lunes, 17 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 20

A ella no le gustaba que le mandaran, eso estaba claro. Sin embargo, tal vez, se estaba quedando sin fuerzas, porque obedeció.

–Gracias por tu hospitalidad –dijo ella, tensa–. ¿Estarás aquí cuando me vaya por la mañana?

–Sí –afirmó él, pensando que para conseguirlo iba a tener que cancelar una reunión en la Universidad de Charlottesville–. ¿A qué hora sale tu avión?

–A mediodía.

Pedro la acompañó a la puerta del dormitorio que la había asignado.

–¿Necesitas algo?

–No –negó ella con aspecto de estar agotada–. Buenas noches, doctor –se despidió con una débil sonrisa.

–Buenas noches, Paula –repuso Pedro y tuvo que hacer un gran esfuerzo para irse y cerrar la puerta tras él.


Paula no tenía sueño. En su ciudad de origen era solo media tarde. Pedro Alfonso había querido deshacerse de ella. Se lavó los dientes y se puso un camisón de seda antes de meterse en la cama. En la televisión por satélite estaban poniendo dos películas suyas. Cambió de canal con rapidez, haciendo una mueca. Le resultaba una tortura verse en la gran pantalla. A pesar de que había muchos canales, ninguno consiguió llamar su atención. Se había leído el guion de la nueva película una docena de veces y todavía tenía una semana entera más para preparárselo. Después de una larga llamada a su madre, seguía todavía muy despierta. Buscó en su maleta unas zapatillas de correr y calcetines. Se quitó el camisón y se puso, de nuevo, los vaqueros.


Su dormitorio tenía un balcón que daba a un patio. No iba a molestar a Pedro. Sin duda, él estaría dormido ya, pensó y salió al exterior. Tenía un buen sentido de la orientación. Por eso, se atrevería a explorar un poco. No iría hacia el castillo, pues podía ser descubierta. Prefirió dirigirse a la izquierda, subiendo y subiendo entre los árboles, hasta que se detuvo de golpe, asustada. Ante sí, tenía una peligrosa pendiente, apenas visible en la oscuridad de la noche. La tierra cedía bajo sus pies. Jadeante, se agarró a un árbol para no caerse. Miró a su alrededor. El espectáculo era magnífico. Los sonidos del bosque la envolvían. No tenía miedo. También ella era un animal salvaje, pensó. Allí, el tiempo perdía todo significado. Inhaló el aroma de los pinos, llenándose los pulmones de aire puro. Apoyó la mejilla en el tronco del árbol al que se había agarrado, sintiendo el duro contacto de su corteza. Aquello sí que era una experiencia espiritual, se dijo. Real. Su existencia estaba llena de actuaciones, de ilusión. Pero, a veces, era agradable recordar que el mundo era más grande que lo que Hollywood tenía que ofrecer. Deseaba saber lo que tenía delante, pero la negrura de la noche se lo impedía. Pensó en quedarse allí, abrazada al árbol, hasta que amaneciera y, así, poder desvelar el misterio que tenía ante sí.

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