viernes, 21 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 28

Ella no quería ser una carga para él. Ni podía soportar que la viera solo como una obligación. Queriendo consolarlo, se puso de puntillas y le dió un beso en la mejilla. Pedro se quedó rígido ante el contacto de sus labios.

–¿Esperas que durmamos los dos en la misma cama? –preguntó él con ojos brillantes de deseo.

Ella le limpió una mancha de carmín de la mejilla.

–El colchón es muy grande. ¿Qué tiene de malo?

Fuera, resonaba el sonido de las olas y la risa de una mujer. El aire estaba impregnado de deliciosos aromas. Pedro tomó el rostro de ella entre las manos, bañándola con su cálido aliento.

–Soy un hombre, Paula. Lo que me pides es injusto, si no imposible –afirmó él sin rodeos–. Lo haré porque mido un metro noventa y no puedo aguantar varias noches durmiendo enroscado en un sofá. Pero tienes que prometerme algo.

–¿Qué?

–Tienes que comportarte. Nada de andar por ahí en salto de cama. Ni de coquetear. Nada de contacto físico, más allá del necesario para hacer que esta farsa sea creíble ante los demás.

Paula posó las manos sobre las de él.

–Eres tú quien me está tocando ahora –indicó ella, sin aliento, y se acercó un poco más. Entonces, reparó en lo largas que eran sus pestañas y en esos hermosos ojos, que a veces parecían verdes y, otras, grises como una tarde de lluvia.

–Para tí es algo natural, ¿Verdad? –la acusó él, apretando la mandíbula.

–Nadie te está apuntando con una pistola –se defendió ella, ansiando probar de nuevo sus besos–. Puedes soltarme cuando quieras –añadió. Provocarlo estaba empezando a convertirse en un hábito.

–Maldita seas –murmuró él.

Sus cuerpos se amoldaban el uno al otro a la perfección. Y Pedro la envolvió en un beso feroz, hambriento. ¿Quién iba a decir que el reservado Pedro Alfonso era capaz de unas demostraciones tan apasionadas? El tiempo dejó de existir. Él le tocó los pechos y ella gimió, deseando poder arrancarse el vestido para sentir su contacto piel con piel. La chispa prendió entre ellos, desatando un incendio imposible de extinguir. Sin embargo, Pedro fue capaz de echar el freno. Era un hombre con una fuerza de voluntad extraordinaria, pensó ella, mientras él separaba sus bocas con lentitud.

–No puedes echarme la culpa a mí de este beso –señaló ella, frustrada y embriagada al mismo tiempo.

–Ve a ponerte el maldito bañador –rugió él–. Tal vez el agua nos refresque un poco.

Paula se cambió en el dormitorio principal, mientras él lo hacía en la salita. Al mirarse al espejo, ella se avergonzó. Tenía los pechos hinchados y los pezones erectos por las caricias de él. Sin saber muy bien cómo, una poderosa atracción se había despertado entre ellos, se dijo. E iba a ser difícil de mantener a raya.

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