lunes, 2 de enero de 2023

Serás Mía: Capítulo 48

Dejó expirar un largo suspiro y luego se acercó al sillón, dejándose caer en él. Apoyó la cabeza en el respaldo y se quedó mirando el techo. Estaba decorado con flores y guirnaldas, que parecían esparcirse y retorcerse por todas partes, como si se tratara de un jardín abandonado.


—¿Y casi se mata haciendo fotos a eso? —musitó, cerrando los ojos.


¿Por qué se sentía tan cansado? Durante una semana no había hecho otra cosa que dormir, comer, nadar y correr. Debería estar descansado y en plena forma.


—¿Cómo demonios me he metido en este lío? —musitó—. Parezco un estúpido, babeando por una mujer a la que nada importo. ¿Es posible que un hombre se vuelva loco cuando tiene tanto tiempo libre?


—La venganza no es muy dulce, ¿Verdad?


Pedro pudo oír con claridad las palabras de su abuelo. Lo molestaba mucho comprobar que el astuto viejo se había dado cuenta de su estupidez. Enrique estaba en la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja.


—¿Sí o no?


Pedro tenía ganas de mentirle, de decirle que estaba completamente equivocado, pero, por algún motivo no podía. Dejó escapar un suspiro y se inclinó hacia delante, apoyando los brazos en los muslos.


—No, no mucho, la verdad.


Enrique dejó escapar una risotada y dió una palmada.


—¡Ja! Roberto y yo sabíamos que estabais hechos el uno para el otro. 


Pedro miró a su abuelo, taladrándolo con la mirada. Enrique no tomó en cuenta aquella reprimenda.


—No seas tonto, muchacho —replicó con una sonrisa—. Trágate tu orgullo, acércate a ella y pídele otra vez que se case contigo.


Pedro no podía creer lo que estaba oyendo. Sacudió la cabeza a uno y otro lado y se levantó.


—Estás perdiendo el juicio, papou.


A Pedro se le escapó la palabra griega para «Abuelo». Evidentemente, estaba furioso consigo mismo por dejar que su estúpida fijación por una mujer que no significaba nada para él fuera motivo de una disputa con alguien a quien reverenciaba. Recurrir al griego había sido una manera inconsciente de suavizar la cuestión.


—No te metas en esto —dijo, al pasar junto a Enrique.




Paula encontró refugio en su habitación. Se dejó caer en la cama. Las manos le temblaban tanto que habría sido incapaz de cambiar la película de la cámara. Con un gruñido de impaciencia, agarró nerviosamente la colcha de satén. ¿Cómo había podido hacer algo así? ¿Cómo había podido besar a Pedro Alfonso en los labios? Por gratitud hacia su salvador, cierto, pero, ¿De verdad no sabía que se trataba de él? «¡Oh, por supuesto que lo sabías!», respondió su traicionera conciencia. «¿Quién más que él estaba aquí para ayudarte? ¿El viejo mayordomo? ¿Enrique, que debe rondar los setenta? ¿Tu madre? ¡Por supuesto que sabías que era él!


—¡Oh, cállate! —dijo en voz alta—. ¡No sabía que era él! He tenido solo una fracción de segundo para pensar y ¡He estado a punto de morir!


¿De verdad?», insistió su conciencia. «Bueno, puede ser, pero ese no ha sido un pequeño beso de agradecimiento, mentirosa. Ese beso ha sido lo mismo que decir: Llévame a la cama; ¡Lo sabes perfectamente!» 

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