viernes, 29 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 49

Hipnotizado, Pedro la observó mientras se mordía el labio inferior. Sus pequeños dientes se clavaban en la carne, hinchada de tanto hacer el amor el día anterior.

–Claro que no –le dijo, volviendo a la realidad–. Pero sabía, al igual que yo, que éramos la pareja perfecta sobre el papel cuché.

Paula se puso seria de repente, y Pedro pensó que quizá había herido sus sentimientos con una afirmación tan sincera.

–Pero ahora te tengo a tí –le dijo finalmente.

Ella le miró con ojos llenos de esperanza y luz.

–La madre de mi precioso hijo –le rodeó la cintura con ambos brazos–. La mujer que me ha dado el mejor sexo del mundo.

Ella dejó escapar una carcajada por fin. Y entonces sacudió la cabeza, poniéndose erguida.

–Y me voy contigo a Roma.

El instinto le decía a Pedro que no era una buena idea, pero… Al ver el anhelo que brillaba en sus ojos, no pudo negarle lo que deseaba, lo que ambos querían. Él tampoco quería estar lejos de ella.

–Muy bien, cara –le dijo tranquilamente–. Nos vamos a Roma.

Ella respiró hondo.

–¡Gracias! –exclamó, rodeándole con los brazos–. No te arrepentirás. Ya lo verás. Yo sabré arreglármelas muy bien. ¡No tengo miedo!

Mientras Paula le besaba en las mejillas una y otra vez, agradecida, Pedro casi llegó a creer que había hecho lo correcto. Él la protegería. Y ella era fuerte. Había ganado mucha confianza desde el día de la boda. ¿Qué había obrado un cambio tan grande en ella? ¿Las clases de italiano? ¿Las normas de etiqueta? Fuera lo que fuera, ella sabría cómo hacerle frente a la situación. Se estaba preocupando por nada. Después de todo, ya estaban casados, y esperaban un bebé. ¿Qué podía haber en Roma que pudiera separarlos?




Roma… La ciudad eterna… ¿Cuál sería la palabra italiana para «desastre»? Otra cena sofisticada y fabulosa en un elegante restaurante con los amigos de Pedro y, otra vez, Paula se escondía en el servicio de señoras. Desde su llegada a Roma tres semanas antes, él no había hecho más que trabajar durante horas en su despacho. Solo le veía durante las cenas con amigos y por las noches, cuando le hacía el amor de madrugada. Los amigos siempre estaban encantados de verle, pero no estaban tan encantados con ella. Durante las dos horas anteriores, no había hecho más que estar sentada como una estatua con una sonrisa de plástico pegada a la cara mientras Pedro y sus amigos hablaban en italiano a la velocidad de la luz y se reían sin parar. Escondida en el aseo, Paula se miró los zapatos de Prada de color beige que llevaba puestos. La falda del traje que llevaba le apretaba las caderas y la cintura. Ojalá no hubiera comido tanto pan… Ninguna de las otras mujeres comía pan. No. Parecía que solo se alimentaban de cotilleos y malicia. «Solo es tu imaginación…», trató de decirse a sí misma. Las puertas del servicio se abrieron de repente. Por suerte, Paula estaba escondida en uno de los cubículos.

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