miércoles, 20 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 29

Desde el rellano de la escalera, vieron que ya empezaban a llegar muchos invitados. La fiesta se había organizado para celebrar la cosecha. Siempre era una reunión íntima, para los amigos más cercanos de la familia. Sin embargo, ese año Alessandro se había atrevido a invitar a unos cuantos socios, pensando que ya tenía asegurado el negocio de Joyería. Todo se había torcido en el último momento, no obstante. La cosecha de la uva no estaba yendo según lo previsto y el negocio con Joyería no había resultado bien. Además, esa noche le iba a pedir matrimonio a Romina. Aquello había pasado de ser una celebración a convertirse en una especie de funeral de la noche a la mañana. A cada paso que daba sentía el peso muerto del diamante que llevaba en el bolsillo… De pronto oyó a Bernardo. Discutía con alguien que estaba en la puerta. Su mayordomo, siempre tranquilo, trataba de librarse de alguien que no estaba invitado.

–La entrada del servicio está al fondo de la casa –le decía Bernardo, tratando de cerrar la puerta.

–¡No he venido a dejar un paquete! –exclamó una mujer, empujando la puerta–. ¡Estoy aquí para ver a Pedro!

El mayordomo respiró profundamente, como si la joven acabara de insultar a su madre.

–¿Pedro? –repitió en un tono incrédulo–. ¿Se refiere a Su Alteza, el príncipe Pedro Alfonso?

–¡Sí!

–El príncipe se encuentra en una fiesta en este momento –dijo Bernardo con frialdad–. Póngase en contacto con su secretaria y pídale una cita. Buenas noches.

En el momento en que Bronson trataba de cerrar la puerta, la joven metió el pie por una estrecha ranura.

–No quiero ser maleducada… Pero me marcho a primera hora de la mañana y tengo que hablar con él. Esta noche.

Pedro sintió un escalofrío en la espalda. Conocía muy bien esa dulce voz… Tras soltar la mano de Romina, bajó las escaleras a toda prisa y fue hacia el anciano de pelo blanco que trataba de cerrar la puerta.

–Suelte la puerta inmediatamente –decía Bernardo.

Agarrando la puerta por arriba, Pedro la abrió de par en par. El mayordomo se dió la vuelta.

–Su Alteza –dijo, sorprendido–. Siento mucho esta interrupción. Esta mujer ha tratado de entrar en la fiesta a la fuerza. No sé cómo logró burlar los controles de seguridad en la puerta, pero…

–No hay problema, Bernardo –dijo Pedro, sin saber muy bien lo que decía, mirando a Paula fijamente, como si acabara de salir de sus sueños.

Estaba más hermosa que nunca. Llevaba el cabello recogido en una coleta y la cara lavada. A diferencia de la mayoría de las mujeres, siempre empeñadas en enfundarse vestidos glamurosos con los que apenas podían respirar, ella no llevaba más que una camiseta ceñida y una falda de algodón con un estampado de flores. Era un conjunto primaveral que accidentalmente realzaba sus impresionantes curvas. Brillaba como un ángel, expulsado de ese cielo negro y ominoso que relampagueaba en el horizonte.

–Pedro –susurró ella, mirándole fijamente. Sus pupilas grandes y diáfanas se dilataron.

–¡Seguridad! –exclamó el mayordomo, haciéndole señas a un guardia que estaba al otro lado de la sala.

Pedro agarró a Bernardo del brazo.

–Yo me ocupo de esto –le dijo en un tono inflexible.

Sorprendido, el mayordomo asintió y se apartó rápidamente.

–Por supuesto, señor.

Tomando a Paula del brazo, la hizo entrar al vestíbulo. Ella levantó la vista hacia él y entreabrió los labios. Él apretó los dedos alrededor de su delicado brazo, casi sin darse cuenta. Un aluvión de recuerdos sensuales lo bañó por dentro. La última vez que la había visto habían hecho el amor en cada rincón de esa casa, también en el vestíbulo. Pedro miró hacia la pared que estaba detrás de ella. Allí. Ahogándose de deseo, sintió unas ganas irrefrenables de tomarla en brazos, llevarla a la habitación y hacerle el amor como aquella vez. La sangre palpitaba en sus sienes, el corazón le latía desbocado. Cerró la pesada puerta de roble, la soltó y cruzó los brazos para no tocarla.

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