lunes, 11 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 10

–¿No? –le dijo él en un tono ligero–. La mayoría de las mujeres piensa lo contrario. Lo ven como un extra por salir conmigo.

–Bueno, yo no –Paula se estremeció. Se humedeció los labios, jugueteando con el bajo escote de su apretado vestido rojo–. Me siento como una idiota.

Una oleada de calor recorrió por dentro a Pedro. Quería acariciarla en todos aquellos sitios que ella tocaba, quitarle la ropa del cuerpo y cubrir esos pechos increíbles con sus manos; mordisqueárselos, lamérselos… No. No. Tenía tres reglas. Ni empleadas, ni casadas, ni vírgenes. Había mujeres de sobra en el mundo, todas disponibles y dispuestas. No tenía por qué romper esas reglas de oro. Además, ella tenía el corazón roto y quería desquitarse. Demasiadas complicaciones. Demasiados riesgos. Paula estaba fuera de su alcance, pero… De repente sintió un impulso irrefrenable.

–Parezco una idiota, ¿No?

Pedro aguzó la mirada.

–Eres preciosa, Paula.

Ella levantó la vista y frunció el ceño.

–Te dije que nunca me…

–Eres preciosa –repitió él en un tono brusco, agarrándola de la barbilla. Buscó su mirada–. Escúchame. Ya sabes la clase de hombre que soy, la clase de hombre que nunca llevaría a una empleada a una gala benéfica, según me dijiste tú. ¿Por qué iba a mentir? Eres preciosa.

La rabia desapareció de aquel hermoso rostro. De repente parecía confundida, inocente y tremendamente tímida. Él podía leer su expresión, los sentimientos que en ella se escondían. Y algo más… Pero tenía que ser una farsa. No podía ser otra cosa. Ella no podía ser tan joven e inocente.

–¿De verdad…? –Paula se detuvo y se mordió el labio inferior–. ¿De verdad crees que soy guapa?

–¿Guapa? –le preguntó él, sorprendido. Le levantó la barbilla hacia la luz de la rutilante araña que colgaba del techo del vestíbulo–. Eres una belleza, ratita.

Ella le miró fijamente y entonces esbozó una media sonrisa.

–¿Es que no puedes llamarme Paula, sin más?

–Lo siento –él sonrió–. Es la costumbre. Así te llamaba cuando estaba ciego.

Los ojos de Paula brillaron. Una sonrisa le iluminó el rostro.

–Bueno, primero me dices que soy una belleza, y después me dices que estás ciego.

Su sonrisa fue tan sobrecogedora que se le clavó en el corazón.

–Tu belleza volvería loco a cualquier hombre, cara –le dijo en un susurro–. Te dije que serías la envidia de todas si aparecías en la fiesta conmigo. Pero estaba equivocado. Yo seré la envidia de todos esta noche.

Los ojos de Paula se hicieron muy grandes de repente. Sus pestañas oscuras le acariciaron la piel.

–Uf. No se te da mal esto de halagar –dijo ella, esbozando una sonrisa pícara–. ¿No te lo han dicho nunca?

Aunque no quisiera, Pedro no pudo evitar devolverle la sonrisa y cuando sus miradas se encontraron, un temblor sísmico lo recorrió por dentro. Sus ojos inocentes y sus curvas exuberantes desencadenaban un profundo impulso sexual que apelaba a lo más íntimo de su alma. ¿Alma? La palabra le arrancó una sonrisa… La lujuria podía jugarle malas pasadas a la mente de un hombre. Y la deseaba tanto… Tanto… Pero no podía hacer nada al respecto. No era un esclavo del deseo. Era un hombre adulto, director de una multinacional. Ya era hora de dejar las aventuras de una noche y sentar la cabeza. Romina Bianchi era la princesa perfecta y cuando heredara el imperio de la moda de su padre, la presencia de Alfonso Worldwide aumentaría exponencialmente en Europa. De hecho, había estado a punto de proponerle matrimonio, antes de que ella le hiciera esa pequeña encerrona. Debería haberlo visto venir; el ultimátum de Romina no debería haber sido una sorpresa para él. Iban en la limusina, de camino a la oficina, donde él había olvidado sus gemelos. Ella estaba tensa a su lado, oculta debajo de aquel abrigo de piel negro. Él hablaba por teléfono y, nada más terminar la llamada, ella se había vuelto hacia él con los ojos encendidos.

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