viernes, 8 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 3

Sin embargo, en ese momento, bajo la hipnótica mirada de aquel hombre excepcional, sentía una imperiosa necesidad de seguirle la conversación, de preguntarle por qué. No era muy buena diciendo mentiras, ni siquiera cuando se trataba de mentiras piadosas. Pero aquellos ojos profundos, cálidos, le trasmitían una extraña confianza, como si supiera que podía decirle cualquier cosa, y que él lo entendería… Él la perdonaría, le mostraría piedad… No. Ella conocía muy bien a esa clase de hombres. Sabía ver lo que había detrás de aquella mirada embelesadora. Aquel príncipe mujeriego e implacable no podía ser capaz de mostrar piedad. Eso era imposible. Si llegaba a enterarse de lo de su padre, de lo de su primo, entonces la echaría a la calle sin la más mínima compasión.

–Paula… –ladeó la cabeza. Sus ojos brillaron repentinamente–. ¿Cómo te apellidas?

–Chaves –murmuró ella y entonces escondió una sonrisa.

–¿Y qué está haciendo en mi despacho, señorita Chaves?

Su aroma, ligeramente almizclado, contenía unas notas de algo que no podía identificar, algo viril, algo que solo tenía él… Paula sintió un escalofrío.

–Estoy repartiendo, eh, archivos.

–Ya sabe que mis archivos van para la señora Rutherford.

–Sí –admitió ella.

Él se acercó un poco más. Prácticamente podía sentir el calor de su cuerpo viril a través de la chaqueta de su traje negro.

–Dígame qué hace aquí, señorita Chaves.

Ella tragó en seco y bajó la vista hacia la carísima alfombra que se extendía debajo de sus gastadas zapatillas de correr.

–Solo quería pasar unas horas trabajando tranquila y en paz. Sin que nadie me moleste –añadió.

–¿Un sábado por la noche? –le preguntó él con frialdad–. Estaba fisgoneando en mi despacho. Revisando mis archivos.

Ella levantó la vista.

–¡No!

El príncipe Pedro se cruzó de brazos. Sus ojos oscuros eran inflexibles; su expresión parecía esculpida en piedra.

–Me estaba escondiendo –dijo ella con un hilo de voz.

–¿Escondiendo? –repitió él en un tono aterciopelado–. ¿Escondiéndose de qué?

Aunque no quisiera decirla, a Paula se le escapó la verdad.

–De usted.

Pedro la atravesó con una mirada afilada. Se inclinó hacia delante.

–¿Por qué?

Paula apenas podía respirar, y mucho menos pensar. El príncipe Pedro Alfonso estaba demasiado cerca. La suave luz dorada de la lámpara y la penumbra crepuscular del atardecer inundaban el amplio despacho.

–Estaba llorando –dijo ella en un susurro, intentando tragar a través del nudo que tenía en la garganta–. No podía quedarme en casa. Estoy un poco atrasada en el trabajo, y no quería que me viera porque estaba llorando.

Intentando no echarse a llorar allí mismo, Paula apartó la vista. Si se ponía a llorar delante de su poderoso jefe, la humillación sería colosal. Él la despediría, sin duda, por haberse colado en su despacho, por el espectáculo lacrimoso, por llevar días de retraso… Cualquier excusa sería buena… Estaba a punto de perder lo único que le quedaba. Su trabajo. Sería el desenlace perfecto para el segundo peor día de toda su vida.

–Ah –dijo él suavemente, mirándola–. Por fin lo entiendo todo.

Paula sintió una extraña flojera en los hombros. Él debía de estar a punto de decirle que recogiera sus cosas y se fuera de allí sin demora. La mirada de aquel príncipe inmisericorde estaba llena de oscuridad, un océano a medianoche, insondable y misterioso, lo bastante profundo como para ahogarse en él.

–¿Estabas enamorada de él?

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