lunes, 18 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 25

–¿Y tú trabajas en mi departamento de archivos?

Ella esbozó una sonrisa descarada.

–Ahora entenderás por qué me quedo hasta tarde en el trabajo. Nunca se me ha dado nada bien, excepto hacer joyas –añadió en un tono triste–. A lo mejor es por eso por lo que mi padre piensa que soy un caso perdido. Me amenazó con desheredarme si no regresaba a Minnesota y me casaba con uno de sus gerentes.

–¡Desheredarte! –Pedro se imaginó a un granjero trabajador en una finca en las desangeladas llanuras del norte–. ¿Quería que te casaras con el capataz de la granja?

Paula parpadeó y frunció el ceño.

–Mi padre no es granjero. Es empresario.

–Ah –dijo Pedro–. ¿Tiene un restaurante? ¿Una tintorería?

Ella apartó la vista de forma evasiva.

–Eh… Algo así. Mis padres se divorciaron hace unos años, cuando mi madre enfermó. El día en que murió fue el peor de toda mi vida. Tenía que huir, así que… me busqué un trabajo… con un pariente lejano. Mi primo.

Estaba tartamudeando, mirándole con una ansiedad que Pedro no podía entender.

–Lo siento –le dijo en voz baja–. Mi madre murió hace unos años, y mi relación con mi padre siempre fue complicada.

En realidad eso era poco decir. Su padre, el príncipe Horacio Alfonso, se había casado con su madre por su dinero y después se lo había gastado con sus amantes. Había muerto cuando él tenía diecinueve años, dejando deudas y una larga lista de hijos bastardos por el mundo. Pedro era el único hijo legítimo, heredero del imperio y del título de Alfonso, pero todos los años aparecía un extraño que decía ser hijo de Horacio Alfonso con la idea de llevarse un trozo de la tarta. «Solo espera a que pasen los años, hijo…», le había dicho su padre en su lecho de muerte. «Serás igual que yo. Ya lo verás…». Había jurado que jamás sería como su padre. Era egoísta, pero no era un monstruo.

–He pensado en volver –los ojos de Paula brillaron–. Pero ahora sé que no voy a poder. Tú me haces sentir… valiente. Me haces sentir que puedo hacer cualquier cosa, que puedo arriesgarme a cualquier cosa.

Pedro sintió que el corazón le daba un pequeño vuelco. Cerró los puños con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos. Lilley ya estaba medio enamorada de él. Él podía verlo en sus ojos, aunque ella todavía no fuera consciente de ello. Si seguía teniendo algo con ella, acabaría apagando esa luz que tenía dentro. Esa vitalidad terminaría consumiéndose por completo, y solo quedaría oscuridad y un enorme vacío en su corazón. Había cruzado la línea. Se había aprovechado de su inocencia de una forma que no tenía vuelta atrás. Había hecho algo imperdonable. Tomando aliento, se apartó de ella. Solo faltaban un par de horas para el amanecer. Pero no habría luz del sol para él, siempre frío hasta la médula. Solo había una forma para remediar lo que había hecho. Solo había una forma de no romperle el corazón. Soltó el aliento y cerró los ojos. Tenía que dejarla marchar.

–Ya casi es de día –le dijo ella, en un tono triste. Le puso la mano sobre el pecho–. Dentro de unas pocas horas, volveré a mi departamento de archivos. ¿Y tú?

Él abrió los ojos.

–México.

–Pedro… –le dijo ella, respirando hondo–. Quiero que sepas que…

Él se volvió hacia ella casi con violencia y le puso un dedo sobre los labios.

–No hablemos –la hizo tumbarse sobre la cama, respiró su aroma embriagador por última vez…

–Ha sido el día más feliz de mi vida –le dijo ella en voz baja–. Pero me duele que termine –esbozó una sonrisa triste–. Dentro de unas pocas horas, habrás olvidado que existo.

Él la miró fijamente.

–Nunca te olvidaré, Paula –le dijo, y era verdad.

–Oh –dijo ella. Sus ojos se llenaron de alivio y gratitud.

Pensaba que aquellas palabras significaban que quizá podrían tener un futuro. Jamás hubiera podido imaginar que en realidad eran una sentencia de muerte para cualquier posible relación que hubiera podido haber entre ellos. Puso la mano sobre su mejilla áspera y sin afeitar.

–Entonces dame un beso que no olvide jamás.

Él miró sus labios sonrosados y carnosos y se estremeció de deseo.

«Una última vez…», pensó. La dejaría marchar al amanecer…

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