viernes, 8 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 4

–¿Qué? –Paula parpadeó–. ¿De quién?

Una sonrisa le tiró de las comisuras de los labios.

–De él.

–¿Qué le hace pensar que lloraba por un hombre?

–¿Y por qué lloran las mujeres si no?

Ella se echó a reír, pero más bien sonó como un sollozo.

–Todo ha salido mal hoy. Pensaba que sería más feliz si perdía algo de peso. Quise ir a correr. Un gran error –se miró las zapatillas viejas que llevaba puestas, la sudadera ancha y los pantalones de chándal–. Mi compañera de piso pensó que me había ido a trabajar. Cuando regresé al departamento, me la encontré con mi novio. En la cama.

Pedro le tocó la mejilla.

–Lo siento.

Paula levantó la vista, sorprendida ante un gesto tan repentino de empatía. Entreabrió los labios. Chispas de calor parecían brotar de los dedos de él y la recorrían por dentro, propagándose por su cuello, su espalda… De repente sintió que los pechos le pesaban mucho. Los pezones se le habían endurecido bajo el sujetador deportivo.

Él aguzó la mirada.

–Pero eres muy guapa.

¿Muy guapa? Aquellas palabras fueron como una bofetada para Paula. Se apartó bruscamente.

–No.

Él frunció el ceño.

–¿No qué?

Tanta crueldad le cortó el aliento. La joven parpadeó rápidamente y le fulminó con la  mirada.

–Sé que no soy guapa. Pero no pasa nada. Sé que tampoco soy muy lista, pero puedo vivir con ello. Pero que venga alguien a decirme lo contrario… –apretó los puños–. No es que sea condescendiente, ¡Es una burla!

Pedro la miró con ojos serios, sin decir ni una palabra. Paula respiró profundamente y se dió cuenta de que acababa de echarle un rapapolvo a su jefe.

Entrelazó las manos.
–Estoy despedida, ¿No?

Él no contestó. Un escalofrío de angustia la recorrió por dentro. Las manos empezaron a temblarle sin ton ni son. Recogió una carpeta del suelo y agarró el carrito de metal.

–Terminaré mi trabajo y recogeré mis cosas.

Él la agarró del brazo y la hizo detenerse.

–¿Un piropo es una burla? –le dijo, mirándola fijamente. Sacudió la cabeza–. Eres una chica muy rara, Paula Chaves.

La manera en que la miraba… Por un instante, Paula llegó a pensar… Pero no. Era imposible. Llamarla rara simplemente era su forma de decir que era un fracaso sin remedio.

–Eso me dice siempre mi padre.

–No estás despedida.

Ella levantó la vista hacia él con esperanza.

–¿No?

Él se inclinó adelante, le quitó la carpeta de las manos y la puso sobre el carrito.

–Tengo otra penalización en mente.

–¿La guillotina? –preguntó ella con un hilo de voz–. ¿La silla eléctrica?

–Venir conmigo al baile esta noche.

Paula se quedó boquiabierta.

–¿Qué?

Aquellos ojos oscuros eran tan intensos como el chocolate derretido, tan ardientes como ascuas al rojo vivo.

–Quiero que seas mi acompañante.

Paula se le quedó mirando con ojos incrédulos y el corazón desbocado. ¿Acaso estaba teniendo un extraño sueño? El príncipe Pedro Alfonso podía tener a las mujeres más bellas de todo el planeta, y ya había tenido a unas cuantas, según decían los periódicos sensacionalistas y las revistas de sociedad. Frunciendo el ceño, se dio la vuelta y miró detrás para asegurarse de que no se lo estaba diciendo a alguna bella estrella de cine o modelo de lencería que pasara por allí por casualidad.

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