miércoles, 25 de enero de 2023

Venganza: Capítulo 9

La serpenteante carretera se alejó de Villa Melina, la casa de su familia, y continuó hacia el este, en dirección a Villa Ana, la casa de Pedro y su padre, el fallecido Horacio. Era una carretera que conocía bien porque la había recorrido de niña muchas veces en bicicleta, para ir a ver a Pedro y a su padre, que siempre había sido muy amable con ella, mucho más agradable que su propio padre y sus aburridos hermanastros, con los que no había tenido absolutamente nada en común. Hasta entonces, no había prestado atención a los nombres de las casas. Melina era el nombre de la primera esposa de Miguel y Ana, el de la madre de Pedro. Ella no había conocido a ninguna de las dos. Tampoco había sabido que la isla les pertenecía. Esa información solo la había tenido Pedro, quien, evidentemente, la había utilizado para quedarse con la isla entera y vengarse así de los Chaves. No tenía ni idea de lo que le había ocurrido al Pedro que ella había conocido… Pedro salió de la carretera y tomó el camino de tierra que llevaba a Villa Ana para detenerse poco después delante de la puerta. Desmontó y le tendió la mano a Paula, pero no lo hizo de modo caballeroso, sino más bien brusco. Después la empujó hacia la entrada, sacó una llave y abrió la puerta. Y a ella le sorprendió el gesto, porque en la isla nadie se molestaba en cerrar las puertas con llave. El interior de la casa seguía siendo tal y como ella recordaba. Incluso el olor le resultó familiar, cosa que la reconfortó y la inquietó a partes iguales. Siguió a Pedro hasta el gran salón, que estaba a oscuras, en silencio. Él se acercó a abrir las persianas, dejando entrar la luz del sol. Paula parpadeó. Ante ellos aparecieron las increíbles vistas del mar Egeo, pero ella solo podía pensar en el sofá. El sofá en el que Olivia había sido engendrada.


–¿Quieres beber algo? –preguntó Pedro, tomando un par de copas de un mueble y una botella de whisky.


–No, gracias.


–¿Te importa que lo haga yo?


Se sirvió una generosa cantidad, se la bebió de un trago, y repitió la operación. Paula apartó la vista de él y recorrió la habitación, que tenía las paredes decoradas con coloridos cuadros y muebles rústicos, de madera. Siempre le había encantado aquella casa, mucho más que la de su propia familia, que estaba amueblada de manera mucho más lujosa, ya que Miguel siempre había querido impresionar con ella a sus sucesivas conquistas. Villa Ana era más modesta, más tradicionalmente griega, con las paredes altas y la carpintería exterior pintada de color azul mediterráneo. Al mismo tiempo, contaba con todas las comodidades necesarias, tenía una enorme cocina bien equipada, una preciosa piscina, cinco dormitorios, gimnasio y biblioteca. E incluso un helipuerto donde Paula había visto que esperaba el helicóptero en el que, al parecer, debía de haber llegado Pedro.


–Bueno, ¿De qué querías hablarme? –preguntó, girándose hacia él.


–Eso puede esperar. Ahora mismo lo que quiero es que me beses como me besaste la última vez que estuviste aquí, agapi mou. ¿Te acuerdas?


Paula sintió que se mareaba. Pedro le había puesto la mano en la nuca… Su cálido aliento, con olor a whisky, la acarició. Por supuesto que se acordaba, perfectamente. Llevaba cinco años reviviéndolo.

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