lunes, 25 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 38

–Tengo una casita en Sardinia –sonrió–. Una casa de campo perfecta para una luna de miel.

Viajaron toda la noche, a través del inmenso desierto. Algunas veces, en mitad de la noche, ella se había quedado dormida contra su hombro. Cuando llegaron a Las Vegas, Pedro la despertó con un beso en la frente.

–Bienvenida a nuestra boda, cara –susurró.

Ella abrió los ojos. La clara luz de la mañana asomaba por encima de las montañas. Se alojaron en una suite del ático del lujoso Hermitage Hotel and Resort. Pedro pidió un bufé privado para dos personas y cinco camareros les llevaron carritos repletos de exquisitos manjares para degustar; tortillas, gofres, tostadas, rebanadas de beicon, sandía, macedonia de frutas, filetes de pollo… Después Pedrola acompañó a una carísima boutique de novias que estaba en la planta baja del hotel. Escogió un esmoquin y le compró el primer traje de novia en el que Paula se fijó.

–¡No puedes! –exclamó Paula cuando vió la etiqueta del precio.

Él levantó una ceja y le ofreció una sonrisa.

–Sí que puedo.

Recogieron sus licencias de matrimonio en el centro de la ciudad y luego volvieron a la suite, donde ya les habían dejado junto al gran piano de cola el ramo de novia y la flor para la solapa del novio. Aquello era como un sueño. Hicieron el amor sobre la enorme cama desde la que se divisaba la mejor vista de Las Vegas Strip, y volvieron a hacerlo en la ducha antes de cambiarse de ropa. Y más tarde, cuando Pedro vió a Paula con el traje de novia, se la llevó una última vez a la cama. Paula se sentó sobre él y le cabalgó mientras él se sujetaba del cabecero. Su collar rebotaba suavemente contra sus pechos hinchados con cada embestida. Después de la tercera batalla sexual de la tarde, él besó las cuentas de color rosa del collar y la cadena de latón.

–Cualquier hombre pagaría una fortuna por tener un collar como ese para su esposa –le dijo. Su expresión cambió de repente–. Es una pena que…

–¿Qué?

Él soltó el aliento.

–Nada –la agarró de la mano y la hizo levantarse de la cama–. Vamos a casarnos antes de que volvamos a distraernos.

Dos horas después de la hora establecida, se casaron por fin, rodeados de velas blancas en la capilla privada del hotel. Nicolás Stavrakis, un viejo conocido de Pedro y dueño del hotel, fue el único testigo. Y así sin más… Paula se convirtió en una princesa. Vestida con el traje blanco que su esposo le había comprado, subió a bordo del jet privado, rumbo al Mediterráneo.

Ya en el avión, Paula encontró los artículos que el personal le había preparado. La bolsa con sus objetos personales era realmente pequeña; solo contenía la manta de su madre, sus herramientas para hacer joyas y una nota de Nadia en la que le deseaba todo lo mejor:

"David se viene a vivir conmigo. ¡Sé que no te importará porque ahora eres una princesa felizmente casada! ¡No me puedo creer que te hayas casado con el príncipe Pedro! ¡Ahora serás famosa!"

Mientras el jet sobrevolaba el país, rumbo al Atlántico, Paula se quedó dormida sobre un butacón, asiendo la manta de su madre. Cuando se despertó, Pedro la estaba observando desde una silla cercana.

–Siempre cuidaré de tí –le susurró, inclinándose hacia delante. Sus ojos eran muy oscuros–. Quiero que lo sepas. Y siempre cuidaré de mi hijo.

Ella se incorporó, sujetando la manta.

–Cuidar de nosotros. Pero no demasiado –esbozó una leve sonrisa–. Mi padre trató de protegerme de un mundo para el que no me creía preparada. Si no llega a ser por mi madre, nunca me hubiera dejado salir de la casa.

–Y es por eso por lo que quería que te casaras con uno de sus empleados –esbozó una sonrisa triste–. ¿Cuándo le vas a decir que nos hemos casado?

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