miércoles, 27 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 41

Sin embargo, ese día el dormitorio estaba vacío. Y también el estudio en el que Pedro había tenido reuniones con los directivos de Roma durante casi todo el día. Mirando por la ventana, le vió caminando junto a la piscina, con el móvil en la mano. Conteniendo una risita maliciosa, se puso un diminuto bikini y se miró en el espejo. Era curioso pensar que poco tiempo antes se sentía acomplejada de su cuerpo rellenito y voluptuoso… Contempló el rutilante diamante de diez quilates de su anillo. Él se lo había comprado en la joyería de Alfonso de Las Vegas, como si el medio millón de dólares que había costado no fuera nada para él. Las palmeras se mecían al viento, arrojando caprichosas sombras obre Pedro… Paula fue hacia él, meneando las caderas. Pero él no levantó la vista. Siguió mirando al frente, a la pantalla. Ella rodeó la silla, y se inclinó sobre él para masajearle los hombros.

–Hola.

–Buon pomeriggio, cara –le dijo él, tecleando sin levantar la vista.

–¿Buon pomeriggio? Buona sera.

Todavía distraído, Pedro levantó la vista hacia ella y entonces vió lo que llevaba puesto. Sus ojos le delataron enseguida. Cerró el ordenador de golpe.

–Buona sera –contestó con interés–. Tu italiano mejora por momentos.

–Siempre me ha interesado tu lengua nativa –le dijo ella, con una sonrisa sugerente. Cuando le vio mirarle los pechos un instante, desvió la mirada hacia la pantalla del ordenador–. Siento haberte interrumpido. ¿Habías terminado?

–Ahora sí –le dijo él. Echó a un lado el ordenador, la hizo sentarse sobre su regazo y la besó con pasión.

Mientras sentía sus cálidos labios, Paula sintió que se derretía por dentro. Cerró los ojos y aspiró su aroma embriagador. Notando su calor contra la piel, se sentía intoxicada de placer. Solo había una cosa que la preocupaba un poco… La noche anterior la había llevado al pueblo para cenar y después habían dado un paseo por aquellas calles estrechas, sinuosas y encantadoras. Casi había creído que iba a morir de tanta felicidad. Y después habían pasado por delante de un pub. Ella había tratado de convencerle para entrar. Un intermitente goteo de parejas salía bailando del local. Pero él se había negado.

–No sé bailar. Ya lo sabes –le había dicho.

–Oh, por favor –le había dicho ella–. ¡Solo esta vez!

Pero él se había negado. Excepto cuando estaban en la cama, Pedro jamás se permitía hacer nada que pudiera hacerle parecer ridículo y estúpido. No bailaba. No jugaba. No retozaba en la piscina. Pero eso estaba a punto de cambiar. Ya era hora de que aprendiera a dejarse llevar. De forma juguetona, Paula se alejó de él.

–Necesito refrescarme un poco.

Fue hacia los escalones de la piscina y se sumergió poco a poco, contoneando las caderas. Se adentró más y más hasta que el agua le llegó hasta los pechos, sin llegar a cubrírselos del todo. Y entonces miró a Pedro por el rabillo del ojo. Él la observaba. Con un suspiro suave e inocente, se sumergió del todo y echó a nadar dando brazadas suaves y sensuales. Salió en el borde de la piscina, al pie de la silla de Pedro.

–Ven conmigo –le dijo ella, sonriéndole.

Bajando la vista hacia ella, Pedro sacudió la cabeza lentamente.

–No. No es lo mío.

Lánguidamente, Paula metió la cabeza en el agua de nuevo, echándose hacia atrás. Sintió su mirada ardiente al volver a emerger. Gotas de agua le corrían por la piel, por el cuello, los brazos, los pechos… Estiró los brazos por encima de la cabeza y empezó amoverse perezosamente contra el agua cristalina.

–Ven conmigo –volvió a decirle.

Parecía que Pedro tenía problemas para respirar. Relamiéndose, negó con la cabeza. Paula volvió a sumergirse y permaneció abajo durante unos segundos. Cuando volvió a salir por fin, él casi se había levantado de la silla, como si acabara de llevarse una sorpresa. Ella nadó hasta el borde de la piscina. Tenía una sonrisa sensual en los labios. Apoyándose en el borde, le tiró algo a los pies. Era el bikini.

–Ven conmigo.

Pedro la miró. Entreabrió los labios. Ella le oyó respirar entrecortadamente. Y entonces se movió. Paula jamás hubiera creído que alguien pudiera moverse tan rápido. Vestido con unos vaqueros viejos y una camiseta blanca, se tiró al agua de golpe, aterrizando justo a su lado. El agua salió disparada en todas direcciones, salpicándola en la cabeza, los hombros… Él emergió de inmediato, como un dios griego que sale de las profundidades. La camiseta, empapada, y translúcida, se le pegaba a la piel de los hombros, los pectorales, abdominales…

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