viernes, 29 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 50

–¿Te puedes creer que Pedro se haya casado con una gorda con cara de pudin que apenas sabe leer y nunca tiene nada que decir?

Paula se quedó helada.

–Una tragedia –dijo otra mujer–. No me puedo creer que un hombre como Pedro se haya dejado atrapar por una cualquiera como esa, enana y estúpida.

–Bueno, yo no la llamaría estúpida –contestó la primera mujer.

Temblando, Paula miró por la ranura de la puerta. Marcela y Leticia estaba paradas frente al lavamanos, pintándose los labios. Las dos eran ricas herederas que se habían casado con hombres aún más ricos que ellas. Y las dos estaban tan delgadas que parecían perchas con aquellos trajes de firma de Milán.

–Una pena –dijo Marcela, suspirando y empolvándose la nariz al tiempo que se miraba en el espejo–. Romina debería estar con nosotros esta noche, como siempre.

–Y estará –le dijo Leticia, tratando de consolar a su amiga. Volvió a guardar el pintalabios dentro de su diminuto bolso de cristal–. Esa buscavidas gorda se dará cuenta de que no tiene nada que hacer aquí. En cuanto nazca el crío, Pedro se cansará de ella y la mandará de vuelta a los Estados Unidos. Y entonces volverá con Romina, como debe ser –miró a la otra mujer–. ¿Hemos terminado?

–Creo que sí –respondió Marcela.

Sonrientes, salieron del aseo.

El golpe de la puerta reverberó en todo el servicio. Paula entrelazó las manos; el corazón se le salía del pecho. Sentía escalofríos y no podía dejar de temblar. Era culpa suya, por haberse quedado escondida. Si hubiera salido inmediatamente del cubículo, Marcela y Leticia no hubieran sido tan groseras. No hubieran sido tan crueles si hubieran sabido que ella estaba allí dentro, escuchando. Pero entonces se dio cuenta de que… Habían hablado en inglés.

–Oh… –exclamó para sí.

Se apoyó contra la pared del servicio como si acabaran de darle un puñetazo. Se miró en el espejo y vió lo poco que la favorecía aquel traje minimalista. Salió a toda prisa. Sus zapatos de tacón alto repiqueteaban contra el suelo. Cruzó el elegante restaurante, pasando por delante de los adinerados habituales del local. Pedro estaba sentado junto a Marcela, Leticia y sus respectivos maridos, riéndose a carcajadas mientras las mujeres le lanzaban sonrisas cómplices y maliciosas. De repente, sintió que le fallaba el coraje.

Cenicienta: Capítulo 49

Hipnotizado, Pedro la observó mientras se mordía el labio inferior. Sus pequeños dientes se clavaban en la carne, hinchada de tanto hacer el amor el día anterior.

–Claro que no –le dijo, volviendo a la realidad–. Pero sabía, al igual que yo, que éramos la pareja perfecta sobre el papel cuché.

Paula se puso seria de repente, y Pedro pensó que quizá había herido sus sentimientos con una afirmación tan sincera.

–Pero ahora te tengo a tí –le dijo finalmente.

Ella le miró con ojos llenos de esperanza y luz.

–La madre de mi precioso hijo –le rodeó la cintura con ambos brazos–. La mujer que me ha dado el mejor sexo del mundo.

Ella dejó escapar una carcajada por fin. Y entonces sacudió la cabeza, poniéndose erguida.

–Y me voy contigo a Roma.

El instinto le decía a Pedro que no era una buena idea, pero… Al ver el anhelo que brillaba en sus ojos, no pudo negarle lo que deseaba, lo que ambos querían. Él tampoco quería estar lejos de ella.

–Muy bien, cara –le dijo tranquilamente–. Nos vamos a Roma.

Ella respiró hondo.

–¡Gracias! –exclamó, rodeándole con los brazos–. No te arrepentirás. Ya lo verás. Yo sabré arreglármelas muy bien. ¡No tengo miedo!

Mientras Paula le besaba en las mejillas una y otra vez, agradecida, Pedro casi llegó a creer que había hecho lo correcto. Él la protegería. Y ella era fuerte. Había ganado mucha confianza desde el día de la boda. ¿Qué había obrado un cambio tan grande en ella? ¿Las clases de italiano? ¿Las normas de etiqueta? Fuera lo que fuera, ella sabría cómo hacerle frente a la situación. Se estaba preocupando por nada. Después de todo, ya estaban casados, y esperaban un bebé. ¿Qué podía haber en Roma que pudiera separarlos?




Roma… La ciudad eterna… ¿Cuál sería la palabra italiana para «desastre»? Otra cena sofisticada y fabulosa en un elegante restaurante con los amigos de Pedro y, otra vez, Paula se escondía en el servicio de señoras. Desde su llegada a Roma tres semanas antes, él no había hecho más que trabajar durante horas en su despacho. Solo le veía durante las cenas con amigos y por las noches, cuando le hacía el amor de madrugada. Los amigos siempre estaban encantados de verle, pero no estaban tan encantados con ella. Durante las dos horas anteriores, no había hecho más que estar sentada como una estatua con una sonrisa de plástico pegada a la cara mientras Pedro y sus amigos hablaban en italiano a la velocidad de la luz y se reían sin parar. Escondida en el aseo, Paula se miró los zapatos de Prada de color beige que llevaba puestos. La falda del traje que llevaba le apretaba las caderas y la cintura. Ojalá no hubiera comido tanto pan… Ninguna de las otras mujeres comía pan. No. Parecía que solo se alimentaban de cotilleos y malicia. «Solo es tu imaginación…», trató de decirse a sí misma. Las puertas del servicio se abrieron de repente. Por suerte, Paula estaba escondida en uno de los cubículos.

Cenicienta: Capítulo 48

–No quiero que me protejan. ¡Quiero ser tu esposa!

Él soltó el aliento y trató de mantener un tono ligero.

–Si estás cansada de Sardinia, puedo dejarte en nuestra finca de la Toscana. Podrías ver las obras de arte de Florencia, decorar la habitación del niño, aprender a hacer pan…

–¡No! –gritó ella, golpeando el suelo con los pies–. ¡Me voy a Roma contigo!

–Paula, por favor…

–No me dan miedo tus amigos –le dijo ella.

Él guardó silencio.

–¿Qué crees que van a hacer? ¿Van a pelearse conmigo? ¿Hundirme en el lodo?

–No –dijo él tranquilamente–. Ellos serán mucho más sutiles. Atacarán cualquier debilidad que encuentren. Tus maneras, tu ropa, incluso tu dislexia.

–¿Me estás diciendo… –le preguntó ella con desprecio– que me van a hacer una prueba de lectura antes de admitirme en su pequeño club?

Tratando de no perder la paciencia, Pedro apretó la mandíbula.

–Solo trato de mantenerte feliz y segura.

–¿Teniéndome prisionera?

Él cruzó los brazos.

–No es que estés sufriendo precisamente, Paula. Para mucha gente, este lugar es más bien un paraíso, y no una prisión.

Ella le fulminó con la mirada.

–Y solo será hasta que termines tus clases. Hasta que estés preparada.

–¿Entonces te avergüenzas de mí?

–No seas tonta.

–No voy a dejarte en ridículo –le susurró ella. Le miró con ojos suplicantes, apretándole el pecho con las puntas de los dedos–. Por favor. No me dejes aquí sola. No puedo soportar… No puedo soportar estar lejos de tí.

Pedro se sintió impotente ante esa mirada. Apretando la mandíbula, bajó la vista.

–Te harán daño.

–Soy más fuerte de lo que crees.

–Romina estará allí.

Paula guardó silencio durante un momento y entonces levantó la barbilla.

–La invitaremos a tomar el té.

Él resopló.

–Creo que eso sería pasarse un poco.

–Lo digo en serio –dijo ella, insistiendo–. Me siento culpable. Ella estaba enamorada de tí, pensó que ibas a proponerle matrimonio, y entonces nos fugamos. Le hicimos daño.

–Tú no hiciste nada –le dijo Pedro–. Y si yo la traté mal, lo superará. Créeme. Ya encontrará a otro buen partido, alguien el doble de rico y mucho más guapo.

–Nadie es más guapo que tú –le dijo Paula, y entonces su sonrisa se desvaneció. Apartó la vista y se mordió el labio inferior–. ¿Crees que estaba realmente enamorada de tí?

Cenicienta: Capítulo 47

–¡Cuando hagas lo que yo quiero!

–Eso no va a pasar –le dijo él, vacilante–. Ha habido una complicación, Paula–. Tengo que volver a Roma.

–¿Qué ha pasado?

Pedro frunció el entrecejo.

–Tomás St. Rafael.

Ella tomó aliento. Sorprendentemente, parecía comprender la gravedad de la situación sin necesidad de explicárselo.

–¿Qué… qué pasa con él?

–No le bastó con arrebatarme el acuerdo con Joyería –masculló–. Ahora va detrás del mercado asiático también. Casi como si fuera algo personal.

–A lo mejor sí que lo es –le dijo ella en un tono bajo–. No entiendo por qué los hombres tienen que pelearse por algo que ni siquiera necesitan. Tú tienes sus viñedos… Llámale… Ofrécele un intercambio. Una tregua…

–¿Es una broma? –le dijo él, sorprendido–. Quemaría mi palazzo antes que pedirle una tregua a Tomás St. Rafael –la miró a los ojos y su voz se relajó–. Siento que nuestra luna de miel tenga que terminar así.

Ella se lamió los labios y se encogió de hombros.

–No pasa nada. Me encanta Sardinia, pero estoy segura de que Roma también me gustará mucho. Tengo muchas ganas de ver el palazzo, de conocer a tus amigos.

–Paula –su buen humor se desvaneció–. Ya hemos hablado de eso.

–Tú has hablado de ello –le dijo ella en un tono de exasperación, cerrando los dedos sobre el vello de su pecho.

–Eres mi esposa. Has jurado obedecerme.

Indignada, Paula le miró a los ojos.

–Yo no he jurado…

–Tu lugar está en casa –le dijo él, interrumpiéndola.

–Mi casa está contigo –bajó la vista hacia sus pies desnudos–. A menos que te avergüences de mí.

Tomando sus manos, Pedro se las llevó a los labios.

–Mis amigos no son precisamente gente sencilla y agradable. Dudo mucho que te caigan bien.

Los puños de la camisa le colgaban de las muñecas, haciéndola parecer muy joven.

–Querrás decir que no les voy a caer bien.

–Vendrán a buscarte pronto –le dijo, abrazándola suavemente–. Lo prometo –añadió y le dió el beso más tierno y dulce que jamás le había dado.

Pero ella se apartó. Sus ojos le miraban con dureza.

–No.

Él frunció el ceño.

–¿Es que no lo entiendes? Solo trato de protegerte.

Cenicienta: Capítulo 46

Sujetándole las mejillas con ambas manos, le dió un beso. Sus labios eran tan suaves, tan cálidos… su lengua ardiente era como fuego líquido. Ella se sentó sobre él a horcajadas sobre la silla giratoria. La braguita del bikini apenas le tapaba el trasero. Pedro podía sentir el calor de su sexo contra su erección. Besándola en el cuello, metió la cara entre sus generosos pechos, apenas contenidos dentro de aquellos diminutos triángulos de tela. Ella gimió y empezó a moverse contra él, apretándose contra él de forma casi inconsciente. Él contempló su hermoso rostro. Ella tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos… Su expresión era de pura alegría… Jamás podría cansarse de una mujer tan maravillosa. Levantándola en el aire un instante, la hizo caer con fuerza sobre su miembro erecto y entró en su dulce sexo con una embestida poderosa. Gimió al llenarla por completo, hasta el fondo. Ella se puso tensa de inmediato y reprimió un jadeo de sorpresa y placer.

Él estaba muy adentro, moldeándola a su forma, y era maravilloso… Y la humedad… «Oh, Dios mío…», exclamó para sí. Oleadas de gozo los sacudieron a los dos y entonces él cerró los ojos. La levantó en el aire una segunda vez y volvió a empujar de nuevo. Un gruñido brutal brotó de sus labios, pero no tuvo oportunidad de hacerlo otra vez. Ella tomó el ritmo; sus pechos saltaban contra el rostro de Pedro mientras trataba de controlar la cadencia. Él se inclinó adelante y respiró el aroma a sol y a mar. Echando a un lado uno de los triángulos del bikini, empezó a chuparle uno de sus duros pezones y con la otra mano le agarró un muslo. Ella dejó escapar un grito sofocado, echó atrás la cabeza y le cabalgó, cada vez más rápido, más duro… El placer era demasiado intenso. Él no le había hecho el amor desde la noche anterior y ya parecía que hacía un siglo de ello. Un gemido profundo escapó de los labios de ella y entonces él sintió el rebote de sus pechos en la boca una vez más. Su sexo húmedo y caliente lo succionaba cada vez más adentro, llevándoselo consigo. Pedro trató de contenerse, pero no pudo…

Ella emitió un quejido que se hacía cada vez más intenso… Se aferró a sus hombros, clavándole las uñas en la piel. Entonces dió un grito final y Pedro la sintió temblar a su alrededor… Justo a tiempo… Rápidamente, él se dejó llevar y se rindió a la oleada de placer que lo cubría. Fuegos artificiales bailaban tras sus párpados… Él dejó escapar el aliento bruscamente y, con un gruñido gutural, soltó todo lo que llevaba dentro. La sujetó con fuerza durante unos minutos. Después ella se puso en pie. Pedro se levantó también y se abrochó la bragueta. Todavía se sentía desorientado. Ella solo llevaba la parte superior del bikini, pero uno de sus pechos estaba al descubierto. Se estremeció de frío… Él se quitó la camisa rápidamente y se la puso sobre los hombros.

–Gracias –murmuró ella, ofreciéndole una sonrisa traviesa–. Me encanta venir a verte cuando estás trabajando.

Él se echó a reír y entonces la miró de arriba abajo. La camisa le llegaba hasta la mitad del muslo.

–Estás… graciosa.

–Y tú también –le dijo ella, deslizando una mano por su pecho desnudo–. Me gusta mucho más como vas vestido ahora –añadió, esbozando una sonrisa juguetona–. ¡Perfecto para la playa!

Él parpadeó.

–¡Chica! –exclamó–. ¿Cuándo vas a parar?

miércoles, 27 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 45

–Me gustas, Pedro –le dijo en un susurro–. Me gustas de verdad. Eres divertido y eres un amante muy generoso, pero el bebé no es tuyo. Te mentí.

–No… –Pedro se tambaleó hacia atrás. Era como si acabaran de asestarle un buen puñetazo–. ¿No es mío?

Ella se sonrojó.

–Me decías que querías esperar a tener el amor verdadero y todo eso… Pero… Lo siento. ¡No pude pasar dos meses sin sexo! –se sonrojó y apartó la vista–. La primera noche que estuvimos juntos yo ya sabía que estaba embarazada.

La música dance retumbaba en la cabeza de Pedro. La garganta se le había cerrado.

–Pero ¿Por qué?

–Pensé que serías un buen marido. Un buen padre –ella se mordió el labio inferior–. El otro hombre está casado. Nunca se casará conmigo ni querrá criar al bebé. Pero tiene una empresa tecnológica en Cupertino. Si se lo digo, sé que me dará dinero –miró a Pedro fijamente bajo las luces estroboscópicas–. No quiero que mi hijo sea pobre –susurró–. Lo siento mucho.

Y así, sin más, le dejó allí, en mitad de la pista. Esa fue la última vez que Pedro fue a bailar a una discoteca, la última vez que se humilló delante de alguien, la última vez que confió en una mujer.

–¿Pedro? ¿Sigues ahí?

Se volvió en la silla. Ella estaba apoyada contra el marco de la puerta, sacando la cadera. Sus pechos turgentes sobresalían de la diminuta parte superior del bikini. La miró de arriba abajo. Sus muslos suaves y bien torneados, las curvas de guitarra de su cuerpo. Recorrió sus largas piernas con la mirada y volvió a sus pechos grandes, de embarazada. Se excitó en una fracción de segundo.

–¿Todavía sigues trabajando? –murmuró ella, sonriendo como si no tuviera ni idea del efecto que ese contoneo de caderas tenía en él–. ¿Es que no has oído lo que dicen? Si trabajas demasiado…

Pedro se dió cuenta de repente de que su dulce esposa se había convertido en una experta seductora en los nueve días que llevaban casados. Sin dejar de sonreír, le puso una mano sobre el hombro y empezó a frotarle el cuello.

–Yo no he dicho eso –le dijo él, devolviéndole la mirada.

–Podrías construir castillos de arena conmigo.

–Correr por ahí, retozar en el agua… No me interesa.

Ella sacudió la cabeza y le sacó la lengua.

–¿Cómo puedes tener una casa en Sardinia y no ir nunca a la playa?

–Prefiero pasarlo bien aquí –le dijo él, atrayéndola hacia sí–. Contigo…

Ella abrió mucho los ojos y Pedro la sintió rendirse automáticamente. Las cosas entre ellos siempre eran así. ¿Cuántas veces habían hecho el amor desde que se habían casado? Muchas… Pero nunca tenía bastante. Con ella nunca era suficiente.

Cenicienta: Capítulo 44

De repente la vio en la playa. Una sonrisa se asomó a sus labios y sus hombros se relajaron al verla saltar en el agua, ataviada con uno de los bikinis que había comprado en Porto Cervo. Ese día iba de color violeta. De pronto ella se detuvo y miró hacia la casa, como si supiera que la estaba observando. Fue a hablar con unos niños que estaban jugando a cierta distancia en la orilla. Pedro aguzó la mirada. Reconocía vagamente a aquel niño moreno y a la niña más pequeña. Eran los hijos de unos empleados internos de la casa de al lado. Paula se sentó en la arena junto a ellos y les ayudó a construir un castillo de arena. La observó mientras jugaba en la playa. Estaba tan feliz, tan libre… Era tan buena con los niños…

Había visto esa mirada dulce y tierna en sus ojos cada vez que le hablaba de su bebé. Ella era todo lo que un hombre podía desear en una esposa, todo lo que la madre de su hijo debía ser. Solo tenía un único defecto. Ella le amaba. Había estado a punto de confesarle su amor antes de la boda, pero él la había hecho detenerse al ver lo que estaba a punto de decir. Soltó el aliento…


Cuando estaba en el primer año de carrera en Stanford, se había enamorado locamente de una camarera de veinticinco años, y se había tomado su tiempo para cortejarla durante meses como un perfecto caballero. Pero un día Candela le había arrastrado a su departamento y le había suplicado que le hiciera el amor. Le había dicho que no necesitaban preservativos porque ella tomaba la píldora.

–Confías en mí, ¿No? –le había preguntado con los ojos muy abiertos.

Después de tantos años esperando, el sexo había sido toda una revelación. Estaba loco de emoción. Y cuando ella se había quedado embarazada, había sido como un milagro. Pero entonces murió su padre, dejando un rastro de deudas astronómicas. Pedro tuvo que dejar la universidad, pensando en conseguir un empleo rápidamente para ayudar a su madre. Tenía intención de proponerle matrimonio a Candela lo antes posible. Al principio iban a ser pobres, pero él estaba dispuesto a trabajar las veinticuatro horas del día y a invertir cada centavo que ganaba. Algún día, se había prometido a sí mismo, iba a darle la vida de una princesa. Le compró un anillo barato que casi no se podía permitir y se la llevó de picnic al parque. Pero las cosas no salieron tal y como él esperaba. Mientras él hablaba, Candela guardaba silencio y apenas comía el sándwich. Después se la había llevado a bailar, lo que más le gustaba hacer en su tiempo libre. Quería demostrarle que su vida juntos podía ser romántica y divertida, incluso sin dinero. Pero en mitad de la primera canción, Candela se detuvo en medio de la pista de baile. Levantó la vista hacia él. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Cenicienta: Capítulo 43

-Párale. Me da igual cómo, ¡Pero párale!

Sentado frente a su escritorio, Pedro casi gritó furioso antes de colgarle el teléfono a su director financiero. Se revolvió los cabellos en un gesto de impaciencia y levantó la mano para tirar el teléfono al otro lado de la habitación. Pero entonces se detuvo, asiendo el frío metal con la mano. Soltando el aliento, dejó el teléfono con cuidado sobre la mesa. Se puso en pie y empezó a caminar delante de la ventana, maldiciendo a Tomás St. Rafael en inglés, en italiano y también en francés. Su rivalidad había empezado años antes, cuando el francés había comprado la firma italiana que estaba junto a las oficinas de Alfonso Worldwide en Roma. Y la disputa se había acrecentado con el robo del acuerdo con Joyería tan solo un mes antes. Pero aquello era la gota que colmaba el vaso. Claramente, el francés estaba haciendo el paripé para hacerse con una empresa que Alessandro necesitaba para ampliar su mercado en Asia. Gruñó. Había pasado años consolidando contactos en Tokio, con la esperanza de llegar a controlar la empresa. St. Rafael no tenía motivos para comprar la empresa. Solo lo hacía para vengarse porque Alessandro había comprado los viñedos en Francia. Era una estratagema, una argucia para vengarse y no dejarle salirse con la suya. Seguramente se estaba imaginando que ya tenía ganada la guerra, después de la humillación de Ciudad de México. ¿Y por qué no iba a pensar eso? Alguien le había traicionado.

El director financiero de Pedro había descubierto por qué Manuel Rodríguez había vendido Joyería a St. Rafael, antes que a Alfonso Worldwide. De alguna manera, el francés había llegado a saber que tenía intención de cerrar el estudio de Ciudad de México y llevárselo a San Francisco. Rodríguez le había vendido el negocio para proteger los trabajos de sus empleados. Pero‚ ¿Cómo lo había llegado a saber St. Rafael? Sentado frente a su escritorio, Pedro se quedó mirando la pantalla del ordenador. Llevaba tiempo trabajando a distancia con su equipo, pero el acuerdo de Tokio se le estaba yendo de las manos y los problemas empezaban a lloverle. Tenía que terminar pronto su luna de miel y volver a Roma. Miró por la ventana y buscó a Paula. Eran más de las cinco de la tarde. Ella había entrado en el estudio una hora antes, pero él no había podido hacerle mucho caso. Ya llevaba casi dos días así. Había pasado unas cuantas horas en la cama la noche anterior, y después había vuelto a su estudio para discutir una posible estrategia con la oficina de Hong Kong. La noche anterior se había quedado dormido sobre el teclado del ordenador.

Pedro soltó el aliento. Debería haber vuelto a Roma dos días antes. Quedándose en Sardinia, lejos de su equipo, lo único que hacía era anteponer a una mujer a los negocios; algo que nunca antes había hecho. Pero tampoco se trataba de cualquier mujer. Ella era su esposa.

Cenicienta: Capítulo 42

Tras nadar hacia ella, se agarró al borde de la piscina con una mano, y con la otra la atrajo hacia sí sin decir ni una palabra. Bajando la cabeza, la besó con fervor. Mientras sus labios la besaban, su lengua jugaba. Paula tuvo que agarrarse al borde de la piscina para no perder el equilibrio. Manteniéndose a flote con sus poderosas piernas musculosas, le sujetó el rostro con ambas manos y empezó a besarla con más fuerza. Se hundieron momentáneamente y entonces salieron a la superficie. Asiendo el borde de la piscina, escupieron un poco de agua. Se miraron, flotando en el agua. Pedro la acorraló contra el borde de la piscina, poniendo sus grandes manos sobre las de ella. La besó ciegamente, explorando su boca.

–Mi piace stare con te –le susurró. «Me encanta estar contigo…».

–Baciami –le dijo ella. «Bésame…».

Reprimiendo un gruñido, Pedro se volvió dentro del agua. La hizo poner los brazos alrededor de sus hombros, la levantó sobre su propia espalda y nadó hasta los escalones de la piscina. Podía sentir sus pechos, desnudos, contra la espalda. A medida que salía de la piscina, la ropa le chorreaba agua que corría sobre su cuerpo perfecto. La estrechó entre sus brazos y la miró fijamente. Había una extraña expresión en sus ojos oscuros, una expresión que nunca antes había visto.

–Mia moglie –le dijo–. Mi dulce esposa.

La llevó al otro lado de la terraza y entró en la casa, dejando un río de agua a su paso. Dentro de la casa, todo estaba en silencio, oscuro. La hizo sentarse sobre la cama de matrimonio, donde ya habían disfrutado de muchas noches de placer interminable y arrebatador. Sin dejar de mirarla ni un segundo, se quitó la camiseta lentamente, dejando al descubierto un pecho musculoso y bronceado. Lo próximo serían los boxers de seda y los vaqueros. Se quitó las prendas mojadas de encima y las dejó sobre el frío suelo de mármol. Desnudo, fue hacia ella. Su beso fue ardiente y apasionado, al igual que todo lo demás en él. Su abrazo se hizo tierno y sus labios susurraron dulces palabras en italiano que Paula solo entendía a medias; palabras que la hacían estremecerse. Él se apartó un momento y contempló su rostro en la penumbra. Ella podía oír cómo su aliento se mezclaba con el de él. Una emoción arrolladora e inexplicable creció dentro de Paula. Levantando la mano, tocó su mejilla dura y cubierta de una fina barba. «Te quiero». Pero no podía decirlo en alto. No podía ser tan temeraria, o tan valiente. Pedro le hizo el amor lentamente, tomándose su tiempo para acariciarla, lamerla y adorar cada rincón de su cuerpo, hasta que por fin llegaron a la cumbre del éxtasis, al unísono. Después se abrazaron. Durante varios minutos, él durmió, y ella le observó.

Ella se volvió hacia el balcón y las cortinas se movieron suavemente en el viento. A lo lejos podía ver el resplandor de los rayos del sol, iluminando la superficie del agua como un millón de diamantes. Y ya no pudo negarlo más, ni siquiera a sí misma. Se había enamorado de Pedro. En realidad, había estado enamorada de él desde el momento en que él la había encontrado en su despacho aquella noche de sábado, llorando a oscuras como un alma en pena. Respiró hondo. Podía vivir con ello. Sería la esposa que él necesitaba. Mantendría la boca cerrada y se esforzaría por ser elegante y comedida. Estudiaría mucho y se pondría la ropa que él le compraba. Sería la persona que él quería que fuera si con eso se ganaba su amor. Entonces todo merecería la pena. ¿O no? De repente sintió un escalofrío y se acurrucó contra él. En pocos minutos él se despertaría y le diría que fueran a cenar, o a lo mejor querría hacerle el amor de nuevo. Costara lo que costara, haría todo lo posible por ganarse un pedacito de su corazón. Con eso sería suficiente, aunque ella le hubiera dado su corazón entero. Cerró los ojos. De alguna manera, tenía que conseguir su amor.

Cenicienta: Capítulo 41

Sin embargo, ese día el dormitorio estaba vacío. Y también el estudio en el que Pedro había tenido reuniones con los directivos de Roma durante casi todo el día. Mirando por la ventana, le vió caminando junto a la piscina, con el móvil en la mano. Conteniendo una risita maliciosa, se puso un diminuto bikini y se miró en el espejo. Era curioso pensar que poco tiempo antes se sentía acomplejada de su cuerpo rellenito y voluptuoso… Contempló el rutilante diamante de diez quilates de su anillo. Él se lo había comprado en la joyería de Alfonso de Las Vegas, como si el medio millón de dólares que había costado no fuera nada para él. Las palmeras se mecían al viento, arrojando caprichosas sombras obre Pedro… Paula fue hacia él, meneando las caderas. Pero él no levantó la vista. Siguió mirando al frente, a la pantalla. Ella rodeó la silla, y se inclinó sobre él para masajearle los hombros.

–Hola.

–Buon pomeriggio, cara –le dijo él, tecleando sin levantar la vista.

–¿Buon pomeriggio? Buona sera.

Todavía distraído, Pedro levantó la vista hacia ella y entonces vió lo que llevaba puesto. Sus ojos le delataron enseguida. Cerró el ordenador de golpe.

–Buona sera –contestó con interés–. Tu italiano mejora por momentos.

–Siempre me ha interesado tu lengua nativa –le dijo ella, con una sonrisa sugerente. Cuando le vio mirarle los pechos un instante, desvió la mirada hacia la pantalla del ordenador–. Siento haberte interrumpido. ¿Habías terminado?

–Ahora sí –le dijo él. Echó a un lado el ordenador, la hizo sentarse sobre su regazo y la besó con pasión.

Mientras sentía sus cálidos labios, Paula sintió que se derretía por dentro. Cerró los ojos y aspiró su aroma embriagador. Notando su calor contra la piel, se sentía intoxicada de placer. Solo había una cosa que la preocupaba un poco… La noche anterior la había llevado al pueblo para cenar y después habían dado un paseo por aquellas calles estrechas, sinuosas y encantadoras. Casi había creído que iba a morir de tanta felicidad. Y después habían pasado por delante de un pub. Ella había tratado de convencerle para entrar. Un intermitente goteo de parejas salía bailando del local. Pero él se había negado.

–No sé bailar. Ya lo sabes –le había dicho.

–Oh, por favor –le había dicho ella–. ¡Solo esta vez!

Pero él se había negado. Excepto cuando estaban en la cama, Pedro jamás se permitía hacer nada que pudiera hacerle parecer ridículo y estúpido. No bailaba. No jugaba. No retozaba en la piscina. Pero eso estaba a punto de cambiar. Ya era hora de que aprendiera a dejarse llevar. De forma juguetona, Paula se alejó de él.

–Necesito refrescarme un poco.

Fue hacia los escalones de la piscina y se sumergió poco a poco, contoneando las caderas. Se adentró más y más hasta que el agua le llegó hasta los pechos, sin llegar a cubrírselos del todo. Y entonces miró a Pedro por el rabillo del ojo. Él la observaba. Con un suspiro suave e inocente, se sumergió del todo y echó a nadar dando brazadas suaves y sensuales. Salió en el borde de la piscina, al pie de la silla de Pedro.

–Ven conmigo –le dijo ella, sonriéndole.

Bajando la vista hacia ella, Pedro sacudió la cabeza lentamente.

–No. No es lo mío.

Lánguidamente, Paula metió la cabeza en el agua de nuevo, echándose hacia atrás. Sintió su mirada ardiente al volver a emerger. Gotas de agua le corrían por la piel, por el cuello, los brazos, los pechos… Estiró los brazos por encima de la cabeza y empezó amoverse perezosamente contra el agua cristalina.

–Ven conmigo –volvió a decirle.

Parecía que Pedro tenía problemas para respirar. Relamiéndose, negó con la cabeza. Paula volvió a sumergirse y permaneció abajo durante unos segundos. Cuando volvió a salir por fin, él casi se había levantado de la silla, como si acabara de llevarse una sorpresa. Ella nadó hasta el borde de la piscina. Tenía una sonrisa sensual en los labios. Apoyándose en el borde, le tiró algo a los pies. Era el bikini.

–Ven conmigo.

Pedro la miró. Entreabrió los labios. Ella le oyó respirar entrecortadamente. Y entonces se movió. Paula jamás hubiera creído que alguien pudiera moverse tan rápido. Vestido con unos vaqueros viejos y una camiseta blanca, se tiró al agua de golpe, aterrizando justo a su lado. El agua salió disparada en todas direcciones, salpicándola en la cabeza, los hombros… Él emergió de inmediato, como un dios griego que sale de las profundidades. La camiseta, empapada, y translúcida, se le pegaba a la piel de los hombros, los pectorales, abdominales…

lunes, 25 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 40

–Io bacio.

–Io bacio –repitió Paula, balanceando un libro sobre su cabeza.

De pie junto a la ventana, contemplando las aguas azules de Costa Smeralda, el profesor italiano sonrió.

–Tu baci –repitió Paula sin aliento, cruzando la estancia subida a unos tacones de diez centímetros–. Lui bacia.

Mientras Paula repetía todas las conjugaciones de baciare, no podía evitar sonreír. Su profesor había escogido el verbo «besar» a propósito, un guiño a su condición de recién casada. Aunque los pies le dolieran con esos zapatos tan caros, se sentía extrañamente feliz. Sí. Le dolía la cabeza después de una intensa jornada aprendiendo normas de etiqueta, por no hablar de las clases de italiano, en las que no solo aprendía a decir «tenedor », sino también a distinguir entre uno para ensalada y otro para postre. Pero… estaba feliz.

–Molto bene –dijo el profesor por fin, satisfecho.

–Aprende usted muy rápido, principessa –le dijo la mujer suiza que le daba clases de comportamiento y conducta.

Trabajaba en un famoso internado de Los Alpes.

–Grazie –dijo Paula, riendo.

Era la primera vez que le decían algo así. Por suerte, no tenía que leer. Solo se trataba de escuchar, repetir y practicar. Su marido les había dado instrucciones muy precisas a los profesores. Su marido…

Después de toda una semana en la preciosa mansión de Sardinia, siete dulces días siendo la esposa de Pedro Alfonso, Paula seguía adorando la palabra «marido ». Miró el reloj discretamente. El libro casi se le cayó de la cabeza. Ya casi eran las cinco de la tarde. Su momento favorito del día. El profesor de italiano siguió su mirada y asintió.

–Hemos terminado –le dijo–. Buona sera, principessa.

Madame Renaud le quitó el libro de la cabeza.

–Bonsoir, principessa… et merci –dijo y salió detrás del profesor.

Principessa… Otra palabra que todavía le sonaba exótica y extranjera. Nada que ver con lo que ella era… En cuanto se quedó sola, Paula subió al piso superior tan rápido como le permitió su apretada falda de tubo color beige. Se dirigió hacia el dormitorio. Sus tacones altos repiqueteaban contra el suelo a medida que avanzaba por el pasillo. Al pasar por delante de una ventana, su mirada reparó en el azul del Mediterráneo, la arena blanca. Una semana antes le hubiera sido difícil localizar la isla de Sardinia en el mapa, pero en ese momento estaba encandilada con aquel lugar, porque Costa Smeralda, la costa verde de la isla, era el lugar más hermoso y alegre que había visto jamás. Abrió la puerta del dormitorio. Casi esperaba encontrarse a Pedro, desnudo sobre la cama, con una joya en la mano. Parecía que disfrutaba regalándole todas esas piezas carísimas, y ella siempre las aceptaba de buen grado, aunque en realidad tampoco eran muy de su gusto… Pasar tiempo con él en la cama, en cambio… Era extraordinario. Nunca podría cansarse de ello.

Cenicienta: Capítulo 39

Ella apartó la vista.

–No lo sé. Es… complicado.

–Lo entiendo –él bajó la vista–. Mi padre se casó con mi madre por dinero, y después se lo gastó todo en sus amantes. No hacía más que restregárselo por la cara. Él era de los que pensaban que los preservativos eran para los débiles. Dejó una larga lista de bastardos por todo el mundo.

Paula tomó aliento.

–Oh, Pedro…

Él levantó la vista. Su hermoso rostro era casi estoico.

–Murió cuando yo tenía diecinueve años. No nos dejó más que deudas. Mi madre se hubiera muerto de hambre en la calle si yo no hubiera empezado a trabajar. Cuando murió, hace cinco años, vivía en un palacio de Roma, tal y como yo le había prometido –Pedro soltó el aliento–. Lo que trato de decirte es que a partir de ahora no tienes nada de qué preocuparte. Yo siempre cuidaré de tí.

Ella se tragó las lágrimas y trató de esbozar una sonrisa. Se inclinó adelante y le acarició la cara.

–Cuidaremos el uno del otro.

Él volvió la mejilla hacia la palma de su mano y después puso su mano sobre la de ella.

–No te arrepentirás de renunciar a tus sueños para casarte conmigo. No soy un príncipe azul, pero te trataré como a una reina. No tendrás tu propio negocio, pero yo trabajaré duro por el niño y por tí. Te daré todas las joyas que puedas desear.

Frunciendo el ceño, Paula retiró la mano.

–¿Qué quieres decir con lo de renunciar a mi sueño de tener un negocio?

Él la miró fijamente.

–No tendrás tiempo de hacer una carrera. Ya no. Tu función será ser mi esposa, y criar a nuestro hijo.

–¿Y me dices esto ahora? ¿Después de casarnos?

–Yo creía que sería obvio –le dijo él, poniéndose tenso.

–No –susurró ella–. Sabías que me enfadaría, y es por eso por lo que has esperado hasta ahora –trató de calmar la voz–. Nunca accedí a renunciar a mi sueño.

Él la miró a los ojos.

–Si ese sueño hubiera significado algo de verdad para tí, hubieras hecho algo al respecto hace mucho.

Paula abrió mucho los ojos. Respiró hondo. Él tenía razón. Podría haber tenido su negocio muchos años antes, pero en vez de eso, se había dejado paralizar por el miedo y había perdido un tiempo precioso.

–El dinero ya no volverá a ser un problema para tí –le dijo Pedro–. Yo te daré todo lo que quieras –le ofreció una sonrisa–. Y si quieres hacer joyas, como hobby, para entretenerte, no tengo nada que objetar.

–Qué generoso de tu parte –le dijo ella.

Él la fulminó con la mirada y luego apretó la mandíbula.

–Una vez te hayas acostumbrado a ser mi esposa, a ser la madre de mi hijo… ya veremos… –añadió con reticencia. Le acarició la mejilla con la mano–. Quiero que seas feliz, Paula. Y haré todo lo que pueda para que así sea.

Al sentir la textura de su mano sobre el rostro, la ternura que había en su mirada, Lilley suspiró. Todo saldría bien. De alguna manera, aquello iba a funcionar.

–Y yo quiero hacer lo mismo por tí –le dijo.

Él esbozó una sonrisa maliciosa.

–Ah, pero tú ya me has hecho muy feliz –le dijo–. Me haces feliz a cada momento –le susurró, inclinándose para besarla. Se detuvo a unos centímetros de ella–. Solo prométeme que nunca me mentirás.

–Nunca te mentiré –prometió Paula, y lo decía de verdad, con todo el corazón.

Cenicienta: Capítulo 38

–Tengo una casita en Sardinia –sonrió–. Una casa de campo perfecta para una luna de miel.

Viajaron toda la noche, a través del inmenso desierto. Algunas veces, en mitad de la noche, ella se había quedado dormida contra su hombro. Cuando llegaron a Las Vegas, Pedro la despertó con un beso en la frente.

–Bienvenida a nuestra boda, cara –susurró.

Ella abrió los ojos. La clara luz de la mañana asomaba por encima de las montañas. Se alojaron en una suite del ático del lujoso Hermitage Hotel and Resort. Pedro pidió un bufé privado para dos personas y cinco camareros les llevaron carritos repletos de exquisitos manjares para degustar; tortillas, gofres, tostadas, rebanadas de beicon, sandía, macedonia de frutas, filetes de pollo… Después Pedrola acompañó a una carísima boutique de novias que estaba en la planta baja del hotel. Escogió un esmoquin y le compró el primer traje de novia en el que Paula se fijó.

–¡No puedes! –exclamó Paula cuando vió la etiqueta del precio.

Él levantó una ceja y le ofreció una sonrisa.

–Sí que puedo.

Recogieron sus licencias de matrimonio en el centro de la ciudad y luego volvieron a la suite, donde ya les habían dejado junto al gran piano de cola el ramo de novia y la flor para la solapa del novio. Aquello era como un sueño. Hicieron el amor sobre la enorme cama desde la que se divisaba la mejor vista de Las Vegas Strip, y volvieron a hacerlo en la ducha antes de cambiarse de ropa. Y más tarde, cuando Pedro vió a Paula con el traje de novia, se la llevó una última vez a la cama. Paula se sentó sobre él y le cabalgó mientras él se sujetaba del cabecero. Su collar rebotaba suavemente contra sus pechos hinchados con cada embestida. Después de la tercera batalla sexual de la tarde, él besó las cuentas de color rosa del collar y la cadena de latón.

–Cualquier hombre pagaría una fortuna por tener un collar como ese para su esposa –le dijo. Su expresión cambió de repente–. Es una pena que…

–¿Qué?

Él soltó el aliento.

–Nada –la agarró de la mano y la hizo levantarse de la cama–. Vamos a casarnos antes de que volvamos a distraernos.

Dos horas después de la hora establecida, se casaron por fin, rodeados de velas blancas en la capilla privada del hotel. Nicolás Stavrakis, un viejo conocido de Pedro y dueño del hotel, fue el único testigo. Y así sin más… Paula se convirtió en una princesa. Vestida con el traje blanco que su esposo le había comprado, subió a bordo del jet privado, rumbo al Mediterráneo.

Ya en el avión, Paula encontró los artículos que el personal le había preparado. La bolsa con sus objetos personales era realmente pequeña; solo contenía la manta de su madre, sus herramientas para hacer joyas y una nota de Nadia en la que le deseaba todo lo mejor:

"David se viene a vivir conmigo. ¡Sé que no te importará porque ahora eres una princesa felizmente casada! ¡No me puedo creer que te hayas casado con el príncipe Pedro! ¡Ahora serás famosa!"

Mientras el jet sobrevolaba el país, rumbo al Atlántico, Paula se quedó dormida sobre un butacón, asiendo la manta de su madre. Cuando se despertó, Pedro la estaba observando desde una silla cercana.

–Siempre cuidaré de tí –le susurró, inclinándose hacia delante. Sus ojos eran muy oscuros–. Quiero que lo sepas. Y siempre cuidaré de mi hijo.

Ella se incorporó, sujetando la manta.

–Cuidar de nosotros. Pero no demasiado –esbozó una leve sonrisa–. Mi padre trató de protegerme de un mundo para el que no me creía preparada. Si no llega a ser por mi madre, nunca me hubiera dejado salir de la casa.

–Y es por eso por lo que quería que te casaras con uno de sus empleados –esbozó una sonrisa triste–. ¿Cuándo le vas a decir que nos hemos casado?

Cenicienta: Capítulo 37

El cabello de Paula flotaba al viento. Pedro conducía su descapotable de lujo a través del enorme y solitario desierto de Nevada. La noche era fría. No podía dejar de mirarle al volante. La luz de la luna teñía de plata su cabello oscuro. La fiesta había terminado con un escándalo. Pedro le había dicho a Romina que se había dejado llevar por las revistas de sociedad y que en realidad sí tenía intención de casarse con Paula. Airada y ofendida, Romina se había marchado de la fiesta haciendo todo el drama posible.

–Te arrepentirás de esto –le había dicho antes de marcharse a Paula, clavándole las uñas en la piel del brazo–. Puede que lleves a su hijo en el vientre, maldita escoria, pero no mereces ser su esposa. Crees que me has derrotado, pero encontraré la manera de destruirte.

Dando media vuelta, la espectacular rubia se había marchado sin más, bien erguida y desafiante. Después Pedro había anunciado el compromiso y presentado a Paula ante todos. Los invitados les habían dedicado una oleada de aplausos y «enhorabuenas», pero ella había sentido en todo momento sus miradas confusas, como si se preguntaran por qué un hombre como Pedro la había escogido a ella como su futura esposa.

–Nos fugamos a Las Vegas –había anunciado después con una sonrisa pícara–. Esta noche.

Paula había contenido el aliento, al igual que todos los demás. Irían a Las Vegas en coche, porque su jet privado estaba de camino hacia San Francisco después de haber repartido un cargamento de víveres para una comunidad que se había visto afectada por un huracán.

–Estaremos casados mañana por la mañana –le había dicho después de librarse de los invitados–. A menos que quieras esperar a que tu padre pueda asistir a la ceremonia.

Al oír aquellas palabras, Paula había sentido un cosquilleo en la nuca, sabiendo que tenía que decirle la verdad acerca de su familia antes de casarse con él. Sacudió la cabeza.

–No. No quiero que venga mi padre. Y creo que tú tampoco. No nos llevamos muy bien. Ni siquiera sé si me quiere –respiró hondo–. Y hablando de eso, hay algo que debo decirte. Antes de casarme contigo.

–No es necesario –le dijo él. Su expresión se volvió fría de repente, hermética–. Ya sé lo que vas a decirme.

¿Pedro sabía quiénes eran los miembros de su familia? Paula se quedó boquiabierta.

–¿Lo sabes?

Él asintió. Sus ojos parecían implacables.

–No tiene sentido hablar de ello, porque no puedo hacer nada para cambiarlo.

Ella se mordió el labio inferior.

–Entonces… ¿Me perdonas? –susurró.

–Sí –dijo él y luego sacudió la cabeza–. Pero nunca podré amarte.

Paula no estaba preocupada por eso en ese momento. Lo que realmente le inquietaba era la posibilidad de que pudiera odiarla. Una oleada de alivio la sacudió por dentro. Él sabía su secreto. Sí lo sabía. De repente se sintió tan feliz que casi era como estar borracha. Probablemente lo había sabido desde el principio. Pedro Alfonso era un rival brillante, y era por eso por lo que era el mayor enemigo de su primo. Él conocía bien el negocio. Incapaz de contener un sollozo de alegría, le rodeó con los brazos. Sorprendido, él hizo lo mismo.

–Pediré que te hagan la maleta y que te la lleven a Las Vegas. No hay necesidad de llevar ropa. Ya compraremos algo allí.

–Necesito mis materiales para las joyas, las herramientas, y la manta que me hizo mi madre.

–Tienes pasaporte, ¿No?

–Sí.

Tenía un pasaporte lleno de sellos de aeropuertos franceses, pero ya no tendría que escondérselo.

–¿Por qué necesito un pasaporte?

Cenicienta: Capítulo 36

–Pero Romina…

–Me hubiera casado con ella por deber. No por deseo –la miró a los ojos–. Tú eres la persona a la que deseo, Paula –se acercó a ella lenta y deliberadamente–. ¿Es que no lo sabes ya? Te deseo. Y ahora te voy a tener, para siempre.

Mientras la besaba, Paula cerró los ojos. Su cuerpo temblaba mientras él devoraba sus labios. Su boca era dura, sus besos hambrientos… La lluvia caía sobre su piel y los truenos rugían en el firmamento tormentoso y oscuro. Le oyó gemir y un segundo después estaba acorralada contra los setos. Sintió las ramas ásperas y húmedas contra la espalda mientras él la sostenía contra su cuerpo musculoso y duro. Empezó a tocarle el cabello, le ladeó la cabeza para besarla mejor. En el fragor de aquel beso tórrido, la ropa, húmeda, se les pegó a la piel. Sus manos la tocaban por todas partes, por encima de la camiseta de algodón, por las caderas. Le sintió meter la mano por debajo de su falda. Se la levantó por encima de los muslos. Deslizó la mano más arriba. Ella contuvo la respiración y puso su propia mano sobre la de él.

–No.

–No me rechaces –le dijo él–. Es lo que los dos queremos.

–Sí que quiero –dijo ella, jadeando–. Pero no puedo casarme contigo. Tendría que renunciar a todo aquello en lo que creo. Creo que amarte me destruiría.

–Entonces no me quieras –le acarició el cabello, mirándola con ojos serios–. Es demasiado tarde para nuestros propios sueños, Paula –le dijo tranquilamente–. Lo único que importa ahora son los sueños de nuestro bebé.

Ella contuvo la respiración. Él tenía razón. Lo único que importaba era el bebé. Cerró los ojos.

–¿Querrás a nuestro bebé? ¿Serás un buen padre?

–Sí –dijo él sin más.

El corazón de Paula se encogió de emoción. Respiró hondo, una vez y después otra. Y entonces renunció a sus sueños de amor.

–Puedo aceptar… un matrimonio sin amor –le dijo y sacudió la cabeza–. Pero no puedo aceptarlo sin confianza. Sin respeto. No voy a pasar por la humillación de una prueba de paternidad. O crees lo que te he dicho… o nos dejas marchar.

Mirándola, Pedro asintió con la cabeza lentamente.

–Muy bien, cara –le dijo en voz baja–. De acuerdo.

–Entonces me casaré contigo –le dijo, tragándose el dolor que tenía en la garganta.

Pedro retrocedió.

–¿Lo harás?

Poco a poco empezó a amainar. Un rayo de luz asomó entre las nubes, tiñendo de dorado su bello rostro.

–¿Serás mi esposa?

Sin decir ni una palabra, ella asintió con la cabeza. Los ojos de Pedro se iluminaron y sus labios esbozaron una sonrisa radiante que lo hacía parecer más joven, casi un niño. Nunca le había visto así. Mientras Paula le observaba, el rugido de la tormenta se fue alejando poco a poco. A lo mejor todo salía bien, después de todo. A lo mejor se podía empezar un matrimonio con pasión y un bebé. Paula rezó por que así fuera, pues eso era todo lo que tenían.

viernes, 22 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 35

–No tienes que casarte conmigo para implicarte en la vida de nuestro bebé.

–Sí que tengo que hacerlo.

–¿Por qué?

–Porque es necesario.

–Eres muy anticuado.

–Sí.

–¡Pero tú no me quieres!

Él cruzó los brazos.

–Eso no tiene importancia.

–¡Para mí sí que la tiene! –dijo ella, soltando el aliento y apretando las manos–. Escucha, Pedro, nunca te impediré ver a tu hijo.

–Sé que no, una vez estemos casados.

–¡No voy a casarme contigo!

–Claro que sí –le dijo él con frialdad.

Ella sacudió la cabeza. Mechones de pelo mojado le daban contra la cara.

–¿Soportar un matrimonio sin amor durante el resto de mi vida? No, gracias.

–Lo entiendo. Todavía quieres a tu príncipe azul –Pedro apretó la mandíbula–. Pero fuera lo que fuera lo que hubiéramos planeado para nuestras vidas, se acabó. Estamos esperando un bebé. Nos casaremos.

–No. ¡Seríamos muy infelices!

–¿Infelices? –repitió él en un tono de incredulidad–. ¿No lo entiendes? Serás mi esposa. Una princesa. ¡Más rica de lo que jamás soñaste!

–No me importa. ¡No lo quiero! No cuando sé que no me quieres y que nunca lo harás.

Él la agarró de los hombros. Sus manos se deslizaron sobre su piel húmeda.

–¿Le negarías a tu hijo el derecho de tener un nombre por una estúpida fantasía adolescente?

–No es una fantasía adolescente –ella cerró los ojos. De repente le escocían–. Eres cruel.

–No. Tengo razón –le dijo él con contundencia–. No tienes motivos para rechazarme –hizo una pausa–. Incluso te seré fiel, Paula.

Pronunció aquellas palabras como si serle fiel fuera a ser un gran sacrificio, mucho más de lo que un príncipe millonario podía soportar. Y probablemente tenía razón.

–Vaya, gracias –le dijo ella con sarcasmo, fulminándole con la mirada–. Pero no tengo intención de ser tu esposa por compromiso.

–¿Te molesta que yo lo vea como un deber? –aguzó la mirada–. ¿Qué crees que es el matrimonio?

–Amor. Amistad. Apoyarse el uno en el otro. Una unión poética de almas gemelas.

Él la agarró con más fuerza.

–¿Y pasión? –le dijo en un susurro–. ¿Qué pasa con la pasión?

Paula sintió que se le caía el alma a los pies. Sentía su calor, su fuerza, su poder irresistible. Aunque no quisiera, le deseaba.

–Lo que ha habido entre nosotros ha sido bueno –deslizó las yemas de los dedos sobre su mandíbula y el pulgar sobre su labio inferior. Su tacto suave prendió una chispa de fuego que la recorrió por dentro y la hizo contener el aliento–. Ya sabes cómo fue.

Paula se vió invadida por un aluvión de recuerdos de aquella noche, cuando habían hecho el amor. Los pechos le pesaban, los pezones le dolían. Tragó con dificultad.

–Solo fue una aventura de una noche –dijo–. Lo has dicho tú mismo. No soy la mujer adecuada para ser tu esposa.

–Mi punto de vista ha cambiado –él le sujetó las mejillas con ambas manos. Sus ojos estaban llenos de deseo–. Durante el último mes… No he podido pensar en nada que no fuera tenerte en mi cama.

Ella se lamió los labios.

–¿Has… has pensado en eso?

–Me dije que te merecías un hombre que pudiera quererte. Pero todo ha cambiado. Ahora solo importa nuestro hijo –le miró los labios–. Pero eso es una mentira –añadió en voz baja–. Esa no es la única razón por la que quiero que seas mía. Quiero tenerte por completo. Todas las noches. Durante el resto de nuestras vidas.

Paula apenas podía respirar.

Cenicienta: Capítulo 34

–¡Eso por lo menos tendría sentido!

–¡No puedo cambiar lo que eres! –exclamó ella y entonces respiró hondo–. Me has dejado muy claros tus sentimientos. Quieres una esposa de la que puedas estar orgulloso. Quieres a Romina. ¡Y me quieres a miles de kilómetros de tí!

–Eso era antes –le dijo él, bajando la voz.

–Nada ha cambiado.

–Todo ha cambiado, si el bebé es realmente mío.

Paula tardó unos segundos en entender la dimensión de lo que acababa de decir.

–¿Crees que iba a acostarme con otro hombre y después decirte que el hijo es tuyo?

Pedro estaba tan rígido que parecía una estatua de piedra.

–A veces pasa –le dijo él–. Podrías haber vuelto con el diseñador de joyas. Podrías haberte quedado embarazada accidentalmente y haber decidido sacarle rentabilidad.

–¿Sacarle rentabilidad? ¿Cómo?

Él buscó su mirada.

–¿Juras que me estás diciendo la verdad? ¿El niño es mío?

–¡Claro que es tuyo! ¡Eres el único hombre con el que me he acostado en toda mi vida!

–Quiero una prueba de paternidad.

–¿Qué?

–Ya me has oído.

Aquel insulto era demasiado.

–Olvídalo –susurró ella–. No voy a hacer ninguna estúpida prueba de paternidad. Si confías tan poco en mí, si crees que podría mentir en algo así, entonces olvídalo.

Temblando, dió media vuelta y se marchó. Amargas lágrimas corrían por sus mejillas, mezclándose con la lluvia. Estaba en mitad del jardín cuando él la hizo detenerse. Esa vez su expresión era muy diferente.

–Lo siento, Paula –le dijo tranquilamente–. Sí que te conozco. Y no me mentirías.

Sus miradas se encontraron. Ella soltó el aliento y los nudos que le atenazaban los hombros se soltaron.

–Cásate conmigo.

Paula oyó el rugido de su propio corazón por encima del repiqueteo de la lluvia.

–¿Es una broma?

Él esbozó una media sonrisa.

–Yo nunca bromeo. ¿Recuerdas?

Paula sintió que la cabeza le daba vueltas. Nunca había esperado que le propusiera matrimonio… Ni siquiera en sus sueños más peregrinos.

–¿Quieres… casarte conmigo?

–¿Te sorprende tanto? ¿Qué esperabas? ¿Que me deshiciera de tí y de nuestro hijo y le propusiera matrimonio a otra mujer?

Mordiéndose el labio inferior, Paula levantó la vista y contempló las duras líneas de su rostro.

–Bueno… sí.

–Entonces no me conoces en absoluto.

–No –susurró ella–. Supongo que no –de repente se sintió mareada.

El viaje en el viejo coche de Nadia hasta Sonoma había sido una odisea. Estaba tan nerviosa… ¿Y él quería casarse con ella? Se lamió los labios. Casi tenía ganas de llorar.

–¿Quieres ayudarme a criar a nuestro bebé?

Pedro apretó la mandíbula.

–Los protegeré a los dos. Le daré mi nombre al bebé. Es mi deber.

El corazón de Paula, que llevaba un rato flotando en el aire, se estrelló de repente. ¿Su deber? Soltó el aliento bruscamente.

Cenicienta: Capítulo 33

Los truenos caían sin cesar de un cielo negro, sacudiendo la tierra bajo sus pies. Paula contuvo el aliento y esperó su reacción. Las luces que colgaban de las ramas por encima de los setos arrojaban sombras fantasmagóricas sobre el rostro anguloso de Pedro.

–Embarazada.

–Sí –le dijo ella.

Un relámpago iluminó sus ojos negros. Dió un paso hacia ella.

–No puedes estarlo.

–Lo estoy.

–Usamos protección.

Ella abrió los brazos en un gesto de impotencia.

–Hubo una vez que no, en la ducha.

–No –él respiró hondo.

–Pero…

–No –se revolvió los cabellos y dió tres pasos a un lado y a otro.

Paula le observó con un sentimiento creciente de desesperación. Su cuerpo estaba frío, calado hasta los huesos. Se rodeó el cuerpo con los brazos, tratando de conservar un poco de calor.

–No pasa nada.

Él dejó de andar.

–¿Qué?

El amor siempre era un regalo, aunque no fuera correspondido. Miró a Pedro, tan guapo y sexy con aquel traje carísimo y empapado. Tenía el pelo pegado a la frente y alborotado. Una profunda compasión por él, por ese hombre al que casi había llegado a amar, le llenó el corazón, haciendo a un lado la tristeza por el marido y padre que nunca podría llegar a ser. Respiró hondo.

–Nada tiene que cambiar para tí.

La expresión de Pedro se volvió casi siniestra y ominosa.

–¿Qué?

–Desde el principio me dijiste que nuestra aventura solo sería eso, un escarceo de un día –sacudió la cabeza–. No espero que me ayudes a criar al bebé. Pensé que deberías saberlo.

Los ojos de Pedro se volvieron más negros que nunca. Los músculos de su poderoso cuerpo se tensaron.

–Si no esperas que crie a tu hijo, ¿Qué es lo que esperas de mí exactamente?

Ella parpadeó.

–¿Qué?

–¿Qué es lo que quieres? ¿Una casa? ¿Dinero?

Sus palabras eran duras, pero ella veía el temblor de su cuerpo bajo la lluvia. De repente se preguntó con qué clase de gente había vivido toda su vida para que su primer pensamiento tras enterarse de que estaba embarazada fuera el dinero.

–No necesito nada –le dijo ella tranquilamente–. Gracias por darme dos noches que nunca olvidaré. Gracias por creer en mí. Y sobre todo… –le dijo en un susurro–. Gracias por darme a este bebé… Espero que tengas una vida llena de alegría. Nunca te olvidaré –dió media vuelta–. Adiós.

Echó a andar hacia la casa. Las sandalias se clavaban en la hierba húmeda, el corazón se le rompía a cada paso. De repente sintió una mano en el hombro que la hizo darse la vuelta. Él la miró fijamente durante unos segundos sin decir nada. Sus ojos ardían de rabia.

–¿Crees que puedes decirme que estás embarazada… e irte así como así?

Paula contuvo el aliento. De repente sintió pánico.

–No hay razón para que me quede.

–¿No hay razón? –repitió él, casi gritando. Aflojó un poco la mano con la que le sujetaba el brazo–. Si realmente estás embarazada de mí, ¿Cómo puedes dar media vuelta e irte sin más? ¿Cómo puedes ser tan fría?

–¿Fría? ¿Qué quieres de mí? ¿Quieres que me postre ante tí y te bese los pies, suplicándote que nos quieras a mí y al bebé? ¿Rogándote?

Cenicienta: Capítulo 32

–Cometí un error seduciéndote –le dijo en un tono bajo–. Siento haberte tocado.

Ella levantó la vista. Sus ojos estaban llenos de tristeza.

–¿Fue tan terrible?

Un nudo de dolor le atenazó la garganta. Por primera vez en diecinueve años, había encontrado un corazón que no quería romper y, sin embargo, allí estaba, rompiéndolo.

–Tu primera vez debería haber sido algo especial, con un hombre que te amara, un hombre que se casara contigo algún día. No debería haber sido una aventura de una noche con un hombre como yo.

–No es para tanto –ella trató de sonreír–. Y fueron dos noches.

Pedro casi se estremeció al recordar aquellas noches maravillosas; su sabor, el tacto de su piel…

–Encontrarás a otra persona.

Ella le miró fijamente.

–Es por eso por lo que me mandas a Nueva York.

Un trueno desgarrador rugió a su alrededor.

–¿Sabías que había sido yo?

–Claro que sí –le dijo ella, mirándole con una sonrisa.

Tragó en seco y se puso recta. El agua de lluvia empezaba a calarle el pelo, la ropa… La camiseta y la falda empezaban a pegársele a la piel.

–Gracias por conseguirme ese empleo. Has sido muy amable.

Su espíritu generoso solo le hizo sentirse peor a Pedro. El corazón se le salía del pecho de tanto dolor. Apretó aún más los puños.

–No fue por amabilidad, maldita sea. Quería alejarte de mí porque me voy a casar. Y no lo hago por amor. La empresa de su padre es un valor añadido. Pero cuando pronuncie mis votos, seré fiel a mi esposa.

Paula buscó su mirada.

–¿Y si yo fuera una heredera, igual que ella? –susurró–. ¿Me elegirías en vez de elegirla a ella?

Pedro contuvo el aliento. Y entonces sacudió la cabeza lentamente.

–Tú nunca encajarías en mi mundo –levantó la mano–. Eso destruiría todo lo que yo admiro más. Todo lo que es bonito y alegre.

Pedro se detuvo justo antes de tocarle la mejilla. Otro trueno infernal sacudió el firmamento.

–Romina será la esposa perfecta –le dijo él, soltándole la mano bruscamente.

–No puedo dejar que te cases con ella. No sin saber lo que… Lo que… –se lamió los labios–. Lo que tengo que decirte.

El traje de Pedro ya estaba completamente empapado. Estaban a solas en aquel jardín tan verde, bajo aquel cielo negro. El aroma a lluvia bañaba las hojas, la tierra, y las coloridas buganvillas que se enroscaban a capricho por el estuco de la casa. Y de repente, mirando aquellos profundos ojos marrones, Pedro supo lo que iba a decir.

–No –le dijo–. No lo digas.

Ella vaciló, asustada. Tenía toda la ropa pegada a la piel. La silueta de sus pechos se marcaba por debajo de la camiseta, sus duros pezones…

–No, cara –le puso un dedo sobre los labios y le limpió el agua de la cara con las yemas de los pulgares–. Por favor –susurró–. No digas las palabras. Déjalo así. Puedo ver tus sentimientos en tu cara. Ya sé lo que hay en tu corazón.

Paula levantó la vista. Parecía sin aliento. La lluvia empezó a caer con más fuerza. Pedro se dió cuenta de que le sujetaba las mejillas con ambas manos. Sus labios sonrosados y carnosos estaban a unos centímetros de distancia. De repente sintió que no podía respirar. Deseaba acorralarla contra los setos y comérsela a besos. Haciendo uso de todo el autocontrol que tenía, dejó caer las manos y retrocedió.

–Vete a Nueva York, Paula.

–Espera –dijo ella, casi ahogándose al verle dar media vuelta–. No puedes irte. No hasta que te diga…

Él se volvió hacia ella. Su expresión era de hielo.

–No luches contra mí. No podemos volver a vernos. No hay nada que puedas decir que me haga cambiar de opinión.

Ella respiró hondo.

–Estoy embarazada –susurró.

Cenicienta: Capítulo 31

–Me alegro de verte, Pedro –le dijo, riendo–. Te he echado de menos.

Al verla tan vulnerable, tan sincera, Pedro volvió a sentir esa punzada en el corazón.

–Pero no deberías haber venido aquí esta noche.

Ella le miró a los ojos.

–Porque esto es una fiesta de compromiso.

Pedro trató de permanecer impasible.

–Lees las revistas de cotilleo.

–Desafortunadamente sí.

Preparándose para lo que estaba por llegar, Pedro esperó a que ocurriera la escena inevitable. Lágrimas, reproches… Pero ella no hizo más que sonreír con tristeza.

–Quiero que seas feliz –ella levantó la barbilla–. Si Romina es la persona a la que quieres, la persona que necesitas, entonces les deseo todo lo mejor.

Pedro se quedó boquiabierto. Aquello era lo último que esperaba oír. Respiró profundamente. No sabía qué decir o hacer.

–¿No… estás molesta? –le preguntó. Le ardían las mejillas.

Aquellas palabras sonaban tan tontas…

–No tiene sentido enfadarse por algo que no puedo cambiar – ella bajó la vista–. Y no he venido aquí para dar un espectáculo.

–¿Y entonces por qué has venido?

Ella levantó la vista. Sus ojos se habían iluminado.

–Tengo algo que decirte antes de irme de San Francisco.

¿Irse de San Francisco? ¿Por qué iba a irse de San Francisco? De repente recordó que había convencido a un amigo suyo para que le ofreciera un ventajoso trabajo en Nueva York. Mientras estaba en México, atormentado noche tras noche por su recuerdo, había pensado que lo mejor era alejarse de ella lo más posible. La idea más estúpida que jamás había tenido… En ese momento sonó el timbre. Bernardo se dirigió hacia la puerta con paso vacilante. Pedro agarró a Paula de la mano y la sacó del vestíbulo. La condujo por un pasillo secundario.

–¿Adónde vamos? –le preguntó ella, sin resistirse.

–A un sitio donde podamos estar solos –le dijo él.

Abrió las puertas correderas y la hizo salir al exterior, a un pequeño jardín. Sus miradas se encontraron a la luz del crepúsculo. El cielo se estaba oscureciendo con los nubarrones que presagiaban una tormenta. A lo lejos se oía el rugido de los truenos. El viento gemía entre los árboles. El aire se cargó de electricidad al tiempo que la temperatura descendía varios grados. Hacía fresco fuera, pero Pedro seguía sintiendo el calor asfixiante del fuego que ardía en su interior.

–¿Por qué has venido? –le preguntó en un tono cortante.

Las luces de colores que colgaban de las ramas de los árboles fueron sacudidas violentamente por una ráfaga de viento. Un relámpago iluminó el rostro consternado de Paula.

–Estás enamorado de la señorita Bianchi, ¿No?

Él apretó la mandíbula.

–Ya te lo dije. El matrimonio es una alianza mutuamente beneficiosa. El amor no tiene nada que ver con ello.

–Pero no querrás pasar el resto de tu vida sin amor, ¿No? – varios mechones de pelo le cayeron sobre la cara mientras hablaba–. ¿No es así?

Un trueno ensordecedor abrió el cielo sobre ellos. Pedro oyó las exclamaciones de los invitados, provenientes de la piscina. Todos echaron a correr hacia el interior de la casa.

–Dime lo que tengas que decir y luego vete.

Paula parpadeó y después bajó la vista.

–Es difícil. Más difícil de lo que pensaba.

La lluvia empezó a caer con más fuerza. Pedro se fijó en una gota de lluvia que le cayó sobre la mejilla y se deslizó hasta sus labios llenos y carnosos. Ella se lamió los labios de forma inconsciente. Tenía que sacarla de allí antes de hacer algo irremediable y estúpido. ¿Por qué había tomado aquello que no le pertenecía por derecho?

miércoles, 20 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 30

–No deberías haber venido.

Ella respiró hondo.

–No tuve elección.

–¿Qué está haciendo aquí? –preguntó Romina en inglés–. ¿La has invitado, Pedro?

Romina… Se había olvidado de ella completamente. Irritado, se volvió hacia ella.

–No. No la he invitado –se volvió hacia Paula–. ¿Por qué estás aquí?

Paula se acercó un poco a él. Había una suave sonrisa en sus labios. Sus ojos marrones eran luminosos, le atrapaban el alma. Parecía una criatura sacada de otro mundo, un mundo más dulce lleno de magia e inocencia. Su hermoso rostro resplandecía.

–He venido a verte.

Él la miró, aturdido.

«He venido a verte…». No había artificio, ni engaño… No le contaba ninguna historia de casualidades absurdas. Casi no sabía cómo apañárselas con una sinceridad tan sencilla y aplastante. Tenía tan poca experiencia en ese sentido…

–No estás invitada –dijo Romina con frialdad–. Márchate.

Estaba claro que había reconocido a Paula. Sabía que era la mujer a la que Pedro había llevado a la gala Preziosi di Alfonso. La italiana la fulminó con una mirada envenenada. Pero la expresión de Paula no albergaba ni rastro de rabia o miedo. Miraba a la glamurosa heredera italiana con algo que parecía… simpatía.

–No he venido a hacer una escena –dijo tranquilamente–. Solo necesito hablar con Pedro, a solas. Por favor. Solo será un momento.

–Pedro no quiere hablar contigo.

Como él seguía callado, Romina dió un golpe de melena y le dedicó una mirada desagradable a Paula.

–Vete de aquí antes de que te eche yo misma, maldita… oficinista de pacotilla.

Paula ni se inmutó ante aquel insulto. Se volvió hacia Pedro con una dulce sonrisa.

–¿Puedo hablar contigo un momento? ¿A solas?

Estar a solas con Paula, un rato antes de anunciar el compromiso con Romina, no era una buena idea. En realidad era muy mala idea. Abrió la boca para decirle a Paula que debía irse. Pero entonces sintió que algo se retorcía en su interior, abrió la boca y…

–¿Nos disculpas un momento?

Romina retrocedió con cara de pocos amigos, visiblemente furiosa.

–Muy bien –dijo con frialdad–. Iré a saludar al alcalde y a mi amigo Pablo Hocking –dijo, refiriéndose a un millonario muy famoso de Silicon Valley.

Su advertencia no podía haber sido más clara. Pero a Pedro eso le traía sin cuidado.

–Grazie –contestó en un tono suave, totalmente ajeno a esa furia repentina.

Frunciendo el ceño, Romina dió media vuelta y se alejó. Su espalda desnuda parecía casi esquelética con aquel vestido asimétrico.

Pedro volvió a mirar a Paula. Con aquel sencillo conjunto de algodón estaba más guapa que nunca. En mitad de todo el ruido de la fiesta, el tintineo de las copas de champán, las risas de los invitados, era como si estuvieran solos.

–No pensé que volvería a verte –murmuró–. No me puedo creer que te hayas presentado en mi fiesta.

Ella sonrió.

–Muy valiente por mi parte, ¿No? O a lo mejor es pura estupidez.

–La valentía y la estupidez suelen ser la misma cosa.

Paula sacudió la cabeza. Pedro vio lágrimas en sus ojos que no había derramado.

Cenicienta: Capítulo 29

Desde el rellano de la escalera, vieron que ya empezaban a llegar muchos invitados. La fiesta se había organizado para celebrar la cosecha. Siempre era una reunión íntima, para los amigos más cercanos de la familia. Sin embargo, ese año Alessandro se había atrevido a invitar a unos cuantos socios, pensando que ya tenía asegurado el negocio de Joyería. Todo se había torcido en el último momento, no obstante. La cosecha de la uva no estaba yendo según lo previsto y el negocio con Joyería no había resultado bien. Además, esa noche le iba a pedir matrimonio a Romina. Aquello había pasado de ser una celebración a convertirse en una especie de funeral de la noche a la mañana. A cada paso que daba sentía el peso muerto del diamante que llevaba en el bolsillo… De pronto oyó a Bernardo. Discutía con alguien que estaba en la puerta. Su mayordomo, siempre tranquilo, trataba de librarse de alguien que no estaba invitado.

–La entrada del servicio está al fondo de la casa –le decía Bernardo, tratando de cerrar la puerta.

–¡No he venido a dejar un paquete! –exclamó una mujer, empujando la puerta–. ¡Estoy aquí para ver a Pedro!

El mayordomo respiró profundamente, como si la joven acabara de insultar a su madre.

–¿Pedro? –repitió en un tono incrédulo–. ¿Se refiere a Su Alteza, el príncipe Pedro Alfonso?

–¡Sí!

–El príncipe se encuentra en una fiesta en este momento –dijo Bernardo con frialdad–. Póngase en contacto con su secretaria y pídale una cita. Buenas noches.

En el momento en que Bronson trataba de cerrar la puerta, la joven metió el pie por una estrecha ranura.

–No quiero ser maleducada… Pero me marcho a primera hora de la mañana y tengo que hablar con él. Esta noche.

Pedro sintió un escalofrío en la espalda. Conocía muy bien esa dulce voz… Tras soltar la mano de Romina, bajó las escaleras a toda prisa y fue hacia el anciano de pelo blanco que trataba de cerrar la puerta.

–Suelte la puerta inmediatamente –decía Bernardo.

Agarrando la puerta por arriba, Pedro la abrió de par en par. El mayordomo se dió la vuelta.

–Su Alteza –dijo, sorprendido–. Siento mucho esta interrupción. Esta mujer ha tratado de entrar en la fiesta a la fuerza. No sé cómo logró burlar los controles de seguridad en la puerta, pero…

–No hay problema, Bernardo –dijo Pedro, sin saber muy bien lo que decía, mirando a Paula fijamente, como si acabara de salir de sus sueños.

Estaba más hermosa que nunca. Llevaba el cabello recogido en una coleta y la cara lavada. A diferencia de la mayoría de las mujeres, siempre empeñadas en enfundarse vestidos glamurosos con los que apenas podían respirar, ella no llevaba más que una camiseta ceñida y una falda de algodón con un estampado de flores. Era un conjunto primaveral que accidentalmente realzaba sus impresionantes curvas. Brillaba como un ángel, expulsado de ese cielo negro y ominoso que relampagueaba en el horizonte.

–Pedro –susurró ella, mirándole fijamente. Sus pupilas grandes y diáfanas se dilataron.

–¡Seguridad! –exclamó el mayordomo, haciéndole señas a un guardia que estaba al otro lado de la sala.

Pedro agarró a Bernardo del brazo.

–Yo me ocupo de esto –le dijo en un tono inflexible.

Sorprendido, el mayordomo asintió y se apartó rápidamente.

–Por supuesto, señor.

Tomando a Paula del brazo, la hizo entrar al vestíbulo. Ella levantó la vista hacia él y entreabrió los labios. Él apretó los dedos alrededor de su delicado brazo, casi sin darse cuenta. Un aluvión de recuerdos sensuales lo bañó por dentro. La última vez que la había visto habían hecho el amor en cada rincón de esa casa, también en el vestíbulo. Pedro miró hacia la pared que estaba detrás de ella. Allí. Ahogándose de deseo, sintió unas ganas irrefrenables de tomarla en brazos, llevarla a la habitación y hacerle el amor como aquella vez. La sangre palpitaba en sus sienes, el corazón le latía desbocado. Cerró la pesada puerta de roble, la soltó y cruzó los brazos para no tocarla.

Cenicienta: Capítulo 28

«Cariño, hay muy pocos problemas en el mundo que no se puedan resolver con un abrazo, un platito de galletas y una buena taza de té caliente», solía decirle su madre con una sonrisa. Aquella receta mágica de la felicidad solía funcionar como un hechizo cuando tenía nueve años y había suspendido un examen de ortografía, y cuando era una adolescente y los otros chicos se burlaban de ella. «Tu padre no puede comprarte un cerebro nuevo…», le decían. Había funcionado cuando su padre le había pedido a su madre el divorcio y las había abandonado en Minneapolis para hacerse una enorme mansión a orillas del lago Minnetonka y vivir con su amante en ella. Dejó la taza sobre la mesa y recogió la revista que se había llevado del trabajo. La abrió y leyó el artículo. Pedro iba a celebrar la vendimia en su mansión de Sonoma. Los rumores decían que iba a ser una fiesta de compromiso. Viernes. Esa misma noche. Los dedos de Paula se deslizaron sobre aquel rostro hermoso y frío. Había estado tan segura de que él querría volver a verla… Durante el mes anterior, había dado un salto cada vez que le sonaba el teléfono. Había creído ciegamente en su esperanza. Había creído que él iba a llamarla, que le mandaría flores, una postal, algo… Pero no lo había hecho. No obstante, antes de dejarle para siempre, tenía que decirle que iba a ser padre…



–Pedro, por fin –la voz felina de Romina le puso nervioso de inmediato–. ¿Me has echado de menos, cariño?

Forzando una sonrisa, Pedro se volvió hacia ella, con los hombros tensos como planchas de metal. La había visto llegar por la ventana del estudio. Era la primera invitada que llegaba esa noche. No era propio de ella llegar pronto a ningún evento, así que ya debía de haberse enterado de los rumores. Y, desafortunadamente, esos rumores eran ciertos. El anillo de diamantes de cinco quilates que llevaba en el bolsillo de la chaqueta era como el peso de un ancla.

–Te he echado de menos –dijo Romina, ofreciéndole su mejor sonrisa.

Dió un paso adelante para darle un beso en los labios, pero, en el último momento, él apartó la cara. Los labios de ella aterrizaron sobre su mejilla. La reacción tan brusca los sorprendió a los dos. Su cuerpo, al menos, debería haberse alegrado de verla… No se había acostado con nadie durante más de un mes. Ella retrocedió. Parecía ofendida.

–¿Qué sucede?

–Nada –le dijo él.

¿Qué iba a decirle? ¿Que la había echado de menos cuando estaba en México? ¿Que había pensado mucho en ella cuando había perdido el negocio de Joyería y había dejado ganar a ese bastardo de Tomás St. Rafael? Lo cierto era que no era a ella a quien había deseado ver la noche en que se había llevado esa gran decepción. Había sido el rostro de otra mujer el que había deseado ver ese día; su cuerpo suave, su corazón puro… Pedro respiró hondo. Probablemente a esas alturas Paula ya debía de estar haciendo las maletas para irse a Nueva York. Seguramente debía de odiarle…

–Me alegré mucho cuando me llamaste –murmuró Romina, esbozando una sonrisa–. Casi había empezado a pensar que habías roto conmigo.

–Y lo hice –le dijo Pedro–. No me gusta que me pongan entre la espada y la pared.

–Lección aprendida –le dijo ella, aunque la sonrisa no le llegara a los ojos.

Le agarró la mano. Su piel estaba fría, dura.

–Me alegro de que estemos juntos de nuevo. Somos perfectos el uno para el otro, ¿No?

Pedro miró fijamente su hermoso rostro, sus agudos ojos verdes, sus pómulos marcados. Físicamente, era perfecta. Encajaba muy bien en ese mundo al que él pertenecía. Nadie podría criticarla nunca en su papel de principessa.

–Sí –le dijo él en un tono seco–. Perfetto.

Caminaron por el pasillo rumbo al vestíbulo de dos plantas.

Cenicienta: Capítulo 27

Llevaba todo el mes pagando por aquella cita tan singular que había tenido con Pedro. Algunas de sus compañeras parecían muy preocupadas por ella. Querían ayudarla a mantener los pies sobre la tierra. O quizá tenían miedo de que se le fuera a subir a la cabeza. Como si eso hubiera podido ocurrir…

Paula dió un salto de repente. Un hombre acababa de aclararse la garganta a sus espaldas. Al volverse vió que era Juan, un guardia de seguridad al que conocía. Justo el día anterior, le había enseñado cómo quitar manchas de tinta de la ropa, algo que había tenido que hacer muchas veces cuando trabajaba como gobernanta para su primo.

–Lo siento, Paula. Se supone que tengo que acompañarte fuera – le dijo Juan con gesto triste.

Ella asintió con la cabeza. Agarró el geranio, la revista, la postal, su vieja rebeca gastada y la enorme bolsa de caramelos de toffee que guardaba en el fondo de su cajón para emergencias. Metió toda su vida en una caja de cartón y siguió al guardia de seguridad, tratando de ignorar las miradas indiscretas de los empleados. Ya en el vestíbulo, Juan revisó el contenido de la caja de cartón. ¿Pero qué se iba a llevar? ¿Bolígrafos? ¿Papel? Le quitó la tarjeta de empleado.

–Lo siento –volvió a decirle.

–No pasa nada –susurró ella.

Por suerte consiguió salir del edificio sin llorar ni devolver. Tomó el autobús que la llevaba a casa. Al llegar a su departamento, le sonó el teléfono móvil. Miró el número. Nadia se lo había perdido todo, así que David debía de haberle dado la noticia. Pero todavía no podía enfrentarse a su compañera de piso. No podía hacerle frente a las sospechas de su amiga… Llevaba más de una semana con náuseas, pero tenía pánico de pensar en ello. Silenció la llamada y tiró el móvil sobre la encimera de la cocina. Engulló unas galletas saladas y un poco de agua para calmar el estómago un poco. Se puso un pijama de franela y un albornoz de color rosa, se envolvió en la manta de su madre y se acurrucó en un butacón. Cerró los ojos, aunque sabía que estaba demasiado nerviosa como para dormir. Se despertó con el pitido del móvil. Se incorporó. Era de noche, así que debía de llevar horas dormida. Poniéndose una almohada sobre la cabeza, trató de ignorar el pitido. Al final fue a contestar. Pedro… Llevaba todo un mes soñando con ello. Todavía podía sentir el calor de sus labios sobre la piel. Tragó con dificultad.

–¿Hola? –dijo, con timidez.

–¿Paula Chaves? –una voz entusiasta sonó al otro lado de la línea–. Usted no me conoce, pero su currículum nos ha llamado la atención. Nos gustaría ofrecerle unas prácticas pagadas en nuestra empresa de Nueva York.

Para cuando Paula colgó el teléfono, sus sueños sobre Pedro se habían esfumado. Por fin lo entendió todo. No solo la estaba echando de la empresa, la estaba echando de su vida. Le sobrevino otra oleada de náuseas. Tiró la revista al suelo, se cubrió la boca y corrió hacia el pasillo. Se fijó en la bolsa de papel que estaba sobre el fregadero. Nadia se lo había comprado días antes, pero ella la había ignorado. No podía estar embarazada. Habían usado cajas y cajas de preservativos. Se habían protegido todas las veces, todo el fin de semana. Excepto… Se quedó helada. Excepto esa vez. En la ducha. ¿Cómo había podido terminar tan mal aquella aventura? Se había quedado dormida en sus brazos, tan feliz… creyendo que podían tener un futuro. Y después se había despertado sola. Envolviéndose en una sábana, le había llamado por su nombre en un tono juguetón y había bajado al piso inferior, pero allí solo estaba el ama de llaves.

–El príncipe ha tenido que marcharse –le había dicho la mujer en un tono seco–. Adrián la llevará de vuelta a la ciudad.

Nunca más volvería a verle, pero tenía que vivir con ello. No tenía elección. Incluso debía estar agradecida por la experiencia. Por el recuerdo. Pero ¿Y si estaba embarazada? Paula cerró los ojos y los apretó con fuerza. El corazón le latía desbocado. Fue a comprar un test y se lo hizo sin más dilación. Temblorosa, miró el reloj. Dos minutos. Seguramente era demasiado pronto como para comprobarlo. Pero tampoco pasaba nada si…

Embarazada. Embarazada. Embarazada. Embarazada. El test se le cayó de las manos, que le temblaban sin cesar. Tambaleándose, avanzó por el pasillo, rumbo a la cocina. De repente tenía una tetera en la mano y se estaba haciendo un té, tal y como solía hacer su madre en tiempos de crisis.

Cenicienta: Capítulo 26

Un mes después, Paula estaba sentada en una dura silla de oficina en el despacho del sótano del departamento de Recursos Humanos. Las luces fluorescentes parpadeaban y producían un murmullo eléctrico. Se sentía mareada, con náuseas. Se humedeció los labios y rezó para no haber entendido bien.

–¿Qué?

–Lo siento, señorita Chaves, pero tenemos que despedirla –le dijo el hombre que estaba sentado al otro lado del escritorio–. Alfonso Worldwide no es el sitio adecuado para sus habilidades.

Intentando luchar contra las náuseas, Paula respiró hondo. Un profundo dolor se había apoderado de ella. Sabía que aquello ocurriría tarde o temprano. Su esfuerzo no era suficiente para compensar su falta de habilidad con los números y las letras, que siempre bailaban delante de sus ojos.

–Le puedo asegurar que… Tendrá un finiquito muy generoso.

–Era demasiado lenta, ¿No? –susurró ella, intentando contener las lágrimas–. Era demasiado lenta a la hora de hacer mi trabajo.

El hombre sacudió la cabeza. Su enorme papada se meneó. No parecía que quisiera echarla. Parecía querer que se lo tragara la tierra.

–Lo ha hecho muy bien, señorita Chaves. El resto de los empleados le tenían aprecio. Sí. Era más lenta que los demás, pero su ética de trabajo… –respiró hondo. Tenía una carpeta en las manos y no dejaba de tamborilear con ella sobre el escritorio–. No era muy sólida –su voz sonaba contenida, cauta–. Le daremos una carta de recomendación excelente y le puedo asegurar que encontrará un trabajo pronto, muy pronto.

Empezó a explicarle los detalles de su finiquito, pero Paula apenas escuchaba. Cada vez sentía más náuseas.

–Siento que las cosas hayan salido así –le dijo finalmente–. Pero algún día se alegrará de…

Vió que ella no estaba escuchando. Se sujetaba el vientre con una mano y con la otra trataba de taparse la boca.

–Por favor, firme esto –añadió, deslizando un documento sobre la mesa hacia ella.

Agarrando el bolígrafo que él le ofrecía, Paula revisó el documento rápidamente y vió que no era buena idea denunciar a la empresa por acoso sexual. Respiró hondo. No era por su trabajo. La estaban echando por… Ahuyentó ese pensamiento. No podía pensar en su nombre siquiera. Garabateó su firma y se puso en pie. El director de Recursos Humanos le estrechó la mano.

–Mucha suerte, señorita Chaves.

–Gracias –dijo ella, casi ahogada. Agarró la carpeta que él le ofrecía y huyó al servicio.

Más tarde, se echó un poco de agua fría en la cara. Miró su rostro demacrado en el espejo. Trató de sonreír, trató de ponerse la máscara que había llevado durante el mes anterior, cada vez que tenía que soportar las bromas y los dobles sentidos acerca del príncipe Pedro. Pero no podía llevarla. Era imposible ese día. Despedida. La habían despedido. Casi como un autómata, fue hacia el ascensor. Salió en el tercer piso y volvió a su escritorio, situado en un rincón del cuarto de archivos, una estancia hermética, sin ventanas. Otros empleados tenían fotos de su familia, amigos, mascotas… Ella solo tenía un geranio solitario y una postal de la esposa de su primo, Carla. Se la había mandado un mes antes desde la Provenza. Sobre su mesa había una revista de cotilleo. Alguien había vuelto a dejarla allí a propósito. Sintió un frío repentino al mirar la portada de Celebrity Weekly. En ella había una foto de Pedro en Ciudad de México. Llevaba allí un mes, intentando afianzar el acuerdo con Joyería. Pero la semana anterior, su primo Tomás había hecho una contraoferta muy buena. Debería haberse alegrado, pero no era capaz. Le dolía el corazón con solo pensar que él iba a fracasar esa vez. Por lo menos ella sí que estaba acostumbrada a ello. Se fijó en una foto más pequeña que había sido tomada en el Festival de Cannes unos meses antes. Pedro llevaba un traje muy elegante y sujetaba la mano de una hermosa rubia vestida de negro. Romina Bianchi.

"El príncipe playboy se casa por fin"…, decía el titular. Alguien había subrayado las palabras con un bolígrafo negro.

lunes, 18 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 25

–¿Y tú trabajas en mi departamento de archivos?

Ella esbozó una sonrisa descarada.

–Ahora entenderás por qué me quedo hasta tarde en el trabajo. Nunca se me ha dado nada bien, excepto hacer joyas –añadió en un tono triste–. A lo mejor es por eso por lo que mi padre piensa que soy un caso perdido. Me amenazó con desheredarme si no regresaba a Minnesota y me casaba con uno de sus gerentes.

–¡Desheredarte! –Pedro se imaginó a un granjero trabajador en una finca en las desangeladas llanuras del norte–. ¿Quería que te casaras con el capataz de la granja?

Paula parpadeó y frunció el ceño.

–Mi padre no es granjero. Es empresario.

–Ah –dijo Pedro–. ¿Tiene un restaurante? ¿Una tintorería?

Ella apartó la vista de forma evasiva.

–Eh… Algo así. Mis padres se divorciaron hace unos años, cuando mi madre enfermó. El día en que murió fue el peor de toda mi vida. Tenía que huir, así que… me busqué un trabajo… con un pariente lejano. Mi primo.

Estaba tartamudeando, mirándole con una ansiedad que Pedro no podía entender.

–Lo siento –le dijo en voz baja–. Mi madre murió hace unos años, y mi relación con mi padre siempre fue complicada.

En realidad eso era poco decir. Su padre, el príncipe Horacio Alfonso, se había casado con su madre por su dinero y después se lo había gastado con sus amantes. Había muerto cuando él tenía diecinueve años, dejando deudas y una larga lista de hijos bastardos por el mundo. Pedro era el único hijo legítimo, heredero del imperio y del título de Alfonso, pero todos los años aparecía un extraño que decía ser hijo de Horacio Alfonso con la idea de llevarse un trozo de la tarta. «Solo espera a que pasen los años, hijo…», le había dicho su padre en su lecho de muerte. «Serás igual que yo. Ya lo verás…». Había jurado que jamás sería como su padre. Era egoísta, pero no era un monstruo.

–He pensado en volver –los ojos de Paula brillaron–. Pero ahora sé que no voy a poder. Tú me haces sentir… valiente. Me haces sentir que puedo hacer cualquier cosa, que puedo arriesgarme a cualquier cosa.

Pedro sintió que el corazón le daba un pequeño vuelco. Cerró los puños con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos. Lilley ya estaba medio enamorada de él. Él podía verlo en sus ojos, aunque ella todavía no fuera consciente de ello. Si seguía teniendo algo con ella, acabaría apagando esa luz que tenía dentro. Esa vitalidad terminaría consumiéndose por completo, y solo quedaría oscuridad y un enorme vacío en su corazón. Había cruzado la línea. Se había aprovechado de su inocencia de una forma que no tenía vuelta atrás. Había hecho algo imperdonable. Tomando aliento, se apartó de ella. Solo faltaban un par de horas para el amanecer. Pero no habría luz del sol para él, siempre frío hasta la médula. Solo había una forma para remediar lo que había hecho. Solo había una forma de no romperle el corazón. Soltó el aliento y cerró los ojos. Tenía que dejarla marchar.

–Ya casi es de día –le dijo ella, en un tono triste. Le puso la mano sobre el pecho–. Dentro de unas pocas horas, volveré a mi departamento de archivos. ¿Y tú?

Él abrió los ojos.

–México.

–Pedro… –le dijo ella, respirando hondo–. Quiero que sepas que…

Él se volvió hacia ella casi con violencia y le puso un dedo sobre los labios.

–No hablemos –la hizo tumbarse sobre la cama, respiró su aroma embriagador por última vez…

–Ha sido el día más feliz de mi vida –le dijo ella en voz baja–. Pero me duele que termine –esbozó una sonrisa triste–. Dentro de unas pocas horas, habrás olvidado que existo.

Él la miró fijamente.

–Nunca te olvidaré, Paula –le dijo, y era verdad.

–Oh –dijo ella. Sus ojos se llenaron de alivio y gratitud.

Pensaba que aquellas palabras significaban que quizá podrían tener un futuro. Jamás hubiera podido imaginar que en realidad eran una sentencia de muerte para cualquier posible relación que hubiera podido haber entre ellos. Puso la mano sobre su mejilla áspera y sin afeitar.

–Entonces dame un beso que no olvide jamás.

Él miró sus labios sonrosados y carnosos y se estremeció de deseo.

«Una última vez…», pensó. La dejaría marchar al amanecer…

Cenicienta: Capítulo 24

Pedro miró a Paula fijamente, pero ella parecía totalmente ajena a la importancia de la información que acababa de revelarle. Sonrió y sacudió la cabeza.

–Siempre estás trabajando, ¿No? –le dijo suavemente–. Es por eso por lo que tienes tanto éxito –añadió, abrazándose a una almohada–. A lo mejor si yo fuera más como tú, no sería tan torpe.

Él frunció el ceño.

–¿Torpe? ¿Quién ha dicho eso?

La sonrisa de ella se volvió triste.

–Nadie me lo tiene que decir. Vine a San Francisco para empezar un negocio de joyería, pero al final me acobardé –bajó la vista–. No soy tan valiente como tú.

Él se sentó a su lado.

–Hay muchas clases de valentía en el mundo, cara –le sujetó la barbilla y la obligó a mirarle a la cara–. Tú tienes un buen corazón. Confías en la gente. Y tus joyas son únicas y preciosas. Como tú –le dijo en un susurro. Apretó la mandíbula y asintió con la cabeza–. Empezarás tu propio negocio cuando llegue el momento adecuado. Lo sé.

Ella levantó la vista. Su mirada era casi dolorosa.

–¿Lo sabes?

–Sí –él dejó caer la mano–. Yo fracasé muchas veces, en muchos negocios diferentes, antes de hacer mi primera fortuna. Vendiendo pulseras de plástico para los niños, nada más y nada menos.

Paula soltó una carcajada. Casi no podía creérselo.

–¿Tú? ¿Vendiendo pulseras de plástico? No me lo creo.

Él le ofreció una sonrisa repentina.

–Es cierto. Se pusieron muy de moda y así hice mi primer millón. Estaba decidido a tener éxito. No importaba cuántas veces fallara. No me rendí –se pasó una mano por el cabello–. Y tú eres igual. Pero todavía no lo sabes.

–¿Eso crees? –dijo ella, tomando aliento.

Él asintió.

–Si es importante para ti, harás que ocurra, cueste lo que cueste.

–¿Y por qué estabas tan empeñado en triunfar?

Él apretó los labios.

–Cuando mi padre murió, me dejó muchas deudas que tenía que pagar. Dejé la universidad y empecé a trabajar veinte horas al día – apartó la vista–. Nunca volveré a sentirme tan débil.

–¿Débil? ¡Pero si eres un príncipe!

–Príncipe de nada –le dijo él en un tono cortante–. Es un título vacío que heredé de un señor de la guerra del siglo XV. Los hombres de mi familia siempre han sido corruptos y débiles.

–Pero tú no –le dijo ella, mirándole fijamente–. Tú eres el director de Alfonso Worldwide. Creaste un imperio empresarial de la nada. Todo el mundo te adora –susurró ella.

Pedro empezaba a sentirse incómodo con la adoración que veía en sus ojos.

–No soy nada especial –le dijo en un tono malhumorado–. Si yo puedo empezar un negocio, entonces tú también. Haz un plan, haz tus cálculos.

–Eso puede ser un poco difícil… No se me dan muy bien los números, ni las letras.

–¿Tienes dislexia?

–Sí.

–¿Y cómo es eso?

–Depende de la persona. En mi caso, las letras y los números no dejan de bailar.

Él soltó una carcajada.

Cenicienta: Capítulo 23

Un momento antes, se había terminado el último trozo de tostada, hasta la última migaja. Pero, viéndola semidesnuda, con ese albornoz que casi se le caía de los hombros, volvió a desearla de inmediato. Quería tirar los platos al suelo y hacerle el amor sobre la mesa. Tragó con dificultad.

–Normalmente no cocino. Pero tú me has inspirado.

Ella sonrió. Sus ojos cálidos eran del intenso color del caramelo.

–No tanto como tú a mí –le dijo ella.

Su hermoso rostro resplandecía bajo la luz de la mañana. Pedro se quedó contemplándola, perdido en su mirada. La deseaba tanto como necesitaba respirar. Pero quedarse a su lado estaba mal. Muy mal. «No tengo motivos para sentirme culpable…». Ya había intentado deshacerse de ella. Pero ella había escogido otro camino. Desde el principio le había dicho que jamás se casaría con ella, que nunca la querría. Ella tenía que proteger su propio corazón. Le tocó la mejilla y deslizó las yemas de los dedos lentamente sobre sus pechos llenos y turgentes, casi al descubierto bajo aquel albornoz. Ella entreabrió los labios, sorprendida, y él no pudo resistirse a la invitación. Se inclinó sobre la mesa y le dio un beso. Se puso en pie y la hizo levantarse de la silla. Le desató el cinturón del albornoz y dejó que cayera al suelo. Su piel desnuda resplandecía bajo los rayos del sol. Pedro contuvo la respiración.

–Ve delante de mí –le dijo con voz ronca–. Para que pueda verte.

Ella arqueó una ceja. Con un movimiento rápido, ella le abrió el albornoz y se lo quitó.

–Tú primero –le sugirió.

Treinta segundos después, Paula se reía suavemente mientras él la perseguía, ambos desnudos. Subieron las escaleras, pero ni siquiera llegaron al dormitorio. Terminaron sobre la carísima alfombra del vestíbulo del piso superior. Pasaron el domingo haciendo el amor en todos los rincones de la mansión. En el jardín, en la biblioteca, en el estudio y,  finalmente, mucho después de medianoche, en la cama. Se quedaron dormidos abrazados, ajenos al resto del mundo. Pero unas horas más tarde, antes del amanecer, Pedro se despertó. Era lunes. Paula dormía plácidamente a su lado. Había perdido la cuenta de todas las veces que habían hecho el amor en las últimas treinta horas. Más de diez veces… Hizo una pausa y entonces sacudió la cabeza, sorprendido. ¿Menos de veinte? No estaba seguro… Teniendo cuidado de no despertarla, se puso en pie y atravesó las puertas de la terraza. La noche de agosto era clara y envolvente. La luz de la luna todavía bañaba de plata los viñedos. Pedro contempló sus tierras y trató de calmar su corazón inquieto. Cerró los ojos y sintió el peso de sus treinta y cinco años de edad. Su alma se sentía vieja, vacía… Nada que ver con ella. ¿Era eso lo que quería hacer con ella? ¿Robarle su juventud y su optimismo como un vampiro? ¿Alimentarse de su inocencia hasta que su propia oscuridad la consumiera por dentro?

–¿Pedro? –murmuró ella de repente, en un tono adormilado.

Él volvió a entrar en el dormitorio. La encontró tumbada en la cama. Sus gloriosas curvas solo estaban cubiertas por una fina sábana. Ella se incorporó, sorprendida. Él llegaba de la terraza, completamente desnudo.

–¿Qué pasa?

–Nada –dijo él.

Ella tragó con dificultad. Se mordió el labio inferior.
–¿Te arrepientes del tiempo que hemos pasado juntos? –le susurró–. ¿Estás pensando en… Romina?

–¡No! –exclamó él, sacudiendo la cabeza con firmeza–. Estoy pensando en el negocio de Ciudad de México –añadió, diciéndole lo primero que se le pasó por la cabeza–. Me preguntaba qué va a hacer el equipo de San Francisco con los diseños de la Joyería cuando tomen el control.

Pedro dejó de hablar bruscamente, sorprendido ante su propia estupidez. Estaba tan preocupado por no hacerle daño que le había revelado algo que jamás debería haber comentado delante de nadie que no estuviera en su gabinete directivo. Si aquello llegaba a ser de dominio público, sería la ruina. Le había dado al dueño de Joyería, Manuel Rodríguez, ciertas garantías de que los diseñadores mexicanos seguirían en plantilla. Le había asegurado que su estudio de Ciudad de México conservaría su autonomía con respecto a las oficinas centrales de Alfonso Worldwide de San Francisco, Shanghái y Roma. Si Rodríguez llegaba a enterarse de sus planes de ahorro, podía cancelar el trato y venderle la empresa a la competencia.

Cenicienta: Capítulo 22

Le quitó las braguitas, las arrojó al suelo y empezó a lamerla, dilatándola con los dedos para poner saborear cada rincón de su sexo. Estaba húmeda; muy húmeda. Un maremágnum de placer la succionaba hacia su interior, hundiéndola en un profundo éxtasis. Levantó las caderas sin pensar y él la besó. La tensión en lo más profundo de su ser aumentó más y más. No podía soportar más aquella dulce tortura, esa agonía de placer. Pero él le sujetaba las caderas con firmeza, dilatándola más y más, lamiéndola. Introdujo un dedo dentro de su sexo hasta el primer nudillo, y después dos… Y después tres… Llegando más y más adentro cada vez. Ella arqueó el cuerpo, tratando de zafarse de él, pero él no la dejaba escapar de esa exquisita agonía. Ella se aferró a la sábana y dejó que rugiera la tormenta que llevaba dentro. En la distancia, oyó un grito proveniente de sus propios labios.

Pedro se protegió y se colocó entre sus piernas.

–Lo siento –le dijo en un susurro al oído.

Entró en su sexo de una vez, abriéndose camino fácilmente. El dolor repentino la hizo contener el aliento. La llenó por completo y entonces Paula gritó de placer. Él se detuvo un instante y dejó que ella se acostumbrara a la sensación de tenerle dentro.

–Lo siento –volvió a murmurar. Bajó la cabeza, la besó en la frente, en las mejillas, en los labios…–. La única forma de superarlo es seguir adelante.

La respuesta de ella fue un gemido sofocado. Escondió la cara contra la almohada. Y entonces, lentamente, muy lentamente, él empezó a moverse dentro de ella y entonces ocurrió un milagro. Un océano de placer, que había retrocedido debajo de ella como una ola, llevándose la arena a sus pies, pareció volver de repente. Con cada embestida, lenta y profunda, él llenaba un sitio dentro de ella y la hacía vibrar de placer. A medida que su cuerpo le aceptaba, Pedro empezó a moverse con más fuerza, empujando con frenesí y sujetándola de las caderas. Sus pechos se movían con la fuerza creciente de sus arremetidas y el cabecero de la cama golpeaba la pared. Echó atrás la cabeza y la tensión que había en su interior se convirtió en una espiral que giraba y giraba… y finalmente saltó como un resorte. La joven dió un grito inconsciente a medida que las explosiones extáticas la sacudían por dentro y, casi al mismo tiempo, le oyó gritar a él al tiempo que daba la última embestida, poderosa y colosal. Cuando Paula abrió los ojos, Pedro estaba encima de ella, abrazándola protectoramente. Cerró los ojos. Por algún motivo incomprensible, tenía ganas de llorar. Él la había llevado a un mundo totalmente desconocido…

Pedro jamás hubiera podido imaginar que el sexo pudiera ser así. Paula era una embriagadora combinación de inocencia y fuego. Nunca se había sentido tan insaciable como esa noche… Con la piel sonrosada y el cuerpo exhausto, cayeron en la cama unas horas antes del amanecer y se despertaron muertos de hambre no mucho tiempo después. Hicieron el amor por cuarta vez, rápida y bruscamente, y entonces bajaron a desayunar. Fuera lo que fuera lo que le hubiera prometido el día anterior, no tenía intención de dejarla marchar tan fácilmente. Quería algo más que una aventura de una noche.

–Esto está delicioso –murmuró Paula, inclinándose hacia delante sobre la mesa de desayuno.

Sorprendentemente, él le había preparado un delicioso desayuno con huevos y salchichas. El albornoz se le abrió un poco, revelando unos pechos exquisitos. Se llevó un bocado a la boca y esbozó una sonrisa pícara.

–Para serte sincera, no esperaba que se te diera bien cocinar.