lunes, 9 de enero de 2023

Serás Mía: Capítulo 57

Bajó los escalones de dos en dos y llegó al rellano del primer piso cuando el mayordomo abría la puerta. Pedro no prestó mucha atención. Le daba igual, había decidido salir de aquel infierno y nada podría impedírselo. Oyó voces femeninas que provenían de la parte trasera y dedujo que Paula y su madre habrían terminado de desayunar. A juzgar por aquellas voces, ella había perdonado a su madre. Pero él no podía decir lo mismo de su abuelo. Él nunca perdonaría la expresión de inefable júbilo del viejo al ver su aspecto desaliñado. En realidad, le habían dado ganas de arrojarlo desde alguna de las ventanas por las que Paula sentía tanto aprecio. Esa era otra buena razón para marcharse. Quizá si pasaba un mes alejado de aquel infierno, solo quizá, podría perdonar las infantiles pero malditas manipulaciones de Enrique.


—Vaya, ¿No es ese nuestro recién casado?


Pedro giró la cabeza al oír aquella voz inesperada. Se trataba de Adrián Morse, su mentor y amigo. Estaba en la puerta junto a un joven. Este, más alto que Adrián, no era otro que el mejor amigo de Pedro durante sus años en la universidad.


—¡Leonardo! ¡Leonardo Webley! —exclamó Pedro, sorprendido—. ¡Y Adrián! ¿Pero qué es esto?, ¿Veo visiones o qué?


Dejó la maleta en el suelo y se acercó a la puerta, donde abrazó a los dos visitantes. Adrián era delgado y por lo menos una cabeza más bajo que Pedro. Tenía alrededor de cincuenta años y su expresión era amable. Su pelo era oscuro, pero tenía las sienes llenas de canas. Llevaba un traje azul oscuro y corbata de rayas. En general, podría decirse de él que era un hombre educado y elegante, el perfecto conservador. 


—Te creía en Tokio, Adri.


Pedro saludó a continuación a su amigo Leonardo. Llevaba vaqueros gastados, botas altas, sombrero Stetson y camisa vaquera de color rojo. Como siempre, más parecía un jinete de rodeo que un consultor financiero.


—Leo, canalla, lo último que he oído de tí es que estabas en París pasándolo bomba.


—Pues te informaron bien, muchacho. Ah, ya sabes, me encanta la France.


—Sí, ya sé. Bueno, ¿Qué los trae por aquí? 


Adrián sonrió.



—Me parece que últimamente Pedro ha estado…, ¿Cómo se dice…?, en otros asuntos.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro.


—Tú mismo invitaste a Adri, muchacho, aunque no pudo venir a la boda —dijo Leonardo, guiñando un ojo a Pedro—. Y como mis asuntos no me han permitido volver a Estados Unidos, me he sumado a su visita. Me dijiste que podía pasarme por aquí cuando quisiera, pero ya veo que tampoco te acuerdas de eso. ¿Qué pasa? ¿Que la luna de miel no te ha dejado tiempo para acordarte de tus amigos?


Leonardo era casi tan alto como Pedro y, por su constitución, más parecía un jugador de rugby que un profesional de las finanzas. Era rubio y de rasgos duros, rasgos que suavizaba una encantadora sonrisa. Era texano, como mostraba su inconfundible acento, y por su físico y su simpatía tenía mucho éxito con las mujeres. Era el mejor amigo de Niko desde la universidad y el hecho de que ambos se hubieran decantado por el ajetreado mundo de las finanzas solo había servido para acrecentar su amistad. Pellizcó a Pedro en el brazo.


—Adrián y yo nos hemos encontrado en el aeropuerto y hemos venido juntos. Así nos vemos y matamos dos pájaros de un tiro.


Pedro había olvidado por completo la visita de Landon, que había previsto semanas atrás. A Reece le había dado una invitación sin fecha. Conociendo sus hábitos, no podía ser de otra forma.


—Ya, bueno, tienen que perdonarme… —dijo Pedro, cerrando la puerta—. Me alegro mucho de verlos.


Era cierto, se alegraba. Pero su visita no podía ser más inoportuna. 

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