miércoles, 27 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 45

–Me gustas, Pedro –le dijo en un susurro–. Me gustas de verdad. Eres divertido y eres un amante muy generoso, pero el bebé no es tuyo. Te mentí.

–No… –Pedro se tambaleó hacia atrás. Era como si acabaran de asestarle un buen puñetazo–. ¿No es mío?

Ella se sonrojó.

–Me decías que querías esperar a tener el amor verdadero y todo eso… Pero… Lo siento. ¡No pude pasar dos meses sin sexo! –se sonrojó y apartó la vista–. La primera noche que estuvimos juntos yo ya sabía que estaba embarazada.

La música dance retumbaba en la cabeza de Pedro. La garganta se le había cerrado.

–Pero ¿Por qué?

–Pensé que serías un buen marido. Un buen padre –ella se mordió el labio inferior–. El otro hombre está casado. Nunca se casará conmigo ni querrá criar al bebé. Pero tiene una empresa tecnológica en Cupertino. Si se lo digo, sé que me dará dinero –miró a Pedro fijamente bajo las luces estroboscópicas–. No quiero que mi hijo sea pobre –susurró–. Lo siento mucho.

Y así, sin más, le dejó allí, en mitad de la pista. Esa fue la última vez que Pedro fue a bailar a una discoteca, la última vez que se humilló delante de alguien, la última vez que confió en una mujer.

–¿Pedro? ¿Sigues ahí?

Se volvió en la silla. Ella estaba apoyada contra el marco de la puerta, sacando la cadera. Sus pechos turgentes sobresalían de la diminuta parte superior del bikini. La miró de arriba abajo. Sus muslos suaves y bien torneados, las curvas de guitarra de su cuerpo. Recorrió sus largas piernas con la mirada y volvió a sus pechos grandes, de embarazada. Se excitó en una fracción de segundo.

–¿Todavía sigues trabajando? –murmuró ella, sonriendo como si no tuviera ni idea del efecto que ese contoneo de caderas tenía en él–. ¿Es que no has oído lo que dicen? Si trabajas demasiado…

Pedro se dió cuenta de repente de que su dulce esposa se había convertido en una experta seductora en los nueve días que llevaban casados. Sin dejar de sonreír, le puso una mano sobre el hombro y empezó a frotarle el cuello.

–Yo no he dicho eso –le dijo él, devolviéndole la mirada.

–Podrías construir castillos de arena conmigo.

–Correr por ahí, retozar en el agua… No me interesa.

Ella sacudió la cabeza y le sacó la lengua.

–¿Cómo puedes tener una casa en Sardinia y no ir nunca a la playa?

–Prefiero pasarlo bien aquí –le dijo él, atrayéndola hacia sí–. Contigo…

Ella abrió mucho los ojos y Pedro la sintió rendirse automáticamente. Las cosas entre ellos siempre eran así. ¿Cuántas veces habían hecho el amor desde que se habían casado? Muchas… Pero nunca tenía bastante. Con ella nunca era suficiente.

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