miércoles, 19 de diciembre de 2018

Rendición: Capítulo 22

–Ya lo veo –refunfuñó él.

Ella lo rodeó con sus brazos, presa del remordimiento.

–Lo siento. Prometí seguir las indicaciones del médico. Y lo haré, lo juro –aseguró ella y, como él no respondía, se puso de puntillas y lo besó.

Los labios de Pedro no se inmutaron.

–¿Me perdonas? –repitió ella, nerviosa por su silencio–. Dí algo –gritó.

–¿Alguien es capaz de negarte algo? –preguntó él, la tomó entre sus brazos y la besó–. Un día –murmuró contra su boca–. Solo ha pasado un día y ya me tienes loco –añadió y deslizó la lengua entre los labios de ella–. Ábrete para mí, Paula.

Ella obedeció al instante y gimió cuando él le mordisqueó el labio. Su cuerpo se derritió y le temblaron las rodillas.

Pedro Alfonso podía parecer un hombre de ciencia, un académico excepcional. Pero, detrás de esa fachada, era un hombre rebosante de virilidad. Estaba excitado y hambriento, dispuesto a darle una lección. El beso no terminaba nunca y Paula estaba cada vez más caliente.

–Pedro –jadeó ella–. Oh, Pedro.

Ignorando su plegaria, él le agarró del trasero, apretándola contra su cuerpo. Ella sintió su dura erección, mientras sus lenguas se entrelazaban con frenesí. Estaban alcanzando el punto de no retorno. Paula, envuelta en los vapores del deseo, se dió cuenta de que debía ser ella quien echara el freno. Por eso, aunque le hubiera gustado dejarse llevar, pensó que era mejor defender su compostura y su decencia.

–No quieres esto –dijo ella, posando la mano en su pecho para apartarlo–. Para. Ahora.

–Claro que no –repuso él, sin soltarla.

Paula supo que convertirse en amante de aquel hombre sería, sin duda, una experiencia inolvidable. Pero él era un hombre íntegro. Y ella lo necesitaba para que la cuidara.

–Déjame, Pedro –pidió ella, tocándole la mejilla con suavidad–. Suéltame.

Él se estremeció y la soltó.

–No sé qué pensar de tí Paula Chaves–señaló él en voz baja y confusa–. ¿Eres una princesita malcriada o una niña ingenua?

Ella tomó aliento y, perpleja, reconoció para sus adentros que ese hombre podía llegarle al corazón. Y hacerle daño.

–¿Y si no soy ninguna de las dos cosas? Las cosas no son blancas o negras. Existe una amplia gama de grises –replicó ella con un nudo en la garganta–. Quizá podemos empezar de cero.

–Hemos llegado demasiado lejos para eso. Pero te he hecho una promesa y pienso cumplirla.

–¿Aunque sea una promiscua caprichosa?

–¿Es lo que eres?

–Parece que eso crees tú. No seré yo quien te saque de tu engaño –se defendió ella y se cruzó de brazos, tiritando–. Es tarde. Voy a volver a la casa. Por favor, no te sientas obligado a verme por la mañana. Creo que es mejor que mantengamos las distancias.

–¿Es eso lo que quieres?

–No siempre podemos tener lo que queremos –respondió ella–. Buenas noches, doctor.

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