viernes, 13 de enero de 2023

Serás Mía: Capítulo 62

Pedro llevaba dos noches sin nadar, lo que solo servía para acrecentar su estrés, un estrés del que tenía que librarse como fuera. Adrián y Leonardo se fueron finalmente a la cama. La compañía de sus amigos le resultaba agradable, pero ignorar la evidente persecución de Paula por parte de Leonardo resultaba imposible, tanto más cuanto que Adrián no pasaba con él demasiado tiempo y también parecía prendado de una mujer, en su caso, de la madre de Paula. Los dos pasaban mucho tiempo junto, charlando, riendo y dando grandes caminatas. Maldijo entre dientes. Cualquiera diría que vivía en una especie de tierra encantada en la que cuando un hombre y una mujer se miraban, se veían arrastrados hacia una especie de hechizo del que resultaba imposible escapar. Claro que ni Adrián ni Leonardo demostraban demasiado interés por hacer esto último. Sus amigos estaban actuando como dos adolescentes. Aquella noche, por ejemplo. Paula y Alejandra se habían acostado a las diez; pues bien, Adrián y Leonardo se habían pasado el resto de la velada hablando de lo amables, encantadoras, inteligentes y hermosas que eran. Y mientras lo hacían, no paraban de darse palmadas en la espalda, como si hubieran sido ellos los artífices de tales cualidades. Ver a Leonardo obnubilado era una cosa, puesto que, al ser tan impulsivo, se entusiasmaba por las cosas enseguida, pero ¿Adrián? Por Dios. Si en su vida le habían interesado las mujeres, excepto como posibles clientes. Sus interminables soliloquios exaltando a la «Diminuta Alejandra» estaban a punto de agotar su paciencia para siempre. 


Ver a sus mejores amigos transformados hasta tal punto por un hechizo amoroso semejante habría bastado para que cualquier hombre se echara, loco como una cabra, a triscar por los montes. Pero la noche no parecía muy propicia para corretear por entre las rocas, por eso Pedro pensó que lo mejor sería darse un baño. Hasta que lograra ahogarse por agotamiento. Se encaminó a la piscina envuelto en un albornoz. Se fijó en la ventana de la habitación de Paula. Estaba a oscuras. Cómo no, ¿Por qué iba a estar asomada? Sin duda se encontraba muy cansada después de trabajar doce horas prácticamente sin comer, pues no había vuelto a bajar desde el desayuno. Aunque claro, Leonardo le había subido algún aperitivo. ¿Habría ganado algo de peso? Se interrumpió. No quería proseguir aquella línea de pensamiento. Se proponía relajar el estrés, no aumentarlo imaginando a Paula añadiendo algunos gramos a su delicioso cuerpo. Dejó escapar un juramento. ¿Estaba loco?, sería verdad que aquella casa estaba encantada por el hechizo de Cupido? Comenzó a desanudarse el albornoz, pero se detuvo al oír un ruido más allá del lugar donde se encontraba el trampolín. ¿Qué ruido era aquel? Parecía un maullido, tal vez un llanto, un llanto humano. Se quedó inmóvil, tratando de deducir de qué se trataba. Alguien lloraba, no le cabía la menor duda. Tenía buena visión nocturna, así que, al cabo de unos segundos, pudo ver a alguien sentado en una tumbona, con la cabeza entre las manos. No hacía falta ser un genio para averiguar de quién se trataba. La mayor parte del servicio estaba en sus hogares y solo tres mujeres pasaban la noche en la mansión: El ama de llaves, Alejandra y Paula. Puesto que el ama de llaves era muy alegre y Alejandra de constitución muy pequeña, la que estaba llorando no podía ser otra que Paula.


—¿Qué demon…?


Apretó el cinturón del albornoz y se acercó a ella, sin saber qué haría al llegar. Consolar a una mujer no era algo a lo que estuviera acostumbrado. Sus clientes femeninos no tenían motivos para llorar, desde luego, y tampoco sus amistades esporádicas.


—Paula —dijo, arrodillándose a su lado y colocándole una mano en el hombro.


Ella reaccionó con un sobresalto, como si la hubiera pinchado con una lanza.


—¿Qué quieres? —dijo, controlando sus sollozos como podía.


Pedro vaciló. 

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