceptara, ¿durante cuánto tiempo tendríamos que estar allí?

Un brillo de esperanza se asomó a los ojos de Paula, provocándole aún más excitación.

–El director espera poder hacerlo en diez semanas y, luego, seguir en Los Ángeles. Las tomas de interiores se harán en un plató. Entonces, podrás volver a Montaña Alfonso.

–¿Qué pasaría si enfermas al regresar a California?

Ella se encogió de hombros.

–Mi madre estará conmigo. Y tengo un par de amigas de confianza. Pero la verdad es que, a esas alturas, ni el director ni el productor podrían permitirse despedirme, después de haber rodado casi la totalidad de la película. No les quedaría más remedio que esperar a que me recuperara.

–Lo has pensado muy bien.

–Puede que no tenga una carrera, doctor, pero me he licenciado en la sabiduría de la calle. Ahí fuera, quien no aprende rápido, no sobrevive.

–No me comprometo a nada hasta que hagamos un examen médico completo. ¿Estás de acuerdo?

–¿Tengo otra salida?

La atmósfera estaba muy cargada. Pedro notó cómo la sangre se le agolpaba en las venas.

Rendición: Capítulo 8

–Lo siento –dijo él al fin, tenso–. Prometí que te escucharía sin juzgarte y sin interrumpirte y no he conseguido hacer ninguna de las dos cosas. Por favor, continúa.

Paula, que había estado dispuesta a presentar batalla, se quedó desarmada. No estaba acostumbrada a conocer hombres que supieran disculparse. Al mismo tiempo, por otra parte, Pedro Alfonso conseguía desprender un aire de superioridad que la dejaba sin argumentos. Aceptando sus disculpas, ella volvió a recostarse en su asiento.

–Me gusta lo que hago. Y te mentiría si te dijera que no me importa lo que arriesgo. He representado muchos papeles de rubia tonta, tantos que, a veces, creo que me estoy convirtiendo en una. Pero, además de las perspectivas profesionales de este nuevo papel, la película me daría mucho dinero. Mi madre no tiene seguro médico. Tengo que pagar todas las facturas de su tratamiento.

–¡Uf!

–Sí. Además, quiero hacerlo por mi madre. A lo largo de los años, ha tenido que leer todas las críticas negativas que la prensa ha escrito sobre mí. Por una vez, quiero que se sienta orgullosa. Cuando le conté que me habían dado este papel, lloró de emoción.

Pedro se quedó callado, su rostro parecía tallado en piedra. Al fin, suspiró.

–No puedo discutirte tus motivos, aunque tengo la sensación de que tu madre ya está orgullosa de tí. Parece que las dos están muy unidas.

–Lo estamos –afirmó ella con un nudo en la garganta, al pensar que, pronto, iba a estar sola en el mundo–. Por eso… tengo que hacer la película. Pero temo otro brote de malaria. Me gustaría contratarte como mi médico personal durante el rodaje.

–¿Como si fueras una diva?

–Céntrate, doctor. Ahí es donde entra en juego que seas mi novio. Nadie puede saber que estoy enferma. Por lo que respecta al director y al equipo, tú y yo estaríamos saliendo. Si tuviera un nuevo brote, tú me cuidarías y te asegurarías de que estuviera fuera de combate el menor tiempo posible. Todos sabrían quién eres, por supuesto. No hay manera de ocultar tu apellido. Y tu profesión no tiene por qué ser un secreto. Pero nadie debe averiguar lo de la malaria.

–¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres muy fantasiosa?

–Todo mi mundo se basa en la fantasía –admitió ella–. Yo hago todo lo que puedo por no perder la noción de la realidad.

–Lo dices como si fuera un plan fácil –comentó él, meneando la cabeza–. Pero los hechos son los hechos, Paula. Yo no tengo talento para actuar.

–Tal vez, no –susurró ella, deseando poder seducirlo allí mismo–. Pero eres muy guapo. Eso y tus dotes de médico son todo lo que necesito.

Si había esperado avergonzarlo, fracasó. Pedro se quedó mirándola, sin dejarse impresionar por sus palabras.

–¿Qué te hace pensar que voy a considerar siquiera una proposición así? Tengo mi trabajo, Paula, mis investigaciones. ¿Por qué iba a dejarlo de lado?

Paula había aprendido a la tierna edad de dieciséis años que podía usar su aspecto y su sensualidad para conseguir lo que quería de la vida, sobre todo, de los hombres. Y, sin duda, podía ser un buen momento para poner en práctica alguna de sus artimañas de seducción. Sin embargo, la integridad que emanaba aquel hombre la impidió hacerlo.

–Por la misma razón que te convertiste en médico –repuso ella, encogiéndose de hombros y tirando su último cartucho–. Te gusta que te necesiten. Y yo te necesito, Pedro Alfonso. Solo a tí. ¿Me ayudarás?