lunes, 23 de enero de 2023

Venganza: Capítulo 3

Paula sintió que el suelo se movía bajo sus pies y la imagen del ataúd en el que estaba su padre se volvió borrosa. «No, por favor, no». Pedro, no. Allí, en ese momento, no. Pero no le cabía la menor duda de que estaba allí. Sus hombros parecían más anchos de lo que ella recordaba, su torso más fuerte, más imponente. Estaba de brazos cruzados, con los pies plantados con firmeza en el suelo, indicando claramente que no iba a marcharse a ninguna parte. No era posible que aquello estuviese ocurriendo. Pedro Alfonso estaba en la cárcel, todo el mundo lo sabía. Lo habían condenado por su papel en el negocio de contrabando de su padre, Horacio, que también había sido socio de su propio padre. Paula sintió náuseas solo de pensar en lo ocurrido, en que el negocio de transporte marítimo de su padre se hubiese hundido por culpa de aquello, en cómo su familia se había arruinado. Con solo veintitrés años, había vivido en la opulencia y también había pasado por muchas dificultades. Y en esos momentos tenía claro qué era lo que prefería. Aquel era el motivo por el que, cinco años antes, se había marchado y había decidido apartarse del negocio familiar, de los tejemanejes de sus hermanos. De los ataques de ira de su padre, de sus depresiones bañadas en alcohol. Pensó en su hija y se puso a temblar. Se dijo que Olivia estaba bien, sana y salva en casa, en Londres, probablemente jugando con la pobre Florencia, amiga de Paula y compañera de sus estudios de enfermería, que iba a cuidar de la pequeña hasta que ella regresase. Solo iba a quedarse allí el tiempo estrictamente necesario, como mucho un par de días, para firmar los documentos que tuviese que firmar. Después, se marcharía de aquella isla para siempre. Pero, de repente, le corría más prisa alejarse de Pedro Alfonso que de la isla. La ceremonia casi había terminado. El pope los estaba invitando a unirse a él en una última oración antes de que cubriesen el ataúd de tierra. Ella se estremeció.


–¿No tendrás frío? –le preguntó él, agarrándola del codo–. ¿O ha sido una conmovedora muestra de dolor?


Hablaba inglés perfectamente, aunque Paual también lo habría entendido en griego. Pedro la hizo girarse hacia él y añadió:


–Si es así, estoy seguro de que no es necesario que te diga que no tiene ningún fundamento.


–Pedro, por favor… –respondió ella, preparándose para mirarlo a los ojos y notando que se le doblaban las rodillas.


Los rizos oscuros habían desaparecido, llevaba el pelo muy corto, lo que endurecía sus bonitas facciones y acentuaba la curva de su dura mandíbula y los ángulos de sus mejillas, pero su mirada seguía siendo la misma: marrón oscura, casi negra, y sobrecogedoramente intensa.


–He venido a enterrar a mi padre, no a escuchar tus insultos.


–Oh, créeme, agapi mou, con respecto a los insultos, no sabría por dónde empezar. Tardaría toda una vida, o más, en expresar la repugnancia que me causaba ese hombre.


Paula tragó saliva. Su padre había tenido defectos, sin duda. Había tratado muy mal a su madre y le había sido infiel muchas veces, lo que había ido haciendo mella en ella, que al final había terminado con una sobredosis. Y ella jamás se lo perdonaría. Pero, no obstante, había sido su padre y por eso había ido a Thalassa por última vez. A despedirlo. Y, tal vez, a enterrar también los demonios del pasado. Lo que no había sabido era que el mayor de aquellos demonios estaría también allí, agarrándola por la cintura en esos momentos.

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