viernes, 22 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 32

–Cometí un error seduciéndote –le dijo en un tono bajo–. Siento haberte tocado.

Ella levantó la vista. Sus ojos estaban llenos de tristeza.

–¿Fue tan terrible?

Un nudo de dolor le atenazó la garganta. Por primera vez en diecinueve años, había encontrado un corazón que no quería romper y, sin embargo, allí estaba, rompiéndolo.

–Tu primera vez debería haber sido algo especial, con un hombre que te amara, un hombre que se casara contigo algún día. No debería haber sido una aventura de una noche con un hombre como yo.

–No es para tanto –ella trató de sonreír–. Y fueron dos noches.

Pedro casi se estremeció al recordar aquellas noches maravillosas; su sabor, el tacto de su piel…

–Encontrarás a otra persona.

Ella le miró fijamente.

–Es por eso por lo que me mandas a Nueva York.

Un trueno desgarrador rugió a su alrededor.

–¿Sabías que había sido yo?

–Claro que sí –le dijo ella, mirándole con una sonrisa.

Tragó en seco y se puso recta. El agua de lluvia empezaba a calarle el pelo, la ropa… La camiseta y la falda empezaban a pegársele a la piel.

–Gracias por conseguirme ese empleo. Has sido muy amable.

Su espíritu generoso solo le hizo sentirse peor a Pedro. El corazón se le salía del pecho de tanto dolor. Apretó aún más los puños.

–No fue por amabilidad, maldita sea. Quería alejarte de mí porque me voy a casar. Y no lo hago por amor. La empresa de su padre es un valor añadido. Pero cuando pronuncie mis votos, seré fiel a mi esposa.

Paula buscó su mirada.

–¿Y si yo fuera una heredera, igual que ella? –susurró–. ¿Me elegirías en vez de elegirla a ella?

Pedro contuvo el aliento. Y entonces sacudió la cabeza lentamente.

–Tú nunca encajarías en mi mundo –levantó la mano–. Eso destruiría todo lo que yo admiro más. Todo lo que es bonito y alegre.

Pedro se detuvo justo antes de tocarle la mejilla. Otro trueno infernal sacudió el firmamento.

–Romina será la esposa perfecta –le dijo él, soltándole la mano bruscamente.

–No puedo dejar que te cases con ella. No sin saber lo que… Lo que… –se lamió los labios–. Lo que tengo que decirte.

El traje de Pedro ya estaba completamente empapado. Estaban a solas en aquel jardín tan verde, bajo aquel cielo negro. El aroma a lluvia bañaba las hojas, la tierra, y las coloridas buganvillas que se enroscaban a capricho por el estuco de la casa. Y de repente, mirando aquellos profundos ojos marrones, Pedro supo lo que iba a decir.

–No –le dijo–. No lo digas.

Ella vaciló, asustada. Tenía toda la ropa pegada a la piel. La silueta de sus pechos se marcaba por debajo de la camiseta, sus duros pezones…

–No, cara –le puso un dedo sobre los labios y le limpió el agua de la cara con las yemas de los pulgares–. Por favor –susurró–. No digas las palabras. Déjalo así. Puedo ver tus sentimientos en tu cara. Ya sé lo que hay en tu corazón.

Paula levantó la vista. Parecía sin aliento. La lluvia empezó a caer con más fuerza. Pedro se dió cuenta de que le sujetaba las mejillas con ambas manos. Sus labios sonrosados y carnosos estaban a unos centímetros de distancia. De repente sintió que no podía respirar. Deseaba acorralarla contra los setos y comérsela a besos. Haciendo uso de todo el autocontrol que tenía, dejó caer las manos y retrocedió.

–Vete a Nueva York, Paula.

–Espera –dijo ella, casi ahogándose al verle dar media vuelta–. No puedes irte. No hasta que te diga…

Él se volvió hacia ella. Su expresión era de hielo.

–No luches contra mí. No podemos volver a vernos. No hay nada que puedas decir que me haga cambiar de opinión.

Ella respiró hondo.

–Estoy embarazada –susurró.

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