viernes, 8 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 1

—¿Hay alguien por aquí?

La voz del hombre sonaba dura, retumbaba a lo largo de aquellos oscuros corredores. Tapándose la boca con una mano, Paula Chaves contuvo los sollozos como pudo y trató de esconderse en la penumbra. Era sábado por la tarde y, aparte de los guardas de seguridad que estaban en el vestíbulo de la planta baja, creía que no había nadie más en aquel edificio de veinte plantas. Pero eso había sido unos segundos antes… Acababa de oír la campanita del ascensor y había salido corriendo a esconderse en el despacho más cercano, con el carrito archivador a cuestas. Estirando un pie, cerró la puerta con sigilo, empujándola con el hombro. Se frotó los ojos, hinchados y lacrimosos, y procuró no hacer ni el menor ruido hasta que el hombre que estaba en el pasillo se fuera. Había tenido un día tan horrible que casi resultaba gracioso, después de todo. Después de volver a casa tras un desastroso intento de ir a correr, se había encontrado a su novio en la cama con su compañera de piso. Luego había perdido el negocio de sus sueños. Y para colmo, al llamar a casa en busca de algo de consuelo, se había encontrado con que su padre la había desheredado. Un día impresionante… Incluso para alguien como ella. Normalmente le hubiera molestado mucho tener que ponerse al día en el trabajo durante el fin de semana, pero en un día como ese, ni siquiera se había dado cuenta.

Llevaba dos meses empleada en Alfonso Worldwide, pero todavía le costaba el doble de tiempo que a su compañera Nadia clasificar los archivos, repartirlos y recogerlos. Nadia. Su compañera de trabajo, de piso y, hasta esa misma mañana, su mejor amiga. Suspirando, Paula se recostó contra el carrito de archivos, recordando la cara de Nadia al levantarse de la cama con David. Cubriéndose con un albornoz, había soltado un grito y le había pedido que la perdonara mientras David intentaba echarle la culpa a ella. Paula había salido corriendo del departamento y se había ido directamente a buscar el autobús que llevaba al centro de la ciudad. Perdida, buscando consuelo desesperadamente, había llamado a su padre por primera vez en tres años. Pero eso tampoco había salido muy bien. Por suerte todavía le quedaba el trabajo. Era lo único que tenía en ese momento. Pero ¿cuándo se iría el extraño que estaba en el pasillo? ¿Cuándo? No podía dejar que nadie la viera de esa manera, con los ojos rojos, trabajando tan despacio como una tortuga porque las letras y los números le bailaban delante de los ojos. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué no estaba bailando y bebiendo champán en la fiesta benéfica como todos los demás?

Paula se estremeció. Nunca antes había estado en aquel despacho, pero era grande y frío. Los muebles eran de madera noble y oscura. Había una exquisita alfombra turca sobre el suelo y los enormes ventanales ofrecían una hermosa vista crepuscular del centro de San Francisco y de la bahía que estaba más allá. Se volvió lentamente para contemplar los frescos que decoraban el techo. Era un despacho digno de un rey… Digno de… Un príncipe. Abrió la boca. Una descarga de pánico la recorrió de los pies a la cabeza y entonces, involuntariamente, dejó escapar un pequeño grito. La puerta del despacho se abrió. Reaccionó por puro instinto y se escurrió entre las sombras hasta meterse en el armario más cercano.

–¿Quién anda ahí? –la voz del hombre era seria y grave.

Con el corazón desbocado, Paula miró por la ranura de la puerta y vió la silueta corpulenta de un hombre de espaldas anchas bajo la tenue luz del pasillo. Esa era su única salida, pero él estaba justo en medio. Se cubrió la boca con ambas manos al darse cuenta de que había dejado el carrito detrás del sofá de cuero negro. Si encendía la luz, el hombre lo vería enseguida. Que la sorprendieran llorando en el pasillo era humillante, pero si la pillaban fisgando en el despacho del director general de la empresa, entonces estaba perdida.

–Sal –los pasos del hombre sonaban pesados y ominosos sobre el suelo–. Sé que estás aquí.

El corazón de Paula se paró un instante al reconocer aquella voz profunda con un acento muy  particular. No era el conserje, ni un secretario rezagado… La persona que estaba a punto de sorprenderla fisgoneando era el mismísimo director.

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