viernes, 20 de enero de 2023

Serás Mía: Capítulo 76

 —¿Te ocurre algo?


—¿Algo? —repitió Paula, haciendo un gesto con la mano—. No, ¿Qué puede ocurrir? —replicó y abrazó al anciano—. Tengo que irme —dijo. No podía contener las lágrimas por más tiempo.



En noviembre, en Kansas las hojas de los árboles muestran una infinita y maravillosa gama de colores entre el amarillo y el marrón oscuro. Paula se preguntaba cómo sería el otoño en California. ¿Era frío y nevoso o verde y soleado? Podía averiguarlo si aceptaba la invitación que acababa de recibir. La invitaban a asistir a la gala de subasta de la casa de Pedro. Una invitación de cortesía, se dijo. Se quedó mirando fijamente la invitación, de membrete dorado, que motivó un combate entre su corazón y su cabeza. ¿Se atrevería a ir, a verlo otra vez? Estaba programado un baile, así que, sin duda, iría con alguna modelo. ¿Soportaría verlo acompañado?


—No —se dijo, corriendo hacia el teléfono. Tenía que rechazar la invitación mientras todavía podía hacerlo. No voy a someterme a la indiferencia de Pedro, lo siento pero no.


Al otro extremo de la línea, en el número que señalaba la invitación, respondió una mujer de conversación automática. Paula le dijo que no asistiría a la gala y colgó. Se acercó a la papelera que tenía junto a su mesa de trabajo y se deshizo de la invitación.


—No puedo hacerme eso a mí misma —murmuró, sentándose. 


Tenía que ver a dos nuevos clientes aquella tarde. Ambos le habían propuesto dos proyectos muy interesantes y bien pagados. Había llegado la hora de romper definitivamente con su pasado. Ante ella se abría un horizonte maravilloso al que no podía renunciar. ¿No decía una canción que en California nunca llovía? Pues esa canción mentía, porque aquella noche sí que llovía. Paula cruzó corriendo la calle mojada, lamentando no haber llevado un paraguas. Aunque la lluvia no era muy intensa, cuando entró en la mansión de Pedro estaba empapada.


—¿Y si te ve con esta pinta de perro apaleado? —se dijo, refugiándose en el porche, enfadada consigo misma por haberse decidido a última hora—. ¡Que no te vea!, ¿Me oyes?, ¡Que note vea!


Cómo había saltado la invitación de la papelera a su agenda era un misterio sin resolver, pero el caso era que aquella mañana había aparecido entre las páginas de su agenda personal. En algún momento entre el día en que la recibiera, hacía ya dos semanas, y el momento en que la descubrió, su fuerza de voluntad se había debilitado enormemente. Un duende se había apoderado de ella y, sin saber cómo, se vio llamando por teléfono para pedir horarios de los vuelos entre Kansas City y San Francisco. No quedaba ningún vuelo que llegara a tiempo, pero el gnomo era muy obstinado y no se rendía fácilmente. Reservó el billete, metió en la maleta el vestido que había comprado con tanto interés, aunque cuando lo compró no sabía para qué se tomaba tantas molestias, y salió hacia el aeropuerto a toda velocidad. Y allí estaba, a las nueve en punto de una noche de mediados de noviembre, después de correr bajo la lluvia, en algún lugar de las afueras de San Francisco. Ya en el porche, Paula se dió cuenta de que deseaba tanto como temía un encuentro con Pedro Alfonso. En la entrada, se apartó el flequillo de la frente y dió al portero su arrugada invitación. El portero la dejó pasar con una sonrisa. En el interior, el ambiente era cálido y acogedor. El vestíbulo relucía bajo la dorada luz de un enorme y espléndido candelabro. Candelabros igualmente espléndidos iluminaban la sala de baile, donde se reunía, vestida de etiqueta, la elite de la sociedad californiana. Todos estaban allí para celebrar aquella ocasión tan especial que tenía por protagonista a la obra maestra de ella. Eso era en su mente, una obra maestra de la restauración. En su corazón, era el hogar que ya no compartiría con el hombre al que amaba. Tenía que verlo, aunque solo fuera una última vez. Luego, se dijo, sin ni siquiera hablar con él, desaparecería discretamente y regresaría a Kansas. 

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