miércoles, 19 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 24

Pedro se encogió.

–Vaya. No tiene nada de comedia romántica.

–No. Pero las películas divertidas no suelen recibir muchos Oscar. Cuanto más triste, mejor. Y, si está basada en un hecho real, es más probable que tenga éxito.

–¿Y crees que tienes una oportunidad de ser nominada?

–Nunca se puede saber seguro, pero esta es mi mayor oportunidad para romper con el papel de rubia tonta que siempre represento.

–Nadie cree que seas tonta –repuso él, haciendo una mueca. Como ella no respondió, le tomó la mano–. Debería haberte llamado hace tiempo.

–¿Por qué? –preguntó ella con desconfianza.

–Para disculparme. Siento haber insinuado que te acuestas con cualquiera –afirmó él en voz baja–. Fue un recurso fácil.

Ella se removió en su asiento, inquieta, soltándose de su mano, como si no pudiera soportar que la tocara.

–No es la primera vez que me acusan de eso.

–De todas maneras, lo siento de corazón.

Paula lo miró de arriba abajo antes de posar los ojos en la ventana y sumirse en un silencio distante. Pedro sabía que se merecía que estuviera enfadada. Había sido una acusación sin fundamento. Pero aquella noche en el bosque, cuando Paula lo había abrazado con su irresistible sensualidad, él había tenido que luchar para recuperar la compostura. Había sido un milagro que no le hubiera hecho el amor allí mismo. Pero había estado cerca, muy cerca. Por eso, él había tenido que mantener las distancias. Ella parecía muy sola y vulnerable y quería ayudarla. Aunque le daba la sensación de estar pisando arenas movedizas.

Como Paula no quería hablar, Pedro decidió hacer algo de trabajo. Sacó el artículo que tenía que leer del maletín. La tarde había caído cuando iban a aterrizar en el pequeño aeropuerto a las afueras de San Juan, la capital de la ciudad. Pedro había visitado el Caribe en un par de ocasiones para dar conferencias sobre medicina, pero no había estado nunca en Antigua. Se acercó a la ventana para contemplar la isla, pintada de exuberante vegetación y arena blanca en medio del océano azul.

–Parece una postal –comentó él, percatándose del modo en que Paula se hundía en su asiento. La había tocado sin querer cuando se había inclinado hacia la ventana.

–Deja de acaparar las vistas –protestó ella, apartándose.

Con una sonrisa, Pedro se recostó en su butaca. Ella pegó la nariz a la ventana. Parecía emocionada.

–Mira la costa. Está desierta –comentó ella, señalando una prístina bahía. Dicen que la isla tiene una playa para cada día del año.

–Quizá podamos explorar en el tiempo libre.

–¿Tiempo libre? –replicó ella, mirándolo con cara de pena–. Tienes mucho que aprender.

Desembarcaron y pasaron la aduana en menos de una hora. Fuera del modesto edificio de la terminal, les estaba esperando una ranchera blanca. Una mujer esbelta y de piel clara les hizo señas con ansiedad y comenzó a acercarse hacia Paula.

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