lunes, 30 de enero de 2023

Venganza: Capítulo 15

Paula intentó tragar saliva. Estaba tan bloqueada que casi no podía ni respirar. Tenía el corazón acelerado y todavía le ardía la palma de la mano con la que había golpeado a Pedro. Su cerebro funcionaba a cámara lenta, incapaz de procesar toda la información que él le había dado. ¿Su padre había sido el responsable del tráfico de armas y había culpado a Horacio y, más tarde, a Pedro? Y Pedro pensaba que ella formaba parte de aquella conspiración. De repente, se sintió aturdida. Se dijo que, al menos, él no sabía de la existencia de Olivia… Respiró hondo e intentó centrarse en aquello último. Por un momento había pensado que Pedro lo sabía. Y había estado a punto de confesárselo. Pero no, él no sabía que tenía una hija y lo único que quería era hacerle daño a ella. Pensó en cómo se había derretido entre sus brazos y sintió náuseas. Se pasó una mano temblorosa por la frente y pensó que tenía que salir de allí. Tenía que volver a Villa Melina, donde tenía su bolsa de viaje, y después marcharse de la isla y tomar un vuelo de vuelta a Londres. Salió a la terraza y entrecerró los ojos contra la luz del sol.


–¿No tienes nada que decir, Paula? –le preguntó Pedro en tono burlón.


–Solo que tengo que marcharme –respondió ella.


–¿No te vas a disculpar? ¿No me vas a prometer que me compensarás por lo que hiciste?


–No tengo de qué disculparme –le contestó, girándose hacia él–. Tú eres quien debe responsabilizarse de lo que hizo.


–¿No has entendido lo que te he dicho? Yo no tuve nada que ver con el contrabando de armas, ni mi padre tampoco. La única persona responsable de aquella desgracia fue tu padre: Miguel Chaves.


–¡No! –exclamó ella, girándose para darle la espalda.


Lo cierto era que no lo tenía del todo claro.


–Sí, Paula.


–Pero en el juicio… se declaró culpable a Horacio… Y se demostró que tú habías estado implicado.


–Ya te he dicho que todo fue una trampa. Te sorprendería lo que el dinero puede llegar a comprar. Si tu padre siguiese vivo, tendría que pagar por lo que hizo, ahora que yo conozco a las personas adecuadas, porque por aquel entonces era tan ingenuo que pensaba que se iba a hacer justicia.


Paula se tapó la cara con las manos. No quería que aquello fuese verdad, quería poder defender a su padre, pero algo en la mirada de Pedro, en su tono de voz, hacía que le resultase imposible no creerlo.

Venganza: Capítulo 14

 –Deja de fingir, Paula. Lo sé.


–¿El qué?


Si Pedro había tenido alguna duda de su traición, la expresión de culpabilidad del rostro de Paula se la confirmó.


–¿Quieres que te lo explique? Porque si es lo que quieres…


Se alejó un par de pasos de ella y después se giró para volver a mirarla.


–Volvamos a la noche de tu decimoctavo cumpleaños. La noche en que mi padre descubrió que la policía había registrado uno de los barcos y lo había encontrado lleno de armas. Mientras Horacio iba a Villa Melina, a intentar averiguar qué estaba pasando, tu padre te mandó aquí para que me entretuvieses. E hiciste un trabajo magnífico, lo tengo que admitir.


Hizo una pausa, su actitud era condescendiente.


–Miguel debió de sentirse muy orgulloso de tí. Mientras a mi padre le daba un infarto, tú me seducías… Mientras a mi padre se lo llevaban en helicóptero, nosotros nos entregábamos a la pasión. Y, cuando él llegó al hospital, ya era demasiado tarde.


–No, Pedro. No fue así.


–Por supuesto que sí, Paula. Antes de que a mi padre le diese tiempo a enfrentarse al tuyo, a defenderse, le dió un infarto y se murió. Apuesto a que Aristotle no pudo ni creerse la suerte que había tenido.


–Eso… Eso que has dicho es terrible.


–Fue terrible, tienes razón –replicó él–. No solo traficaba con armas, sino que traicionó a su viejo amigo. No podría haber sido mucho más terrible, no.


–¡No es verdad! ¡No te creo! –gritó Paula, angustiada–. Mi padre no tenía nada que ver con el contrabando de armas. Él jamás habría traicionado a Horacio.


–Y supongo que tampoco fue el responsable de que me detuvieran a mí y me encerraran en la cárcel cuatro años y medio, ¿No?


–¡No! Eso tampoco es verdad. ¿Cómo iba a ser posible?


–Muy fácilmente. Tu padre tenía amigos corruptos en las altas esferas. O en las más bajas, dependiendo de cómo se mire.


–¡No! Te lo estás inventando.


–No insultes a mi inteligencia fingiendo que no lo sabías – continuó él, pasándose una mano por el pelo–. Me traicionaste igual que tu padre traicionó al mío. Solo espero que te mereciese la pena.


Paula se dió la vuelta y se tambaleó hacia las puertas abiertas de la terraza. No podía ni mirarlo y a Pedro no le extrañó. Pero todavía no había terminado con ella.


–Así que, ya ves, agape mou, esta es mi venganza. Ahora me toca a mí hacerte ver cómo se siente uno cuando lo utilizan, cuando se aprovechan de él.


Se acercó a ella, apoyó una mano en su hombro y la hizo girarse para mirarla a los ojos.


–Dime, Paula, ¿Cómo te sientes?

Venganza: Capítulo 13

 –Eres un ser despreciable y vil –dijo por fin.


–Sí, sí. Eso y mucho más. Insúltame todo lo que quieras si eso te hace sentir mejor, pero no va a cambiar nada. ¿Y sabes qué es lo peor?


La miró de arriba abajo.


–Que ni siquiera te has resistido. Ha sido tan fácil que casi resulta patético.


Ella se dobló por la mitad, como si la hubiese golpeado en el estómago, y tuvo que apoyarse en el respaldo de una silla. Tomó aire y entonces se incorporó. Lo miró con desprecio y se dió la vuelta para marcharse.


–No tan deprisa –dijo él, interponiéndose en su camino.


–Apártate, por favor.


–No te marcharás hasta que yo no lo diga.


–¿Forma esto parte de tu plan? ¿Vas a retenerme en contra de mi voluntad? ¿Todo para demostrarme que te has convertido en un canalla?


–¿Y si lo hiciera? –le preguntó él–. Ambos sabemos lo que pasaría. Que no querrías separarte de mí, Paula. Puedes fingir sentirte indignada e incluso resistirte por dignidad, pero en realidad bastaría con que chasquease los dedos para que fueses mía. Para que me suplicases que te hiciese el amor. Mira cómo acabas de comportarte. Es lamentable. Deberías darme pena.


Zas. La mano de Paula aterrizó con fuerza en su mandíbula. Lo había visto venir y podía haberlo evitado. Después de tanto tiempo rodeado de criminales, su instinto se había aguzado y había aprendido a anticipar situaciones antes de que ocurrieran. Siempre había sido rápido, pero en esos momentos lo era como el rayo. Y, no obstante, había permitido que ocurriera, había querido que aquella reacción tan primaria le demostrase que estaba vivo. Y la bofetada había hecho que se le acelerase el corazón. Paula Chaves, la joven a la que no había podido olvidar, cuya traición lo había consumido durante los últimos años. En esos momentos la tenía donde quería tenerla. La estudió con la mirada y pensó que debía sentirse triunfante, vengado, pero no fue así. Lo único que sentía era la abrumadora necesidad de poseer su cuerpo otra vez. Solo podía pensar en lo bella que era. Se quedó en silencio, a la espera del siguiente movimiento de Paula. La vió bajar la mano y la mirada, y que el labio inferior empezaba a temblarle.


–¿Recurres a la violencia, Paula? –se burló él–. Jamás lo habría imaginado de ti.


–No te mereces otra cosa.


–Tal vez no, pero, si vamos a ser sinceros, quizás deberías mirarte a tí misma.


–¿Qué quieres decir?

Venganza: Capítulo 12

Apoyó las manos contra la pared y atrapó a Paula entre sus brazos mientras intentaba recuperar la respiración. La miró y se dió cuenta de que temblaba mientras intentaba bajarse el vestido para fingir que no había ocurrido nada. Pero sí que había ocurrido, Pedro había puesto en marcha su venganza. Y todo había salido como él había planeado. Pero lo cierto era que no se sentía satisfecho. No sabía por qué, pero aquello no era suficiente. El sexo había sido tan estupendo como la primera vez, seguramente por la química y la conexión que había entre ambos. Y pensó que podía volver a hacerla suya una y otra vez. De hecho, podía retenerla allí y utilizarla hasta saciarse. Al fin y al cabo, Paula se lo merecía. Casi estaba convencido de que era buena idea cuando se miró y pensó que era un hombre de treinta y un años, con los pantalones a la altura de los tobillos, y que deseaba tanto a una mujer que estaba a punto de perder el control. Pensó que tal vez debiese dar un paso atrás y reexaminar sus motivos. Cuanto antes. Bajó los brazos, se quitó el preservativo, se vistió y se dió la vuelta.


–¿Ahora quieres beber algo? –preguntó sin mirarla, por miedo a lo que podría ver en sus ojos.


Antes, necesitaba otra copa.


–Pedro… –susurró ella.


Él se giró con dos copas de whisky en las manos y vio confusión en los ojos verdes de Paula, confusión y dolor, y algo que no quería reconocer, y mucho menos analizar. Había hecho que ella se sintiese mal, pero ¿Acaso no había sido esa su intención? Se negó a sentirse culpable. Le dio la copa y vió que la tomaba con mano temblorosa y le daba un sorbo. El whisky pareció sentarle bien.


–Dime, Paula.


–¿Qué te ha pasado?


–Veamos… –empezó él–. Mentiras, traición, engaños, la muerte de mi padre y, ah, sí, cuatro años y medio pudriéndome en la cárcel en Atenas.


–Ya no te conozco, Pedro –dijo ella, sacudiendo la cabeza.


–¿No? Pues ya somos dos. ¿Y aun así me dejas que te haga mía contra una pared? ¿Por qué?


–No… No lo sé.


–Y, no obstante, te has puesto a temblar en cuanto te he tocado y has gritado mi nombre –continuó él, sintiéndose mejor–. Y eso que todavía estás vestida de negro y acabas de enterrar a tu padre. No creo que sea un comportamiento adecuado.


–No lo es. No tenía que haber ocurrido. Y créeme que lo lamento.


–Seguro que sí, pero eso no significa que no vaya a volver a ocurrir –respondió Pedro, acercándose de nuevo–. Porque los dos sabemos, Paula, que puedo tenerte cuando quiera, y donde quiera.


Vió su gesto de dolor y le gustó.


–¿Así que de eso se trata? –inquirió ella, enfadada de repente–. ¿Solo querías demostrarme que puedes tener sexo conmigo cuando quieras?


–Más o menos.


Ella separó los labios, pero tardó en responder.

Venganza: Capítulo 11

Volvían a estar allí otra vez. Y Paula se dió cuenta, horrorizada, de que la atracción seguía siendo igual de fuerte, que seguía deseándolo tanto como aquella noche de junio, a pesar de saber lo que había hecho, de saber en qué clase de hombre se había convertido. Pedro ya no era el chico cariñoso y divertido del que se había enamorado. Su mirada era cruel y seria. Y, no obstante, lo seguía deseando.


–Por supuesto que me acuerdo –respondió, intentando recuperar el control de la situación–, pero no voy a volver a cometer el mismo error.


–Entonces, ¿Fue un error? Interesante…


–Sí, lo fue –dijo ella, sintiendo calor en las mejillas.


–Pues a mí no me lo pareció. A mí me pareció que lo tenías todo muy bien planeado.


–¿A qué te refieres? –susurró Paula.


–A que ahora me toca a mí seducirte –le contestó él, acercándose e inclinando la cabeza hacia sus labios.


–No, Pedro, ¡No seas ridículo! –exclamó ella, intentando apartarse.


–Y tengo que admitir que lo estoy deseando.


Entonces la besó, hundió los dedos en su pelo y Paula no pudo escapar. Fue un beso intenso, urgente, despiadado. E imposible de resistir. Porque, a pesar de todo, ella sintió que se derretía entre sus brazos. Sintió que la hacía retroceder y notó la pared en la espalda y se dió cuenta de que no podía escapar. Sus miradas se encontraron un instante, pero entonces él la volvió a besar y ella se dejó llevar por el deseo que se había adueñado de todo su cuerpo. Pedro le agarró la pierna y se la puso alrededor de la cintura, le acarició el muslo y apartó la ropa interior con impaciencia para sentir su calor. La hizo estremecerse de placer. Él se apartó, dejó caer su pierna y buscó en el bolsillo de la chaqueta un preservativo, cuyo envoltorio rasgó con los dientes al mismo tiempo que se quitaba la chaqueta, se desabrochaba los pantalones y los dejaba caer al suelo. Hizo lo mismo con los calzoncillos y se puso el preservativo. Entonces volvió a ella, la levantó del suelo porque supo que lo abrazaría con las piernas por la cintura, y volvió a apartarle las braguitas, pero no para acariciarla con los dedos, sino con la punta de la erección. Y entonces, la penetró. Paula no pudo pensar en nada más, el momento de placer se transformó en ansias de más, y se lo pidió sin palabras. Le pidió que la llevase a ese lugar al que se había temido no volver jamás. Y Pedro obedeció. Sus cuerpos golpearon la pared hasta que ella sintió que no podía más, y entonces gritó su nombre y se estremeció contra él. Notó que Pedro se ponía tenso y gemía contra la maraña de su pelo.

miércoles, 25 de enero de 2023

Venganza: Capítulo 10

Había sido el día de su decimoctavo cumpleaños, una bonita noche de junio, después de que hubiese terminado los exámenes y se hubiese marchado por fin del internado que tanto había detestado. Había ido a pasar unas semanas bajo el sol de Grecia antes de volver al Reino Unido, donde empezaría la universidad. Le había gustado la idea de la fiesta, aunque su padre hubiese invitado a sus propios amigos. Él la había animado a invitar a sus amigos ingleses y se había ofrecido a pagarles el billete de avión. Aunque lo cierto era que Paula no había tenido muchos amigos, y no había querido espantar a esos pocos presentándoles a su padre. Porque siempre se había avergonzado de él, de sus excesos con el alcohol, de las copiosas comidas que pedía todas las noches, de su carácter. No obstante, había querido ver a una persona: A Pedro. Y por eso había intentado domar su melena pelirroja, se había puesto pintalabios y máscara de pestañas, y un vestido verde esmeralda que le sentaba muy bien. Y, para terminar el conjunto, unas sandalias doradas de tacón. Pero él no se había presentado. Había sido su padre, Horacio, el que había llegado a la casa con la fiesta ya empezada, aparentemente enfadado, pidiéndole a Miguel que entrasen al interior a hablar en privado. No había podido ni preguntarle qué había sido de Pedro. Al final, había decidido tomar las riendas de la situación. Había tomado prestado el coche de Horacio, que había dejado las llaves puestas, y se había presentado en Villa Ana con una sonrisa, y una botella de champán en la mano. Allí se había encontrado con Pedro, que parecía nervioso, agitado.


–¡Pau! ¿Qué haces aquí?


–He venido a verte. Es mi cumpleaños, por si se te había olvidado.


–No, no se me ha olvidado. Muchas felicidades –le había respondido él, de modo menos cariñoso de lo habitual–. ¿Has visto a mi padre?


–Sí, está en mi fiesta. Donde también deberías estar tú. Me lo habías prometido, Pedro.


–¿Y lo has visto bien?


–Sí, ¿Por qué?


–Porque se ha marchado de aquí con muchas prisas y no ha querido decirme qué pasaba.


–Pues a mí me ha parecido que estaba bien. Se ha quedado hablando con mi padre. Y me ha dicho que viniese a buscarte.


–¿Te ha dado las llaves de su coche? –le había preguntado Pedro, claramente sorprendido.


Pero ella había pensado que no estaba allí para hablar de Horacio. Y se había dado cuenta del verdadero motivo por el que estaba allí. Porque quería que Pedro le hiciese el amor. Todavía recordaba el gesto de sorpresa de él cuando se había acercado y le había echado los brazos al cuello, sin soltar la botella de champán, y se había pegado contra su espalda. Él se había reído y le había dicho que no hiciese tonterías, que había bebido demasiado, pero, al girarse y mirarla a los ojos, había entendido lo que ocurría. Se había dado cuenta de que ya no era una niña. De que sabía lo que estaba haciendo. Y que lo deseaba. Aun así, se había resistido, pero Paula había apretado su cuerpo contra el de él. Había dejado la botella de champán y había hundido las manos en su pelo para acercarlo más. Y, cuando lo había besado, él había reaccionado con pasión y la había llevado hasta el sofá, donde ya no había habido marcha atrás.

Venganza: Capítulo 9

La serpenteante carretera se alejó de Villa Melina, la casa de su familia, y continuó hacia el este, en dirección a Villa Ana, la casa de Pedro y su padre, el fallecido Horacio. Era una carretera que conocía bien porque la había recorrido de niña muchas veces en bicicleta, para ir a ver a Pedro y a su padre, que siempre había sido muy amable con ella, mucho más agradable que su propio padre y sus aburridos hermanastros, con los que no había tenido absolutamente nada en común. Hasta entonces, no había prestado atención a los nombres de las casas. Melina era el nombre de la primera esposa de Miguel y Ana, el de la madre de Pedro. Ella no había conocido a ninguna de las dos. Tampoco había sabido que la isla les pertenecía. Esa información solo la había tenido Pedro, quien, evidentemente, la había utilizado para quedarse con la isla entera y vengarse así de los Chaves. No tenía ni idea de lo que le había ocurrido al Pedro que ella había conocido… Pedro salió de la carretera y tomó el camino de tierra que llevaba a Villa Ana para detenerse poco después delante de la puerta. Desmontó y le tendió la mano a Paula, pero no lo hizo de modo caballeroso, sino más bien brusco. Después la empujó hacia la entrada, sacó una llave y abrió la puerta. Y a ella le sorprendió el gesto, porque en la isla nadie se molestaba en cerrar las puertas con llave. El interior de la casa seguía siendo tal y como ella recordaba. Incluso el olor le resultó familiar, cosa que la reconfortó y la inquietó a partes iguales. Siguió a Pedro hasta el gran salón, que estaba a oscuras, en silencio. Él se acercó a abrir las persianas, dejando entrar la luz del sol. Paula parpadeó. Ante ellos aparecieron las increíbles vistas del mar Egeo, pero ella solo podía pensar en el sofá. El sofá en el que Olivia había sido engendrada.


–¿Quieres beber algo? –preguntó Pedro, tomando un par de copas de un mueble y una botella de whisky.


–No, gracias.


–¿Te importa que lo haga yo?


Se sirvió una generosa cantidad, se la bebió de un trago, y repitió la operación. Paula apartó la vista de él y recorrió la habitación, que tenía las paredes decoradas con coloridos cuadros y muebles rústicos, de madera. Siempre le había encantado aquella casa, mucho más que la de su propia familia, que estaba amueblada de manera mucho más lujosa, ya que Miguel siempre había querido impresionar con ella a sus sucesivas conquistas. Villa Ana era más modesta, más tradicionalmente griega, con las paredes altas y la carpintería exterior pintada de color azul mediterráneo. Al mismo tiempo, contaba con todas las comodidades necesarias, tenía una enorme cocina bien equipada, una preciosa piscina, cinco dormitorios, gimnasio y biblioteca. E incluso un helipuerto donde Paula había visto que esperaba el helicóptero en el que, al parecer, debía de haber llegado Pedro.


–Bueno, ¿De qué querías hablarme? –preguntó, girándose hacia él.


–Eso puede esperar. Ahora mismo lo que quiero es que me beses como me besaste la última vez que estuviste aquí, agapi mou. ¿Te acuerdas?


Paula sintió que se mareaba. Pedro le había puesto la mano en la nuca… Su cálido aliento, con olor a whisky, la acarició. Por supuesto que se acordaba, perfectamente. Llevaba cinco años reviviéndolo.

Venganza: Capítulo 8

Paula lo fulminó con la mirada, pero no se movió. Su orgullo le impidió darle esa satisfacción. Y eso aumentó la admiración que Pedro sentía por ella. Allí sentada, parecía una diosa, con la espalda recta y el pelo cayéndole sobre los hombros. El velo negro, por su parte, había ido a parar al suelo.


–Rafael… Y Juana todavía están en la isla. Siguen viviendo en Villa Melina.


Pedro respondió con la mirada.


–Mira… –añadió ella, cambiando de táctica–. No entiendo por qué haces esto.


–Te encantaba montar en moto, Pau. ¿Ya no te acuerdas? –comentó él–. Siempre me perseguías para que te diese una vuelta.


–Me parece que ambos hemos crecido desde entonces – replicó ella–. O, al menos, yo lo he hecho.


–En eso no te voy a contradecir –dijo Pedro riéndose–. Creo recordar que la última vez que nos vimos realizamos juntos una actividad de adultos.


Ella volvió a ruborizarse, como si el recuerdo de aquello le diese vergüenza.


–Pero es algo que no se va a repetir –le advirtió–. Te lo aseguro. Por mucho que me amenaces.


–No es una amenaza, Paula, sino más bien una promesa.


–Eres un arrogante, Pedro. Mi promesa es esta: Lo que ocurrió entre ambos no se volverá a repetir.


–¿Estás segura?


–Sí.


–En ese caso, no te pasará nada por venir a casa conmigo un par de horas, ¿no? Salvo que no confíes en tí misma.


–En quien no confío es en tí, Pedro.


–Ah, claro, se me había vuelto a olvidar que aquí el malo de la película soy yo.


–¡Por supuesto que sí! –exclamó ella.


Y él tuvo que admitir que sus dotes de actriz habían mejorado con los años.


–En ese caso, permite que te tranquilice. No ocurrirá nada que tú no quieras que ocurra.


No estaba seguro de poder controlarse, pero tuvo que admitir que su plan inicial había sido embaucarla y hacer que se enamorase de él, como había hecho Paula tiempo atrás. La miró y supo que caería rendida a sus pies. Pasó una pierna por encima del asiento de la moto, la arrancó y notó cómo vibraba bajo su cuerpo.


–Si fuese tú, me agarraría –le dijo a Paula por encima del hombro.


Y, dicho aquello, salió hacia la carretera. Paula tuvo que agarrar a Pedro por la cintura mientras se alejaban a toda velocidad del cementerio y tomaban la carretera que bordeaba la costa. Supo que él estaba conduciendo deprisa a propósito, para asustarla, para hacerla gritar, pero ya no era una niña de nueve años y no iba a darle la satisfacción de comportarse como tal. De hecho, en cuanto llegasen a la casa iba a dejarle claro que no iba a permitir que la amedrentase. Clavó la vista en el brillante mar y supo que, de todos modos, no era miedo lo que sentía, sino emoción. Se sentía viva y le encantaba estar de vuelta en Thalassa. Se dió cuenta en ese momento de lo mucho que lo había echado de menos. Cambió ligeramente de postura y notó cómo el cuerpo de Pedro respondía. Sintió el calor de su espalda en el pecho, los músculos de su abdomen contrayéndose. Y le gustó. La isla no era lo único que había echado de menos. Debía tener mucho cuidado.

Venganza: Capítulo 7

Pedro vió temor en el rostro de Paula. Pensó que todavía era más bella de lo que recordaba. Sus facciones habían cambiado ligeramente con el tiempo, pero todavía tenía la nariz respingona salpicada de pecas y la boca… La boca era tal y como la recordaba, generosa y deliciosamente rosa, incluso en esos momentos, en los que intentaba desafiarlo con una mueca. No comprendía cómo era posible que Miguel hubiese engendrado una criatura tan exquisita. Era evidente que Paula se parecía a su madre, Alejandra, que había sido actriz y modelo. Aunque no hubiese heredado la altura de su madre y tuviese muchas más curvas que ella. Él deseó aferrarse a sus caderas. Alargó la mano y tomó la suya.


–Ven.


Y tiró de ella para sacarla de allí, consciente de que se estaba comportando como un cavernícola.


–Pedro, para.


Él se sintió todavía más decidido a llevarla con él, a su casa y a su cama. Había esperado demasiado tiempo aquel momento.


–Pedro, ¡Suéltame!


«De eso nada». Las protestas de Paula solo sirvieron para aumentar su determinación de llevársela a casa, a la cama. Había esperado demasiado tiempo aquel momento y no iba a permitir que nada se interpusiese en su camino.


–Pedro, ¡Para, déjame!


Habían llegado a la pequeña arboleda que había detrás de la vieja capilla, donde había dejado estacionada la moto. Colocó a Paula entre esta y su cuerpo y entonces le soltó la mano. Ella lo fulminó con la mirada.


–¿Se puede saber a qué estás jugando?


–No estoy jugando, Paula. No es un juego.


–Entonces, ¿Qué es? ¿Qué intentas demostrar? ¿Por qué te estás comportando de un modo tan horrible, como un matón?


-Tal vez me haya convertido en eso –respondió él–. Quizás sea lo que le ocurre a un hombre después de cuatro años y medio en la cárcel.


Paula apretó los labios.


–No entiendo por qué has salido ya. Te sentenciaron a ocho años.


–Por buen comportamiento –admitió Pedro en tono frío–. Ya ves, he sido un buen chico. Espero que no te moleste que me hayan soltado antes de tiempo.


–No. De hecho, me da exactamente igual dónde estés… O lo que hagas.


–Bien. En ese caso, sube a la moto. Vamos a Villa Ana.


–Yo no voy a ir a ninguna parte contigo.


–Vaya, y yo que tenía la esperanza de no tener que hacer esto por las malas.


La agarró por la cintura y la levantó en volandas para sentarla en la moto. Se le subió la falda, dejando al descubierto sus muslos, y su pecho subió y bajó con fuerza a causa de la indignación. Pedro intentó contener el deseo.


–Si no me bajas de aquí ahora mismo, voy a gritar.


–Hazlo si quieres. Eso no cambiará nada. Tus queridos hermanos y el resto de almas en pena están ya en el barco. Nadie te oirá.

Venganza: Capítulo 6

 –No te tengo miedo, Alfonso –dijo–. Y te lo demostraré si quieres.


–¿No habían dicho que teníamos que tomar un barco? – replicó Pedro con indiferencia.


Marcos dió un paso hacia él, pero Lucas lo sujetó del brazo.


–¡Esto no va a quedar así, Alfonso! –lo amenazó Marcos a gritos mientras su hermano tiraba de él–. Vas a pagar por esto.


Paula observó sorprendida cómo sus hermanastros desaparecían. Había pensado que sus hermanos iban a quedarse un par de noches en la isla a revisar los papeles de su padre y resolver sus asuntos pendientes, pero era evidente que eso no iba a ocurrir. Tampoco les había importado dejarla a solas con Pedro. Se dió cuenta entonces de que seguía teniendo el lirio blanco en la mano y, acercándose a la tumba, lo dejó caer mientras se despedía en silencio de su padre. Se le hizo un nudo en la garganta. No solo se despedía de su padre, sino también de Thalassa, de su niñez, de su ascendencia griega. Aquel era el final de una era. Se giró para marcharse inmediatamente y chocó contra el fuerte pecho de Pedro. Se agarró al bolso que llevaba colgado del hombro y dijo:


–Si me perdonas, tengo que marcharme.


–¿Marcharte? ¿Adónde exactamente?


–Marcharme de la isla con los demás. No tiene sentido que me quede aquí más tiempo.


–Por supuesto que sí, agape, no te vas a ir a ninguna parte – la contradijo Pedro, agarrándola por la muñeca y llevándosela al pecho.


Paula sintió pánico, pero, extrañamente, no fue una sensación completamente desagradable.


–¿Qué quieres decir?


–Lo que he dicho. Que tú y yo tenemos cosas de las que hablar. Y que no te vas a marchar de Thalassa hasta que no lo hayamos hecho.


–¿Me vas a retener por la fuerza?


–Si es necesario, sí.


–No seas ridículo.


Intentó mostrarse fuerte y dura. Clavó la vista en la muñeca que Pedro le estaba agarrando y no la apartó hasta que él no la hubo soltado.


–¿Y de qué tenemos que hablar? Que yo sepa, no tenemos ningún tema pendiente –mintió.


–No me digas que se te ha olvidado, Paula. Porque yo todavía me acuerdo –le contestó él con la mirada brillante–. Digamos que la imagen de tu cuerpo medio desnudo en mi sofá, de tus piernas alrededor de mi cintura, me ha acompañado todos estos años. Tal vez demasiado. Supongo que es lo que ocurre cuando estás en la cárcel. Uno se tiene que conformar con lo que tiene.


Pau se ruborizó y dió gracias de llevar puesto el velo negro que ocultaba parcialmente su rostro. Al menos hasta que Pedro lo retiró suavemente. Por un instante, Paula pensó que iba a besarla como si fuese una novia.


–Así está mucho mejor.


La miró mientras ella contenía la respiración.


–Se me había olvidado lo bella que eres, Paula.


Ella respiró por fin con un gemido. Lo último que había esperado era un cumplido.


–No sabes cuánto deseo que retomemos nuestra relación. Llevo esperándolo casi cinco años.


Ella se puso tensa.


–Si piensas que voy a volver a acostarme contigo, Pedro, estás muy equivocado.


–No hace falta que nos metamos en una cama, podemos hacerlo en el sofá, contra la pared, o aquí mismo, frente a la tumba de tu padre. Me da igual. Te deseo, Paula. Y te advierto que siempre consigo lo que quiero.

lunes, 23 de enero de 2023

Venganza: Capítulo 5

 –Los barcos están esperando para llevarse a todo el mundo de la isla –continuó Lucas, secándose el sudor de la frente–. Y tú deberías subirte a uno de ellos, si sabes lo que te conviene.


Pedro dejó escapar una carcajada.


–Qué gracioso, lo mismo estaba pensando yo de tí.


–Trajiste la ruina y la desgracia a nuestra familia, Alfonso, pero mi padre consiguió proteger sus propiedades en Thalassa. Media isla sigue siendo tuya, pero no por mucho tiempo.


–¿No?


–No. Vamos a pedir que nos la entregues como compensación por haber arruinado a nuestra familia. Nuestros abogados confían en que vamos a ganar el caso.


–¿Vamos? ¿Quiénes?


–Mi hermano y yo. Y, por supuesto, Paula.


Al oír aquello, Pedro bajó la mano de su cintura y se giró a mirarla como si le causase repugnancia. Ella no sabía de qué estaba hablando Lucas. No había dado su aprobación para nada. No quería saber nada de Thalassa, ni de nada que pudiese heredar de Miguel tras su muerte. Y no tenía intención de denunciar a Pedro para conseguir su parte.


–Pues buena suerte –dijo él con el ceño fruncido, dándose la vuelta.


Pero entonces volvió a girarse y miró a Lucas fijamente.


–O no. Porque quiero que sepan, los dos, que la isla de Thalassa me pertenece. Entera.


–¿Nos tomas por tontos, Alfonso? –preguntó Marcos, que se había acercado a ellos.


Pedro se limitó a apretar los labios.


–Es evidente que estás mintiendo.


–Me temo que no –respondió por fin–. Lo que me sorprende es que sus abogados no se lo hayan comunicado. Hace tiempo que adquirí la parte que su padre tenía de la isla.


El gesto de Marcos se descompuso, pero fue Lucas quien habló.


–Eso no puede ser cierto. Miguel jamás te la habría vendido a tí.


–No hizo falta. Cuando tanto él como mi padre compraron la isla, la pusieron a nombre de sus esposas. Un gesto enternecedor, ¿No? ¿O estoy siendo ingenuo? Tal vez lo hicieron solo para evitar impuestos. En cualquier caso, a mí me vino muy bien. Como es evidente, heredé mi mitad a la muerte de mi madre, que en paz descanse. Y para conseguir la mitad de Miguel solo tuve que encontrar a su primera esposa y hacerle una oferta que no pudiese rechazar. No saben lo agradecida que se sintió, sobre todo, porque ni siquiera sabía que fuese la propietaria.


–Pero si has estado en la cárcel…


–Los sorprendería lo fácil que es hacer contactos ahí dentro. En estos momentos conozco a las personas adecuadas para hacer cualquier trabajo. Sea cual sea.


Lucas palideció visiblemente. Desesperado, se giró hacia Paula, que se limitó a encogerse de hombros. Le daba igual de quién fuese la isla. Solo quería marcharse de allí lo antes posible. Mientras tanto, Marcos, que siempre había sido impulsivo, había levantado los puños.

Venganza: Capítulo 4

 –Te agradecería que no hablases de mi padre en esos términos.


Se apartó de Pedro y añadió:


–Es una falta de respeto, es insultante. Y, además, no creo que estés en una buena posición para juzgar a nadie.


–¿Yo, Paula? –le preguntó Pedro, arqueando las cejas–. ¿Y por qué no?


–Lo sabes muy bien.


–Ah, sí. El terrible crimen que cometí. De eso precisamente querría hablar contigo.


–No tenemos nada de qué hablar.


Si Pedro descubría que tenía una hija, solo Dios sabía cómo podría reaccionar. Y a Paula le aterraba la idea. En realidad, ella nunca había pretendido mantener la existencia de Olivia en secreto. Al menos, al principio. En realidad, no se había enterado de que estaba embarazada hasta el quinto mes. No había pensado que fuese posible quedarse embarazada la primera vez. Había pensado que las náuseas y el cansancio, la falta de menstruación, se debían al estrés. Al estrés causado por la repentina muerte de Horacio, amigo y socio de su padre, por el escándalo que había hecho que se hundiese la empresa de ambos. Y, finalmente, por el repugnante descubrimiento de que Pedro estaba implicado en ello. Para cuando había querido ir al médico, él ya estaba esperando el juicio. Y el mismo día que ella se había puesto de parto, un mes antes de lo previsto, sola y asustada, a él lo habían declarado culpable y lo habían sentenciado a ocho años de cárcel. Aquel mismo día, Paula había decidido que esperaría a que Pedro estuviese en libertad para contarle que tenía una hija. Ocho años le habían parecido una eternidad. Tiempo suficiente para que Olivia y ella se construyesen una vida en el Reino Unido, se convirtiesen en un equipo fuerte y unido. Así que había mantenido el secreto. No se lo había contado a nadie, ni a su propio padre, por miedo a que él se lo contase a toda la familia y la noticia llegase a oídos de Pedro. Aunque, en realidad, el motivo por el que no había querido que su padre lo supiese era otro. No había querido que Olivia tuviese ninguna relación con él. Sabía que su padre habría intentado tomar el control de la situación, de ella y de su nieta. Habría intentado manipularlas, doblegarlas, utilizarlas. Para evitarlo, la única solución había sido ocultarle la existencia de Olivia. Miguel ya no sabría jamás que había tenido una nieta, pero Pedro… Tenía derecho a saber que era padre. Pero todavía no era el momento. Ella necesitaba prepararse, y preparar a Olivia.


–Pedro, la gente se está marchando –dijo Lucas, intentando llamar su atención sin acercarse demasiado–. Y quieren despedirse antes.


–¿Tan pronto? –preguntó Pedro en tono burlón–. ¿Nadie se va a quedar a brindar por la vida del gran hombre?

Venganza: Capítulo 3

Paula sintió que el suelo se movía bajo sus pies y la imagen del ataúd en el que estaba su padre se volvió borrosa. «No, por favor, no». Pedro, no. Allí, en ese momento, no. Pero no le cabía la menor duda de que estaba allí. Sus hombros parecían más anchos de lo que ella recordaba, su torso más fuerte, más imponente. Estaba de brazos cruzados, con los pies plantados con firmeza en el suelo, indicando claramente que no iba a marcharse a ninguna parte. No era posible que aquello estuviese ocurriendo. Pedro Alfonso estaba en la cárcel, todo el mundo lo sabía. Lo habían condenado por su papel en el negocio de contrabando de su padre, Horacio, que también había sido socio de su propio padre. Paula sintió náuseas solo de pensar en lo ocurrido, en que el negocio de transporte marítimo de su padre se hubiese hundido por culpa de aquello, en cómo su familia se había arruinado. Con solo veintitrés años, había vivido en la opulencia y también había pasado por muchas dificultades. Y en esos momentos tenía claro qué era lo que prefería. Aquel era el motivo por el que, cinco años antes, se había marchado y había decidido apartarse del negocio familiar, de los tejemanejes de sus hermanos. De los ataques de ira de su padre, de sus depresiones bañadas en alcohol. Pensó en su hija y se puso a temblar. Se dijo que Olivia estaba bien, sana y salva en casa, en Londres, probablemente jugando con la pobre Florencia, amiga de Paula y compañera de sus estudios de enfermería, que iba a cuidar de la pequeña hasta que ella regresase. Solo iba a quedarse allí el tiempo estrictamente necesario, como mucho un par de días, para firmar los documentos que tuviese que firmar. Después, se marcharía de aquella isla para siempre. Pero, de repente, le corría más prisa alejarse de Pedro Alfonso que de la isla. La ceremonia casi había terminado. El pope los estaba invitando a unirse a él en una última oración antes de que cubriesen el ataúd de tierra. Ella se estremeció.


–¿No tendrás frío? –le preguntó él, agarrándola del codo–. ¿O ha sido una conmovedora muestra de dolor?


Hablaba inglés perfectamente, aunque Paual también lo habría entendido en griego. Pedro la hizo girarse hacia él y añadió:


–Si es así, estoy seguro de que no es necesario que te diga que no tiene ningún fundamento.


–Pedro, por favor… –respondió ella, preparándose para mirarlo a los ojos y notando que se le doblaban las rodillas.


Los rizos oscuros habían desaparecido, llevaba el pelo muy corto, lo que endurecía sus bonitas facciones y acentuaba la curva de su dura mandíbula y los ángulos de sus mejillas, pero su mirada seguía siendo la misma: marrón oscura, casi negra, y sobrecogedoramente intensa.


–He venido a enterrar a mi padre, no a escuchar tus insultos.


–Oh, créeme, agapi mou, con respecto a los insultos, no sabría por dónde empezar. Tardaría toda una vida, o más, en expresar la repugnancia que me causaba ese hombre.


Paula tragó saliva. Su padre había tenido defectos, sin duda. Había tratado muy mal a su madre y le había sido infiel muchas veces, lo que había ido haciendo mella en ella, que al final había terminado con una sobredosis. Y ella jamás se lo perdonaría. Pero, no obstante, había sido su padre y por eso había ido a Thalassa por última vez. A despedirlo. Y, tal vez, a enterrar también los demonios del pasado. Lo que no había sabido era que el mayor de aquellos demonios estaría también allí, agarrándola por la cintura en esos momentos.

Venganza: Capítulo 2

El gesto de Paula al verlo había sido de pánico, sus ojos verdes lo habían mirado con temor. En esos momentos los tenía clavados en el suelo e intentaba esconderse en el velo de encaje negro que también cubría su maravilloso pelo rojizo, como si así pudiese desaparecer. Pero eso era imposible. «Mírame, Paula». Deseó que lo mirase a los ojos. Quería ver culpabilidad en ellos, y vergüenza. Aunque había una parte de él, muy pequeña, que todavía tenía la esperanza de haberse equivocado. No obstante, la mirada de Paula estaba clavada en la tumba, como si quisiera meterse en ella también, pero no iba a escapar. Tal vez Miguel hubiese fallecido antes de que Pedro hubiera podido vengarse de él, pero Paula estaba allí. La venganza sería muy distinta, pero igual de placentera.


Pedro la estudió con la mirada. Había creído conocerla bien, pero se había equivocado. Se habían hecho amigos con los años, o eso había pensado él, cuando pasaban los veranos en la isla de Thalassa, mientras sus padres, juntos, conseguían su primer millón con C&A Shipping, símbolo de su éxito y de su amistad. Él, que tenía ocho años más que ella, pensó en la niña cuyos padres se habían divorciado poco después de que ella dejase de usar pañales. Su madre, una neurótica, se había llevado a la niña a vivir a Inglaterra, pero la había enviado los veranos a Thalassa. Y la pequeña Paula se había dedicado a ir detrás de sus hermanastros por la enorme finca de los Chaves. Y también lo había buscado a él. Había ido a la parte de la isla que pertenecía a su familia, se había colado en su barco cuando salían a pescar, o se había encaramado a las rocas para verlo zambullirse en las cristalinas aguas del mar. Más tarde se había convertido en una torpe adolescente. Ya sin madre, la habían mandado a un internado, pero había seguido pasando los veranos en Thalassa. Por aquel entonces, ya no había mostrado ningún interés en sus hermanastros, ni en Pedro. Y, con dieciocho años, Pau, en esos momentos Paula, se había transformado en una joven muy bella, que lo había tentado para que se la llevase a la cama. Salvo que no habían llegado a la cama y lo habían hecho en el sofá del salón. Había sabido que aquello estaba mal, por supuesto, pero no había podido resistirse. El hecho de que Pau coquetease con él lo había sorprendido, se había sentido halagado de que quisiese entregarle su virginidad. Paula lo había embaucado. Y se lo iba a hacer pagar.

Venganza: Capítulo 1

 -No queremos problemas, Alfonso.


Pedro apartó la mano que el otro hombre había apoyado en la manga de su traje oscuro y lo miró con frialdad.


–¿Problemas? –repitió, clavando la vista en el rostro sudoroso de Lucas, que intentaba sin éxito plantarle cara–. ¿Y qué te hace pensar que he venido a causaros problemas?


–Mira, Alfonso –le respondió el otro hombre, dando un paso atrás–, lo único que quiero decir es que es el entierro de mi padre. Solo te pido respeto.


–Ah, sí, respeto –susurró él–. Me alegro de que me lo recuerdes. Supongo que ese es el motivo por el que hay tantas personas presentes. Tantas personas deseosas de presentarle sus respetos a un gran hombre.


–No es más que un entierro íntimo, familiar –insistió Lucas, evitando su mirada–. Y tu presencia no es bienvenida, Pedro.


–¿No? –inquirió él–. Pues qué pena.


En realidad, Pedro tampoco quería estar allí. No había deseado que aquel hombre muriese tan pronto, había querido vengarse del hombre por el que había fallecido su padre y que había hecho que él fuese a la cárcel por un delito que no había cometido. Cuatro años y medio. Ese era el tiempo que había pasado en una de las cárceles más duras de Atenas, rodeado de lo peor de la sociedad. Había tenido mucho tiempo para pensar en la traición que lo había llevado allí y que, todavía peor, había terminado con la vida de su padre. Cuatro años y medio que lo habían convertido en un hombre duro y frío, lleno de odio. Cuatro años y medio durante los cuales había planeado la venganza. Y todo, para nada. Porque el objeto de su odio, Miguel Chaves, había muerto el mismo día que él había salido de la cárcel.


Pedro observó cómo bajaban el ataúd a la tierra mientras el pope despedía el cuerpo y después pasó la vista por las personas presentes solo para hacer que se sintiesen incómodas. A su lado, Lucas Chaves se movió nervioso. Era hijo del segundo matrimonio de Miguel y Pedro no tenía ningún interés en él. También estaba allí su hermano, Marcos, que lo miraba con el ceño fruncido desde el otro lado de la tumba. Un par de socios de Miguel, su abogado, y una de sus amigas. A un lado, algo apartados, Rafael y Juana, dos fieles empleados de Miguel, que habían trabajado siempre para él. Un grupo extraño de individuos rotos, desechos de la vida de Chaves, reunidos bajo el justiciero sol de mediodía de aquella bella isla griega, para enterrar al hombre que, sin duda, les había arruinado la vida a todos, de un modo u otro. A él no le importaba ninguno. Bueno, sí. Por fin posó la mirada en ella, en la joven con la cabeza ligeramente agachada, con un lirio blanco en la mano. Paula Chaves. Pau. Hija de Miguel y su tercera esposa, la más pequeña, la única hija. Lo único bueno que había hecho en su vida. O eso había pensado Pedro, hasta que ella lo había traicionado también. Saboreó su desazón. La había reconocido inmediatamente, nada más llegar.

Venganza: Sinopsis

Venganza… ¡Por seducción!


La última persona a la que Paula esperaba ver en el funeral de su padre era al arrogante multimillonario Pedro Alfonso. Cinco años antes, después de haber perdido su inocencia con él, Pedro había traicionado a su familia y había desaparecido, dejando a Paula con algo más que el corazón roto.


Pedro quería vengarse de la familia Chaves por haber hecho que lo metiesen en la cárcel, y para ello había decidido seducir a Paula. Esta pagaría por los graves perjuicios del pasado, y pagaría… ¡Entre sus sábanas! Pero el descubrimiento de que Paula tenía una hija, una hija que también era suya, fue una sorpresa que iba a cambiar sus planes de venganza. ¡Paula tenía que ser suya!

viernes, 20 de enero de 2023

Serás Mía: Epílogo

Esta vez no hubo gran lista de invitados, ni trajes de etiqueta y, lo más importante, la novia no se echó atrás. Esta vez, en un día cálido de la soleada California, Pedro Alfonso y Paula Chaves se casaron en una ceremonia íntima celebrada en los jardines de su mansión. Esta vez no hubo tristeza que empañara la ocasión. Adrián acompañó al altar a su nueva hija mientras Alejandra, la madrina, derramaba lágrimas de alegría. Enrique observó con orgullo a su nieto, que por fin había entrado en razón. Incluso el tiempo acompañó y el sol brillaba con benevolencia, rindiendo su tributo a los recién casados. Esta vez Paula se casó por amor y, para asombro suyo, viviría en la mansión que con tanto afecto había restaurado. Alguien la tomó en brazos, levantándola en el aire y abstrayéndola de sus pensamientos.


—¿Dónde estabas, mi amor? —le murmuró Pedro al oído.


Paula parpadeó y lo miró a los ojos, unos ojos que brillaban con la luz del amor. Le echó los brazos al cuello y sonrió.


—Estaba dando gracias al cielo por haberte encontrado.


Pedro sonrió y a ella se le derritió el corazón.


—Cuánto tiempo perdimos, Paula, por mi insistencia en vengarme — dijo él.


—Cometí un error al no darte una oportunidad, tenías derecho a vengarte.


Pedro comenzó a subir las escaleras con ella en brazos, en dirección a su cuarto.


—Tenías motivos para dudar, te traté más como a una cliente de segunda clase que como, a mi prometida.


Paula lo besó en la mejilla y sonrió.


—¿Cómo es posible que hayamos tenido tanta suerte después de comportarnos de un modo tan estúpido? 


Pedro se detuvo ante la puerta del dormitorio. 


—Creo que en eso tenemos que darle gracias al cielo —dijo, y miró hacia arribó—, y al abuelo Roberto.


—Ah, sí —dijo Paula besando a su marido en los labios—. Hablando del abuelo, cariño, me gustaría recordarte que tenemos una promesa que cumplir. 


Pedro sonrió.


—Eso es exactamente lo que yo estaba pensando, cariño —dijo, y abrió la puerta.


Paula advirtió el brillo malicioso de su mirada y se rió al pensar en lo que estaba a punto de suceder, y fue ella la que empujó la puerta para cerrarla. El mundo podría arreglárselas sin los recién casados por algún tiempo.


Pedro y Paula Alfonso y fueron muy diligentes y pronto consiguieron lo que estaban buscando: Unir en una sola sangre a sus dos familias. El otoño siguiente trajo el nacimiento del joven Baltazar Roberto Enrique Alfonso, al que un año después se unió la pequeña Olivia Alejandra Alfonso. No hace falta decir que el abuelo Roberto se sintió muy feliz. 







FIN

Serás Mía: Capítulo 79

Paula se quedó boquiabierta. Estaba perpleja por las palabras de Pedro y también por su determinación. Una voz le advirtió: «Escucha con atención antes de hacer alguna estupidez. Creo que habla en serio, ¡No lo estropees!» Trató de hablar, pero no pudo emitir ningún sonido.


—Antes de que me respondas… —dijo Pedro, y apretó las mandíbulas—, piensa bien lo que vas a responder, porque si esta vez me aceptas, no podrás volverte atrás. Sé que no hay garantías, pero, maldita sea, Paula, si cuando quería odiarte solo conseguía amarte, ¿Imaginas qué puede suceder ahora que solo quiero quererte? Si te importo solo una décima parte de lo que yo te quiero a tí, lo conseguiremos.


A Paula el corazón se le salía del pecho. No, pero él no estaba… No, claro que no, qué tontería, cómo iba a estar… De ella. ¿De verdad se estaba declarando? ¿De verdad se quería casar con ella? ¡Sí!


—Oh, sí, cariño, sí, quiero casarme contigo.


Pedro se quedó mudo, paralizado, como si esperase cualquier cosa excepto un «Sí». Un instante después, reaccionó, como demostraba su tierna sonrisa.


—Gracias… —dijo, y selló su gratitud con un beso.


La tomó en sus brazos y se sentó en el columpio, acunándola en su regazo. Aquel beso fue para Paula como una ascensión al cielo. Amaba el sabor de su boca, el olor de su piel, la promesa de una sublime y plena intimidad. En el fondo de su corazón de mujer, Paula sabía que el amor que él sentía por ella era tan eterno como el suyo.


—¿Te gustaría vivir aquí, cariño? —preguntó Pedro.


—¿Cómo? —estaba perpleja.


—Porque si quieres, todavía hay tiempo. La subasta no puede empezar sin mí.


—Pero… Pero Pedro, ¿No querías subastarla para la Asociación contra el Cáncer?


Pedro la besó en la sien.


—Sí, pero tengo tanto derecho a pujar como cualquiera. 


Un brillo eléctrico cruzó por los ojos de Paula.


—¿Lo dices en serio?


—Quiero que seas feliz, Paula. Pídemelo y compraré la casa para tí.


Paula sintió una gran exaltación. ¿Era posible ser tan feliz? ¿Era posible que el hombre al que amaba hiciera algo tan extraordinario por ella?


—¿Otra vez?


Pedro sonrió. 


—¿Eso es un sí?


—Sí —admitió Paula. Su amor por ella era una sorpresa maravillosa e indescriptible—. Te quiero mucho, Pedro —dijo, suavemente—, y voy a demostrártelo el resto de mi vida.


—Ah, eso es justo lo que necesitaba oír —dijo, y miró hacia el cielo— . De acuerdo, de acuerdo, abuelo, pero danos al menos nueve meses —dijo, y volvió a mirarla a los ojos—. Paula, tu abuelo quiere que…


—Yo también, amor mío —dijo ella, y lo llenó de besos—. Cuanto antes, mejor. 

Serás Mía: Capítulo 78

 —No te vayas a casa todavía, Paula —le dijeron al oído.


Se volvió con sobresalto. Era Pedro. Estaba empapado, pero se colocó delante de ella y se quitó la chaqueta del esmoquin para echársela sobre los hombros. Paula tenía la mente en blanco y se limitaba a mirarlo, sin creer que estuviera allí, a su lado. Pedro agarró las cuerdas que sostenían el columpio con las manos y fue deslizando estas hacia abajo lentamente, hasta colocar una rodilla en tierra.


—Estás preciosa.


Por descontado, no era verdad y no podía creerlo, aunque tampoco veía su habitual sonrisa burlona. Seguramente no la veía debido a la oscuridad. Además, el fragor de las olas se sobreponía a su tono, sin duda burlón.


—¿Cómo sabías que estaba aquí?


—¿Acaso crees que puedes entrar en una habitación sin que yo note tu presencia?


Paula estaba confusa. ¿Por qué Pedro estaba tan distinto? Todo lo que decía parecía un cumplido. Era como si, desde que se habían conocido, su relación se caracterizara por la ternura y el afecto. Tenía que esforzarse por pensar con claridad.


—Donar la mansión me parece una idea muy generosa, muy… Recomendable —dijo. ¿No lo era, después de todo? Lo habría sido para cualquiera que no abrigara sus locos sueños.


—Estoy pensando en comprar otra —dijo Pedro, para mayor desconcierto de Paula.


—¿Estás… Estás… Pensan…?


La declaración le había provocado un cortocircuito en el cerebro.


—Si la compro, ¿Querrías convertirla también en una casa perfecta?


El desconcierto de Paula crecía cada vez más.


—¿Perfecta? —repitió, le costaba concentrarse, aún no se había recobrado de la sorpresa—. Eso llevará mucho tiempo —dijo. Necesitaba tranquilizarse, solo así lograría comprender algo. ¿A qué venía aquella propuesta? Ah, claro estaba bromeando. Como siempre, seguía burlándose de ella. Cuánto desearía poder decirle cómo se sentía—. Así que pasarán algunos meses antes de que puedas vivir en ella. 


Por mucho que lo intentara, Paula no conseguía encontrarle sentido a aquella conversación absurda. Pedro sonrió. Qué pena, se dijo Paula, que ella tuviera el mismo aspecto que si se hubiera salvado de un naufragio mientras él parecía nacido para esbozar aquella maravillosa sonrisa.


—Solo la quiero para tí, Paula, ¿Quieres casarte conmigo?


Paula no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Es que no se daba cuenta de hasta qué punto era frágil? ¿Se daba cuenta de que con aquellas burlas acabaría por romper su débil burbuja de protección?


—Eso es una crueldad —susurró, solemnemente—.¿Cómo te atreves a burlarte de esa manera? —dijo, apartándose el flequillo de la cara e irguiéndose, como si esa fuera la única manera de no derrumbarse—. Vete, por favor.


Pedro dejó de sonreír.


—No puedo —dijo, y soltó el columpio para sostener el rostro de Paula entre sus grandes y cálidas manos—. Esta vez no, Paula, no hasta que me des un «Sí» o un «No» definitivo —su mirada era tierna, suave acariciadora—. Puede que gane la corona al rey de los tontos, pero tengo que pedírtelo o nunca me perdonaré a mí mismo.


Apretó los dientes y frunció el ceño ligeramente.


—Me enamoré de tí en cuanto ví tu fotografía. Creo que por eso cuando me rechazaste estaba tan… Tan… Tan furioso. Entonces no lo sabía, o, al menos, me decía que no era cierto. Pero cuanto más intentaba odiarte, más me enamoraba. Me dolía comprobar que tú no me querías y cuando aceptaste la proposición de Leonardo, no pude soportarlo —dijo, apretando los labios—. Estaba herido y me retiré para lamerme las heridas. Supe que habías roto con él cuando Alejandra y Adrián vinieron a visitarme y me lo dijeron —le explicó y se inclinó hacia delante, como si quisiera hablarle al oído—. Me juré que si hoy venías, no te dejaría escapar sin luchar. 

Serás Mía: Capítulo 77

La orquesta tocaba una melodía romántica y muchas parejas evolucionaban en el salón. Por todas partes lucían joyas de gran valor, en las paredes enteladas de color granate y en los techos estucados resonaban las risas de los invitados. Paula suspiró con satisfacción, sabiendo que había desempeñado un papel importante a la hora de devolver a aquella vieja dama su antiguo esplendor. Una risa profunda y muy familiar resonó en el fondo de la estancia y su corazón palpitó de alegría. Nunca olvidaría su risa. Avanzó en la dirección del sonido y no tardó en divisarlo: aquella mirada intensa, la boca firme y sensual, curvada en una sonrisa inigualable. Su alta y atlética figura destacaba entre sus invitados, enfundada en un esmoquin negro muy elegante. Sin poder evitarlo se acercó un poco más. Quería oír su voz. El timbre, el tono y su fuerte resonancia le trajeron recuerdos del breve y tumultuoso tiempo que habían pasado juntos. Y se le llenaron los ojos de lágrimas. Paula tenía que afrontar el hecho de que debía marcharse si no quería pasar por una idiota. Y, en efecto, abandonó la mansión en mitad de una gran tormenta. Por una vez, agradeció verse a merced de la lluvia. Ninguno de los muchos choferes que esperaban en los coches sabría que el líquido que mojaba sus mejillas era salado y no había caído del cielo. Un amable joven la condujo al coche que había alquilado para llegar hasta allí. Pero no podía salir, el vehículo mal aparcado de algún invitado desconsiderado le impedía el paso. El joven se mostró muy simpático y se ofreció para ir a buscar al dueño de aquel vehículo, pero le dijo que no hacía falta. Esperaría tranquilamente dentro del coche. Su avión salía de madrugada y llovía a cántaros. Prefería esperar, no quería conducir bajo un aguacero semejante por carreteras secundarias y desconocidas. El joven se despidió y ella subió al coche. Pero allí sentada, sola, se dió cuenta de que aquel viaje había sido absurdo. Estaba harta de compadecerse de sí misma, y el viaje solo había servido para acentuar aquel sentimiento. Estaba enfadada consigo misma, por no haber sabido contener el impulso de ver a Pedro. Con lluvia o sin ella, no podía quedarse allí sentada. Necesitaba caminar. Curiosamente, la temperatura era bastante cálida, o quizá ella estaba demasiado acalorada. Qué más daba. Solo sabía que tenía que caminar. Caminar para alejarse de su deseo, de su frustración. Se encaminó hacia el prado situado entre la casa y los acantilados. La lluvia golpeaba su cara y los tacones se enterraban en el barro. A punto de romperse un tobillo, se quitó los zapatos y siguió descalza. Uno de los choferes se acercó preguntando si necesitaba ayuda. 


—Estoy bien, gracias —le respondió.


Al cabo de unos minutos estaba lo bastante lejos como para que nadie la molestara. Miró a su alrededor. La mansión quedaba a su derecha, detrás de ella. De las ventanas salía una luz dorada y, a pesar de la lluvia, podía oír el sonido de la música y el rumor de las risas. En el interior de aquella preciosa casa el hombre al que amaba estaría bailando con otra mujer. Apática y desamparada continuó caminando sin rumbo. Al cabo de un rato llegó a los acantilados. Nunca se había acercado tanto al borde y se preguntó por qué. En los días despejados, la vista tenía que ser espectacular. Recordó el comentario de Pedro: «De vez en cuando, deberías mirar a través de las ventanas, y no solo fijarte en ellas». Se le hizo un nudo en la garganta y se reprochó las muchas cosas que tenía que haber hecho de un modo distinto. Se oían las olas al romper contra las rocas, un ruido que se equiparaba al agitado latir de su corazón. Tenía ganas de gritar su pena, su angustia por haber perdido la oportunidad del amor, un amor que había descubierto demasiado tarde. Con paso torpe siguió andando por el borde del precipicio. La noche era muy oscura, pero se veía con suficiente claridad. Se detuvo frente a una cerca y se le ocurrió subirse al columpio. ¿Un columpio? ¿Qué demonios hacía un columpio allí, en medio de la nada? Pero en efecto, allí estaba, un columpio de madera colgaba de un travesaño muy alto sujeto por cuatro palos. Resultaba extraño que estuviera allí, pero se alegró. En cierto modo, sintió que le sucedía como a ella. Estaba abandonado en mitad de ninguna parte. Se sentó en el columpio, mirando al mar. Vislumbró una lucecita que cabeceaba en las aguas. Algún barco en mitad de la tormenta, se dijo. Se dió impulso y comenzó a columpiarse. Resultaba extraño, pero en aquellos momentos, columpiándose en mitad de la nada, bajo la lluvia, se sentía mejor que en todos los meses anteriores. Siguió allí sentada, columpiándose, sin detenerse, no supo cuánto tiempo. De repente se dio cuenta de que ya no llovía. Ni siquiera se había dado cuenta de que la tormenta había cesado. Miró al cielo. Estaba límpido y se veían las estrellas.


—Abuelo —dijo, con la voz rota—, abuelo, soy la mujer más tonta del mundo.


El columpio se detuvo bruscamente y alguien la agarró por la cintura. 

Serás Mía: Capítulo 76

 —¿Te ocurre algo?


—¿Algo? —repitió Paula, haciendo un gesto con la mano—. No, ¿Qué puede ocurrir? —replicó y abrazó al anciano—. Tengo que irme —dijo. No podía contener las lágrimas por más tiempo.



En noviembre, en Kansas las hojas de los árboles muestran una infinita y maravillosa gama de colores entre el amarillo y el marrón oscuro. Paula se preguntaba cómo sería el otoño en California. ¿Era frío y nevoso o verde y soleado? Podía averiguarlo si aceptaba la invitación que acababa de recibir. La invitaban a asistir a la gala de subasta de la casa de Pedro. Una invitación de cortesía, se dijo. Se quedó mirando fijamente la invitación, de membrete dorado, que motivó un combate entre su corazón y su cabeza. ¿Se atrevería a ir, a verlo otra vez? Estaba programado un baile, así que, sin duda, iría con alguna modelo. ¿Soportaría verlo acompañado?


—No —se dijo, corriendo hacia el teléfono. Tenía que rechazar la invitación mientras todavía podía hacerlo. No voy a someterme a la indiferencia de Pedro, lo siento pero no.


Al otro extremo de la línea, en el número que señalaba la invitación, respondió una mujer de conversación automática. Paula le dijo que no asistiría a la gala y colgó. Se acercó a la papelera que tenía junto a su mesa de trabajo y se deshizo de la invitación.


—No puedo hacerme eso a mí misma —murmuró, sentándose. 


Tenía que ver a dos nuevos clientes aquella tarde. Ambos le habían propuesto dos proyectos muy interesantes y bien pagados. Había llegado la hora de romper definitivamente con su pasado. Ante ella se abría un horizonte maravilloso al que no podía renunciar. ¿No decía una canción que en California nunca llovía? Pues esa canción mentía, porque aquella noche sí que llovía. Paula cruzó corriendo la calle mojada, lamentando no haber llevado un paraguas. Aunque la lluvia no era muy intensa, cuando entró en la mansión de Pedro estaba empapada.


—¿Y si te ve con esta pinta de perro apaleado? —se dijo, refugiándose en el porche, enfadada consigo misma por haberse decidido a última hora—. ¡Que no te vea!, ¿Me oyes?, ¡Que note vea!


Cómo había saltado la invitación de la papelera a su agenda era un misterio sin resolver, pero el caso era que aquella mañana había aparecido entre las páginas de su agenda personal. En algún momento entre el día en que la recibiera, hacía ya dos semanas, y el momento en que la descubrió, su fuerza de voluntad se había debilitado enormemente. Un duende se había apoderado de ella y, sin saber cómo, se vio llamando por teléfono para pedir horarios de los vuelos entre Kansas City y San Francisco. No quedaba ningún vuelo que llegara a tiempo, pero el gnomo era muy obstinado y no se rendía fácilmente. Reservó el billete, metió en la maleta el vestido que había comprado con tanto interés, aunque cuando lo compró no sabía para qué se tomaba tantas molestias, y salió hacia el aeropuerto a toda velocidad. Y allí estaba, a las nueve en punto de una noche de mediados de noviembre, después de correr bajo la lluvia, en algún lugar de las afueras de San Francisco. Ya en el porche, Paula se dió cuenta de que deseaba tanto como temía un encuentro con Pedro Alfonso. En la entrada, se apartó el flequillo de la frente y dió al portero su arrugada invitación. El portero la dejó pasar con una sonrisa. En el interior, el ambiente era cálido y acogedor. El vestíbulo relucía bajo la dorada luz de un enorme y espléndido candelabro. Candelabros igualmente espléndidos iluminaban la sala de baile, donde se reunía, vestida de etiqueta, la elite de la sociedad californiana. Todos estaban allí para celebrar aquella ocasión tan especial que tenía por protagonista a la obra maestra de ella. Eso era en su mente, una obra maestra de la restauración. En su corazón, era el hogar que ya no compartiría con el hombre al que amaba. Tenía que verlo, aunque solo fuera una última vez. Luego, se dijo, sin ni siquiera hablar con él, desaparecería discretamente y regresaría a Kansas. 

miércoles, 18 de enero de 2023

Serás Mía: Capítulo 75

—Pues Adrián y ella son muy felices. Se están haciendo una casa en la costa del Estado de Washington.


—Ah, qué bien, me alegro.


—Creo que querían invitarte a pasar unos días —dijo Paula—. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Estados Unidos?


—Lo bastante como para ir —dijo Enrique, con una sonrisa.


—En ese caso también podrás pasar unos días en la mansión de Pedro, no queda mucho para que esté terminada. Espero que tu nieto sea feliz aquí —dijo Paula.


Quería preguntar dónde estaba, si lo había acompañado hasta allí, pero no se atrevió.


—Pensé que lo sabías —dijo Enrique, frunciendo el ceño.


—¿Saber qué? —preguntó Paula, que no entendía por qué su comentario había provocado que Enrique perdiera la sonrisa.


—Que Pedro no vivirá aquí.


Paula se quedó desolada. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que gran parte de su excitación por ver terminada la obra satisfactoriamente se debía a que Pedro era su beneficiario. Había disfrutado sabiendo que gozaría de los frutos de su trabajo, al tiempo que había abrigado, por qué no admitirlo, una pequeña esperanza. Cuántas veces había soñado que al caminar por aquellas habitaciones sonaba el teléfono y se acercaba a responder y…


—Pedro quiere donar la casa a la Sociedad Americana para la Curación del Cáncer. En cuanto se termine la reforma, la casa y los terrenos se subastarán y todo lo que se obtenga se donará a la Sociedad contra el Cáncer.


Paula tragó saliva, se le había hecho un nudo en la garganta.


—No… No sabía nada —dijo, haciendo los mayores esfuerzos por sonreír—. Me parece maravilloso. Y además, alguna familia vivirá en esta casa tan… Bonita. 


Casi le temblaba la voz y le daban ganas de llorar. Qué estúpida había sido al soñar que algún día Pedro y ella compartirían aquel lugar maravilloso, tendrían hijos… «Pero tú lo rechazaste», dijo una voz en su interior, «Y ya no volverá. Nunca vivirás en esta casa, nunca tendrás hijos con Pedro, ¿Por qué no lo admites de una vez?» Se secó una lágrima con el dorso de la mano, esperando que Enrique pensara que se estaba limpiando la suciedad.


—¿Y cómo es que decidió no vivir aquí? —preguntó, tratando de quitar importancia a la pregunta.


—Puesto que compró la casa para tí como regalo de boda… —dijo Enrique, encogiéndose de hombros—… Ha dejado de gustarle.


Paula se quedó boquiabierta.


—¿Estás enferma, cariño? —preguntó Enrique, con sincera preocupación.


Paula sacudió la cabeza. Tenía que hacer algo, porque estaba a punto de derrumbarse.


—¿Para mí? ¿Pedro compró esta casa para mí?


Enrique se sorprendió de que no lo supiera.


—¿No lo sabías?


A Paula le resultaba inconcebible sentir mayor tristeza, pero aquella nueva revelación añadía una pesada carga a su debilitado espíritu.


—No, no me dijo nada.


¿Por qué no se lo había comentado? Saber que aquel precioso lugar podría haber sido suyo, ¿no habría sido una perfecta retribución por rechazarlo el mismo día de la boda? ¿Por qué no quiso atormentarla diciéndole que en aquella maravillosa propiedad histórica podrían haber…? Giró la cabeza para llenarse la vista y el corazón con aquel magnífico regalo. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que contuvo a duras penas.


—Me parece muy generoso por su parte.


—Mi Pedro es un buen muchacho —asintió Enrique.


A pesar de cómo se sentía, Paula no pudo evitar reaccionar con una risita al comentario de Enrique, que restaba tanta importancia al enorme regalo de su nieto. Pero la risita resultaba preocupante, sin duda, porque demostraba que estaba al borde de la histeria. ¿Cómo podía sentirse al mismo tiempo profundamente triste y profundamente conmovida? Pedro había comprado aquella casa ¡Para ella! Y ella la había amado antes de darse cuenta de que lo amaba a él, pero por su torpe comportamiento los había perdido a los dos. 

Serás Mía: Capítulo 74

Paula bajó las escaleras en medio de un gran estupor. Pedro se había ido. Se acercó a la puerta y salió. La mañana le pareció anormalmente fría, gris, deprimente. Bajó un escalón y se sentó en la escalinata, contemplando la densa niebla. Él se había ido.


—Nunca volverá —dijo a la niebla, abrazándose para protegerse del frío. Aunque su frío era sobre todo interno. 


Se sentía vacía y enferma, como si le hubieran arrancado el corazón. Se le helaron las venas. Estaba, de repente, consumida por la pena. Pedro había salido de su vida sin siquiera despedirse. Sola y abandonada, se quedó mirando hacia la nada, tratando de definir por qué sentía una tristeza tan profunda. En el último mes, había rechazado dos proposiciones de matrimonio de dos hombres magníficos, pero, curiosamente, era ella quien se sentía abandonada. Porque Pedro se había ido. Se llevó las manos a la cabeza, agarrándose los cabellos, y miró hacia el cielo.


—No te enamores de él, Paula —susurró—. No seas tonta.



Finalizó su trabajo en menos de una semana. Cuando volvió a Kansas con su madre, su corazón parecía una ruina. A lo largo de los meses siguientes, mientras duraron las obras de restauración, hizo varios viajes a la mansión de Pedro. Amaba aquel lugar y siempre que volvía, se sentía más y más enamorada, a medida que la belleza de la casa iba saliendo a la luz. No vió a Pedro, pero le agradecía constantemente haberle brindado la oportunidad de restaurar un edificio tan hermoso. Architectural Digest envió a un fotógrafo y a un redactor para hacer un reportaje que lanzaría su carrera. A partir de aquel momento, el cielo sería su único límite. Pero nada podría llenar el inmenso vacío de su corazón. Sentía, eso sí, alegría por el matrimonio de su madre con Adrián. Había aceptado, después de algunos esfuerzos, al nuevo huésped en el corazón de su madre, y solo deseaba lo mejor para ella. Landon era una buena persona, tan buena como su padre, o, al menos, eso decía Alejandra.  Paula no había sabido nunca que su padre tenía mal carácter y que era un derrochador hasta hacía muy poco. Alejandra había evitado que supiera muchas cosas, por ejemplo, que a la muerte de su padre, estaban completamente endeudadas. Según su madre, Adrián no tenía ninguno de los defectos de su padre. No era perfecto, desde luego, pero era amable y cariñoso, y hacía feliz a Alejandra. Daba gracias por que su madre hubiera recuperado el amor.


En octubre, durante su último viaje a la mansión, se asomó por casualidad a una ventana y vio que Enrique se acercaba atravesando los campos. Experimentó una repentina oleada de alegría y corrió al exterior. «Ojalá», se dijo, «Ojalá venga Pedro con él».


—¡Enrique! —llamó, atravesando los jardines. 


Echaba tanto de menos a Pedro. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero no conseguía olvidarlo. Lo amaba, amaba al hombre al que había dejado plantado en el altar. Lo amaba desesperadamente. Pedro, por fin, había conseguido su objetivo, su compensación, porque ella sufría día y noche.


—¡Eh, hola! —dijo Enrique, saludándola con la mano.


Paula tenía la impresión de que el corazón iba a saltarle del pecho. ¿Estaba Pedro cerca? ¿Podía verla? Estaba tan excitada que había salido corriendo sin mirarse al espejo para comprobar cómo tenía el pelo o retocar el lápiz de labios.


—Cuánto me alegro de verte, Enrique —dijo, sonriendo de oreja a oreja. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo mucho que quería a aquel anciano, a pesar de que cuando habían estado juntos se había pasado el rato amonestándola—. Tienes muy buen aspecto.


Enrique se echó a reír.


—Estás tan guapa como siempre, querida niña —dijo él, y señaló hacia la mansión—. He de decir que has hecho un gran trabajo. Esa casa es la perfección en arquitectura. Tu madre debe estar orgullosa de tí.


Paula se ruborizó.


—Sí, estoy contenta con el resultado.


—Hablando de tu madre, ¿Cómo está?


Enrique había estado en la boda, a la que Pedro no había querido ir. Pero este último había invitado a Adrián y a su esposa a su piso cuando volvieron de la luna de miel, que habían pasado en Grecia. Y, en efecto, la pareja había visitado a Pedro. A su regreso a Kansas, Alejandra no había dicho nada sobre él, excepto que se encontraba bien. Era evidente que para su madre, como probablemente para los demás, lo sucedido entre Pedro y ella era parte del pasado. 

Serás Mía: Capítulo 73

Estaba tan conmovida que se dejó caer sobre un escalón. Había estado tan sumida en su propia tristeza por la muerte de su abuelo que ni siquiera había pensado lo que su acción podía representar para Pedro. Éste le había dicho que lo había convertido en un hazmerreír, pero ella no se había dado cuenta de todo el significado de la palabra hasta entonces.


—Habrá salido en los periódicos, en televisión… —murmuró, tapándose la cara con las manos. Todo el mundo se habría enterado. Pobrecillo, ¿Cómo había podido soportarlo?—. Pedro, cuánto lo siento. Debe de haber sido mortificante, no entiendo como no me has matado.


—¿Decía algo, señora?


Levantó la cabeza ante la pregunta del mayordomo. De repente, sintió una necesidad acuciante de disculparse ante Pedro.


—Ah, Bernardo, ¿Ha bajado Pedro a desayunar o todavía no?


Quería disculparse, pero no en público. Ojalá estuviera todavía en su habitación.


—Ha desayunado muy temprano, señora.


Paula consultó el reloj. Eran las siete.


—Tengo que hablar con él, ¿Dónde está?


—Se ha marchado, señora.


—¿Se ha marchado? —repitió Paula. Tenía un mal presentimiento—. ¿Y a qué hora vuelve?


—No va a volver, señora.


El mayordomo fue tan tajante que a Paula le costó reconocer la magnitud de lo que estaba diciendo.


—¿No va a volver?


—No, señora —dijo Bernardo, con una sonrisa, sin saber que con cada una de sus palabras a Paula se le rompía el corazón—. El señor Pedro me ha pedido que lo disculpe ante sus invitados. Ha tenido que salir hacia Zúrich por un asunto urgente.


El silencio que siguió a las palabras de Bernardo corría el riesgo de hacerse permanente. Paula se agarró a la barandilla de la escalera. Estaba desorientada, perdida y sentía una tristeza inconsolable. ¿Cómo que Pedro no volvería? ¿Qué demonios significaba eso?


—¿No va a volver? —repitió, como si a fuerza de repetirla, aquella pregunta pudiera obtener una respuesta distinta. 


—Yo diría que no, señora. Cuando vuelva a San Francisco, su piso estará listo, y me ha dado órdenes de cerrar la casa en cuanto usted termine con su trabajo.


Paula vaciló. No podía aceptar lo que estaba oyendo. No podía ser cierto. Si Pedro no regresaba, nunca volvería a verlo. Sacudió la cabeza a derecha e izquierda. Se negaba a aceptarlo.


—¿Algo más, señora?


—No, nada más, Bernardo, gracias —dijo Paula, tragando saliva.


El criado desapareció sin hacer el menor ruido, o eso le pareció a Paula. Pero quizá ella no lo oyó, porque todos sus sentidos se concentraban en una sola cosa. Pedro se había marchado. 

Serás Mía: Capítulo 72

Afortunadamente, lo encontró en el vestíbulo, solo.


—Leonardo —lo llamó.


Él dió media vuelta. Su sonrisa era dolorosamente feliz. Paula se sentía como una auténtica canalla.


—Buenos días, nena —dijo, extendiendo los brazos, como si esperase que corriera hacia él.


En vez de hacerlo, Paula se acercó a él, tomó su mano y lo arrastró a un rincón.


—Leonardo, tengo que decirte una cosa.


Leonardo vaciló. Seguía sonriendo, pero lo preocupaba la mirada inquieta de Paula. Ella lo miró a los ojos durante unos segundos.


—Sabes lo que voy a decirte, ¿Verdad?


La sonrisa se nubló solo un poquito.


—No tengo ni idea, nena.


Paula esbozó un gesto impregnado de tristeza.


—Creo que sí lo sabes —insistió—. Escúchame, anoche…


La sonrisa de Leonardo se iba disipando poco a poco.


—¿Qué pasa con anoche?


Paula tragó saliva.


—Me… Me siento muy mal por esto, pero cuando dije que sí, creo que… Creo que me ví atrapada por la animación de todos… Tu proposición me enorgullece. Eres un hombre maravilloso, tanto que… —sacudió la cabeza a un lado y a otro, tratando de encontrar las palabras adecuadas. 


—Demonios —murmuró Leonardo—… Demonios, nena —su expresión era desoladora—, ¿Te estás echando atrás? ¿Me estás rechazando?


Paula se mordió el labio.


—Lo siento mucho, yo… creo que ayer pensé que decir «No» sería demasiado embarazoso para tí —dijo Paula. Se dió cuenta de que lo estaba mirando al pecho y se obligó a mirarlo a los ojos—. ¿Podrás perdonarme, por favor?


La sonrisa de Leonardo se disipó definitivamente, sustituida por una atención absoluta. Tras unos momentos de tensión, trató de recuperar el gesto risueño de siempre, pero sin conseguirlo.


—Creo que puedo perdonarte, Paula —dijo, con una seriedad impropia de él—. Me lo voy a tomar como un hombre —la estrechó entre sus brazos durante unos momentos y luego, la soltó—. Si Pedro pudo soportar la humillación de ser rechazado delante de todo San Francisco, creo que estoy obligado a superarlo. Cuídate, cariño, pero no sigas rechazando a los hombres o conseguirás que te crean una mujer voluble.


Paula tenía la sensación de que él se recuperaría muy pronto de aquel fracaso, probablemente antes que ella. Leonardo le dió un beso en la coronilla.


—Que tengas una buena vida, nena —le deseó—. Espero que nunca te arrepientas de lo que haces, porque no volveré a pedírtelo.


Paula recibió el reproche con sorpresa, pero sin rencor. Tal vez se lo mereciera.


—Lo siento mucho, Leonardo.


Agachó la mirada y no la levantó hasta que el sonido de las botas de Leonardo se perdió en la distancia. Su presencia en la mesa del desayuno resultaría muy incómoda para ambos, de modo que no acudiría a desayunar, decidió. Dió media vuelta, dispuesta a volver a su cuarto. Cuando se encontraba en la escalera, se detuvo, asaltada por una idea. De repente se percató de algo que había dicho Leonardo. «Si Pedro pudo soportar la humillación de ser rechazado delante de todo San Francisco, creo que yo estoy obligado a superarlo». ¿Delante de todo San Francisco? Paula se quedó helada, imaginando por vez primera lo que debió de ser para él la humillación de anunciar ante mucha gente famosa e importante que su prometida acababa de dejarlo plantado. 

Serás Mía: Capítulo 71

Con un asentimiento infinitesimal, susurró:


—Sí.


Paula oyó su propia voz, pero le pareció difusa, lejana, como si hubiera sido otra persona quien pronunciara el monosílabo. Se sintió desorientada, fuera de lugar, como si alguien la hubiera colocado en el papel protagonista de un melodrama surrealista. Estaba indefensa, a punto de llorar, de modo que optó por no contener las lágrimas. Decir «Sí» era el camino más fácil, el que menos resistencia le exigía. Era una decisión cobarde y lo sabía, pero qué podía hacer. Se dijo que no podía hacer otra cosa, pero lamentó lo que hizo, se arrepintió de haber tomado el camino más fácil. Para Pedro, el «Sí» de Paula tuvo el efecto de un viento invernal. Se le heló el alma, pero se mantuvo en su sitio, con una sonrisa hueca, censurando un dolor que se negaba a reconocer. Leonardo se puso en pie de un salto y dejó escapar un largo aullido. Los demás invitados se unieron a la fiesta. Alejandra y Adrián se apresuraron a felicitar a la pareja. Alejandra abrazó a su hija y Adrián se fundió en un abrazo con Leonardo. Enrique aplaudió, aunque Pedro captó una mirada acusadora dirigida directamente hacia él. El viejo parecía decir: «¿Ves lo que te ha costado tu orgullo, muchacho? ¡Se ha prometido con otro!» Pedro no estaba de humor para discutir con su abuelo y prefirió levantarse de la mesa y acercarse a felicitar a su amigo.


—Felicidades, Leonardo —dijo, ofreciéndole la mano. Sus ojos, sin embargo, se deslizaron por su cuenta hacia los de Paula. El rubor le daba un delicioso color sonrosado a su preciosa cara.


Leonardo aceptó la mano de Pedro y la apretó, pero ni siquiera así pudo captar la atención de su amigo, que miró durante unos segundos a Paula antes de decirle:


—Cuando dije que sabía que encontrarías lo que estabas buscando, no tenía ni idea de que sería tan pronto.


Paula se avergonzaba tanto de sí misma que ni siquiera se atrevía a mirarse al espejo. ¿Cómo había sido capaz de aceptar la proposición de Leonardo, ni siquiera por no herir su orgullo? Porque no tenía intención de casarse con él. Su apresurada aceptación había sido una irracional y estúpida reacción ante la obvia indiferencia de Pedro. Apenas había dormido, mortificada por el odio a sí misma. Sin embargo, por muy cansada que estuviera, había recobrado el sentido y la valentía y sabía muy bien lo que tenía que hacer. El desinterés de Pedro no cambiaba el hecho de que ella no estaba enamorada de Leonardo. Era un hombre extraordinario y merecía mucho más de lo que ella podía ofrecerle. Algún día encontraría a la mujer de su vida, a alguien que lo adorase y que aceptara su proposición por los motivos adecuados. Aquella mañana, Adrián y él se marchaban. No les quedaba más remedio que poner fin a su visita, que se había prolongado durante demasiado tiempo. De manera que Paula tenía que hablar con él cuanto antes.

lunes, 16 de enero de 2023

Serás Mía: Capítulo 70

A Pedro le dió una punzada en el estómago. Temía que se produjera otro acontecimiento aún más inesperado que el primero. Esa vez no podría soportarlo. Leonardo se arrodilló a los pies de Paula. ¡Oh, no!


—Soy hombre de pocas palabras, señorita.


Pedro solo podía ver el perfil de Paula, pero le bastaba para apreciar su expresión. Parecía confusa.


—Desde que te ví me pareciste más guapa que una rosa en mitad de un campo de margaritas. Y supe que este momento tenía que llegar, tarde o temprano.


Pedro ya no sentía una punzada, sino una auténtica puñalada.


—Paula, he recorrido mucho mundo y he conocido a muchas mujeres, pero, por todos los demonios, ninguna me ha hecho sentir la mitad de lo que siento por tí. En fin, muñeca, si tú quieres, desde ahora mismo te digo que yo estoy dispuesto a sentar la cabeza. Así, que, nena, si me quieres, aquí me tienes.


Paula dió un respingo, el único sonido que se oyó en toda la habitación. Pedro no le quitaba ojo. Al ver cómo separaba los labios, comenzó a buscar razones por las que no debía aceptar, pero no se le ocurrió ninguna. Leonardo era su mejor amigo y al parecer, estaba enamorado como un imberbe. ¿Por qué iba él a oponerse a aquella relación? Quizás tuviera algún motivo para oponerse hacía un mes, pero ya no. Se puso pálida por unos instantes, pero no tardó en recuperar el color y ruborizarse. Leonardo sonreía. Pedro estaba serio como un muerto. «¡Maldita sea, es tu mejor amigo! ¡Deséale suerte, maldito canalla!» Ella movió los labios, pero no emitió ningún sonido. A continuación miró a su alrededor, como si deseara comprobar la reacción de los demás. Al cruzar la mirada con Pedro, éste disfrazó su inquietud bajo una fachada de tranquila curiosidad. Los ojos de Paula parecían enormes, llenos de luz. Por un instante, le pareció que aquella mirada se hacía más intensa, pero la impresión duró un segundo. Al cabo de ese segundo, volvió a mirar a Leonardo.


—Yo… yo…


—Espero que ese sea el comienzo de «Yo también te quiero», vaquera —bromeó Leonardo—, he apostado todo lo que tengo a caballo ganador.


Paula estaba desorientada, presa de una enorme confusión. Se mordió el labio inferior y parpadeó varias veces. En el ojo de su mente solo podía ver el rostro de Pedro. Pero al mirarlo, él no podía demostrar menos interés. Su silenciosa declaración de indiferencia le dolía profundamente. Pero lo peor era que no podía pensar, aunque tal vez no quisiera hacerlo. Miró a Leonardo. Era guapo y tenía un cuerpo precioso. En aquellos momentos, su expresión demostraba una gran vulnerabilidad, como si hubiera puesto su corazón en aquella mesa, cosa que en realidad había hecho. No podía humillarlo delante de todos. No habría sido justo. Ya tendría tiempo de quitarle la idea de la cabeza poco a poco, con suavidad, en privado. 

Serás Mía: Capítulo 69

 —Aprovechando la mención de ese amigo de Enrique y de su malcriada esposa, te aseguro que no soy un viejo aburrido en busca de alguien con quien gastar mi fortuna… —su sonrisa era tan acaramelada que a Pedro le daban ganas de vomitar—. He tenido una buena vida, una magnífica vida de soltero, pero desde el momento en que te conocí, Alejandra, el mundo ha cambiado para mí y me he dado cuenta de que hasta ahora he llevado una vida absolutamente vacía.


Pedro nunca había visto a su reflexivo amigo tan apasionado. Aquel gurú de las finanzas parecía un adolescente que no hubiera visto a una mujer en su vida.


—Nos conocemos hace muy poco, Alejandra —prosiguió Adrián—, pero te quiero y deseo que te cases conmigo. En toda mi vida he deseado nada tanto como esto, en toda mi vida he estado más enamorado.


Se hizo el silencio. Pedro no podía ver la cara de Alejandra, que le daba la espalda. No sabía si estaba perpleja o emocionada, si lloraba o se había quedado de piedra. Su única opción era mirar a Paula. Sin duda, a través de la hija podría conocer la reacción de la madre. Qué guapa era, se dijo. En aquel momento, tenía los ojos como platos y los labios separados en un gesto expectante y muy seductor. Al cabo de unos segundos, derramó una lágrima y sonrió. Alejandra dejo escapar una larga exclamación y, levantando a Adrián, lo abrazó.


—Oh, sí, Adrián, sí, sí —dijo, y se estrechó contra su prometido.


La infantil expresividad de Alejandra intrigaba a Pedro, porque le daba un aspecto más juvenil que el de su hija. Volvió a mirar a Paula, que no había dejado de sonreír. Se le escapaban las lágrimas, pero seguía erguida, casi tranquila. Desde luego, era de personalidad más contenida que su madre. Excepto cuando tenía un mal sueño.


—Cuánto me alegro, mamá —susurró Paula.


Pero Pedro se daba cuenta de que su alegría no era completa. Sin duda, estaba combatiendo viejas lealtades hacia un padre al que tiempo atrásella, nunca podría llegar a la altura de un padre perfecto. Sin embargo, era una mujer extraordinaria, puesto que anteponía la felicidad de su madre a esas consideraciones que jamás diría en voz alta. Sin embargo, se dijo, quizá sí tendría que hablar con su madre al respecto. Tal vez necesitaba escuchar de sus labios que su padre no era perfecto, que tenía, como todos, algunos defectos. Si Paula seguía manteniendo aquella imagen ideal, una imagen con la que ningún hombre podía medirse, quizá nunca sería capaz de mantener una relación duradera. Ningún hombre podría competir con el hombre perfecto, aunque este no existiera más que su imaginación, o precisamente por eso. En cuanto ella descubriera algún defecto, saldría corriendo, como había hecho con él. Enrique, que se había puesto en pie, palmoteó a Adrián en la espalda.


—Vaya, vaya —dijo el anciano—, me alegro de que nuestra querida Alejandra haya encontrado la felicidad después de tantos años de cuidar a su hija y a su suegro —dijo, dando un puñetazo en la mesa—. ¡Demonios! Se merece toda la felicidad del mundo. Es un gran día, ¡Un gran día!


—Vaya con mi amigo Adrián —dijo Leonardo, levantándose de la silla—. Pensé que no viviría para ver esto, Adrián, viejo cuatrero —tras felicitar a su amigo, se dirigió a Paula—. Nena, no podemos dejar que este par de canallas nos tomen la delantera. 


Serás Mía: Capítulo 68

El viejo arrugó el ceño y farfulló algo en griego. Pedro no hablaba griego, pero conocía algunas palabras, entre ellas, algunas bastante groseras.


—A la esposa de diecinueve años de un viejo de setenta y siete se le puede llamar muchas cosas, pero no eso que has dicho. Al menos, no delante de unas damas. Recuerda que casi todos los que nos sentamos a esta mesa entendemos griego.


Enrique se quedó lívido.


—Mis disculpas, señoras —dijo, con una inclinación de cabeza y recuperó su expresión enfurruñada—. Lo único que puedo decir es que mi amigo ha perdido la cabeza y pronto perderá su fortuna. Francamente, dudo que esa chica tenga cerebro. Desde luego sus atributos son generosos, pero muy distintos. Eso sí, pedigüeña lo es un rato. ¡Se ha pasado una hora diciendo que necesitaba un yate! —exclamó, haciendo grandes aspavientos—. Nadie necesita un yate, y menos una chiquilla malcriada.


—Por lo que veo, has vuelto contento —bromeó Pedro.


—¡Bah! No me fastidies. Pero que te sirva de lección, muchacho, encontrarás por ahí fuera muchas mujeres que solo te querrán por tu dinero.


Leonardo se echó a reír.


—Sí, abuelo, pero, ¿Qué me dice de lo divertido que resulta? Dígame un modo mejor de gastar el dinero.


—¡Leonardo! —intervino Paula—. Supongo que es así como piensas gastar tú el tuyo.


—En este momento estoy pensando en una relación mucho más seria —dijo el rubio, guiñando un ojo.


Paula se rió. Parecía encantada con él. Pedro no podía apartar la mirada de ella. Sus cabellos eran oscuros como la noche, sus labios llenos como una fruta y el brillo de sus ojos contrastaba deliciosamente con las rosadas nubes de sus mejillas.


—Conociendo tu vida vagabunda —dijo Paula, respondiendo a Leonardo—, no creo que eso sea posible.


—Cariño —dijo Leonardo, apretándole los hombros—, no sé qué quieres decir exactamente, pero me encanta la cara que pones cuando lo dices.


Pedro se sentía cada vez más incómodo. Agarró el tenedor como si le fuera la vida en ello. «¡Maldita sea, tengo que volver a trabajar! ¡Cuánto antes!» Aquella estúpida luna de miel lo estaba volviendo loco.


—Está bien, muchachos, atención todos —dijo Adrián, captando la atención de la mesa—. Quería esperar a los postres, pero me temo que ya no puedo esperar más —echó la silla hacia atrás y se puso en pie, inclinando luego la cabeza para mirar a Alejandra.


Pedro tuvo la impresión de que era el preámbulo de un gran acontecimiento. Adrián tomó la mano de Alejandra y se arrodilló ante ella. 

Serás Mía: Capítulo 67

Sus labios eran muy suaves y el beso, lleno de pasión. Sostenía su cabeza con las manos, como si temiera que ella se apartase, pero ella no se apartaría. ¿Qué era un pequeño beso después de todo lo que había hecho por ella? Le devolvió el beso, pero sin la pasión que tanto deseaba sentir. Apoyó las manos en su pecho, para dejarle saber que el beso tenía que terminar, pero Leonardo no respondió a su suave petición. Le concedió unos segundos más y comenzó a contar hasta tres y, justo cuando llegaba al final de la cuenta, oyó que alguien, un hombre, se aclaraba la garganta. Al parecer, Leonardo también lo oyó, pues se separó ligeramente. Se trataba de Pedro, que estaba apoyado en el marco de la puerta, cruzado de brazos y con una mirada amenazadora. 


—Lamento la interrupción —dijo, sin ocultar el sarcasmo—. Venía a decirles que cenaremos a las ocho. La carne de Kansas ha llegado algo tarde. ¿Cómo quieres el filete, Paula? —preguntó, con una sonrisa irónica.


Paula no podía adivinar lo que insinuaba con aquella ironía, ni con el sutil cambio de tono de su voz. O, mejor, no quería saberlo.


—La cocinera lo sabe —dijo, encogiéndose de hombros—. El otro día estuvimos hablando sobre la carne de Kansas.


—A tí no te pregunto —dijo Pedro, refiriéndose a Leonardo—, sé bien lo que te gusta. Hasta luego.


Leonardo se rió.


—Pedro es muy divertido —dijo, y colocó una mano sobre el hombro de Paula—. Creo que lo que me gusta es evidente, nena —añadió, guiñando un ojo—. Será mejor que te des esa ducha —dijo, y salió de la habitación, cerrando la puerta.


Paula estaba confusa. La mirada de Pedro no había revelado nada, pero ella había sentido sus efectos. ¿Cómo podía abrirse paso hasta lo más profundo de su alma con tan solo una mirada de reproche y un comentario cínico? Se sentía culpable, pero no sabía por qué. ¿No tenía todo el derecho del mundo a besar a quien quisiera? De repente, recordó las palabras que le había dicho aquella noche, junto a la piscina: «Cómo elija a mi esposa no es tu problema». ¡No era su problema! ¡No podía haber dejado más claros sus sentimientos!


—No he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme —susurró, con rabia—. Tú dejaste bien claro que ya no quieres casarte conmigo.


Lo triste era que ella sí deseaba que lo hiciera. 



Pedro comenzaba a perder entusiasmo por la visita de sus viejos amigos. Había llegado la hora de la cena del cuarto día de su prolongada estancia, pero, ¿Quién llevaba la cuenta? Entró en el comedor en medio de grandes carcajadas. Nadie lo miraba, de manera que no podía ser él el motivo de tanta diversión. Alejandra, Paula y los tres hombres estaban sentados en un extremo de la mesa, inmersos en animada conversación. Sin ánimos para jugar el papel de anfitrión, estuvo a punto de dar media vuelta, pero su abuelo advirtió su presencia. En realidad, pareció el único en hacerlo.


—¡Hombre, muchacho, empezaba a pensar que no querías cenar! — dijo el anciano.


Pedro forzó una sonrisa.


—Eso estaba pensando —murmuró.


—¿Cómo?


—Nada, nada —dijo, y se acercó a tomar asiento a la cabecera de la mesa—. Siento llegar tarde —se disculpó, haciendo los mayores esfuerzos por mantener un mínimo de educación—. ¿De qué se reían?


Adrián tomó la mano de la mayor de las Chaves.


—Alejandra nos estaba contando una historia muy divertida.


—Adrián es el público perfecto —replicó Alejandra, radiante—, no era tan divertida.


—Eh, gracias, vaquero, eso es auténtica poesía.


Pedro, que no tenía ninguna gana de reír, decidió cambiar de tema.


—Abuelo —dijo, mirando a Enrique—, ¿Qué tal la visita a tu viejo amigo Julio y a su nueva esposa? 

Serás Mía: Capítulo 66

Repitió en un murmullo sus palabras: «Espero que encuentres lo que estás buscando». Pero, ¿Y si ya lo había encontrado? ¿Y si Pedro era su verdadero amor y ella había sido tan estúpida como para rechazarlo antes de conocerlo, antes de mirar sus preciosos ojos, de saborear su olor, sus besos…?


—¿Y si…? —se dijo, sollozando de nuevo—. ¿Y si es él? ¿Y si es él?


Paula se sorprendió de su propia risa, pero se sentía bien, muy bien. ¿Habían pasado ya dos semanas desde que pusiera los pies en casa de Pedro por primera vez? Durante los dos últimos días, había comenzado a acostumbrarse a la continua presencia de Reece. Sus constantes atenciones habían comenzado a hacer mella en ella, a ablandar los bordes de su pena. Su ingenio le agradaba, su manera de hablar, típica de Texas, le gustaba cada vez más. El sonido de su propia risa la sorprendió. ¿Cuánto tiempo hacía que no se reía? Al diablo con Pedro Alfonso. Primero, por su plan de venganza y ahora, por su civilizado comportamiento. Llevaba sin hablar con ella al menos dos días y, cuando o hacía, era solo para dirigirle frases corteses y carentes de sentido. Se había cruzado con él en el pasillo un par de veces, pero, a diferencia de antes, ya no se detenía a hablar con ella. Y ella, por su parte, debía de estar algo loca, porque se sentía vacía. ¿Acaso las sarcásticas réplicas que Pedro le dedicaba los primeros días eran mejores que su indiferencia? Posiblemente, entonces al menos había fuego en pus ojos, y no reserva. Para él se había convertido en algo así como en una vecina que, por circunstancias excepcionales, estaba viviendo en su propia casa. Afortunadamente, Leonardo no escatimaba esfuerzos para hacerla reír. Gracias a él había recuperado la sonrisa y hasta cierto punto, su natural alegría. Ella le demostraría al señor Frío y Distante que sus atenciones le importaban bien poco. Aquel día, tras terminar la jornada, Paula y Leonardo se dirigieron a la habitación de esta para dejar la cámara y los cuadernos de muestras.


—Creo que voy a darme una ducha antes de cenar —dijo, estirando los músculos.


—¿Te acompaño? Soy el mejor del mundo frotando espaldas — sugirió Leonardo con una sonrisa. 


Paula lo miró, riendo.


—Eres muy grandote —replicó—, y me temo que en esa vieja bañera no hay sitio para los dos juntos. 


—Eso no es verdad. Las bañeras son enormes —respondió Leonardo—. A propósito, ¿Qué va a hacer Pedro con tanto trasto viejo?


Paula lo miró con ligera reprobación.


—¿Cuántas veces te lo he dicho? Por guardar esos trastos viejos es por lo que estoy aquí. Gracias a Dios, los admiradores de los cincuenta no tiraron los baños originales. Así que, vaquero, respondiendo a tu pregunta te diré que no, que Pedro no va a tirar tanto trasto viejo.


Leonardo dejó el equipo junto a la pared y se incorporó para mirar a Paula.


—Ya, bueno, dame una ducha con seis chorros y que se quite todo lo demás.


—Leonardo, eres horrible, ¿Lo sabías?


Leonardo le guiñó un ojo. Con sus vaqueros ajustados, las botas altas y la camisa amarilla, parecía recién salido de un anuncio de Marlboro. Oh, ¿Por qué demonios su corazón no palpitaba por él como palpitaba cuando veía a Pedro? Habría dado cualquier cosa porque fuera así. Aunque sabía que una relación con Leonardo no podría ser duradera, quizá solo algo tan radical podría extirpar el hondo deseo que sentía por Pedro.


—¿En qué estás pensando, nena? —preguntó Leonardo, tomando una de sus muñecas.


—En nada, yo…


Leonardo interrumpió la frase besándola en los labios. Paula se quedó perpleja por un instante, pero solo por un instante. Era algo que tendría que haber anticipado. Un hombre no se pasa las horas dedicando todas sus atenciones a una mujer sin esperar nada a cambio.