viernes, 22 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 33

Los truenos caían sin cesar de un cielo negro, sacudiendo la tierra bajo sus pies. Paula contuvo el aliento y esperó su reacción. Las luces que colgaban de las ramas por encima de los setos arrojaban sombras fantasmagóricas sobre el rostro anguloso de Pedro.

–Embarazada.

–Sí –le dijo ella.

Un relámpago iluminó sus ojos negros. Dió un paso hacia ella.

–No puedes estarlo.

–Lo estoy.

–Usamos protección.

Ella abrió los brazos en un gesto de impotencia.

–Hubo una vez que no, en la ducha.

–No –él respiró hondo.

–Pero…

–No –se revolvió los cabellos y dió tres pasos a un lado y a otro.

Paula le observó con un sentimiento creciente de desesperación. Su cuerpo estaba frío, calado hasta los huesos. Se rodeó el cuerpo con los brazos, tratando de conservar un poco de calor.

–No pasa nada.

Él dejó de andar.

–¿Qué?

El amor siempre era un regalo, aunque no fuera correspondido. Miró a Pedro, tan guapo y sexy con aquel traje carísimo y empapado. Tenía el pelo pegado a la frente y alborotado. Una profunda compasión por él, por ese hombre al que casi había llegado a amar, le llenó el corazón, haciendo a un lado la tristeza por el marido y padre que nunca podría llegar a ser. Respiró hondo.

–Nada tiene que cambiar para tí.

La expresión de Pedro se volvió casi siniestra y ominosa.

–¿Qué?

–Desde el principio me dijiste que nuestra aventura solo sería eso, un escarceo de un día –sacudió la cabeza–. No espero que me ayudes a criar al bebé. Pensé que deberías saberlo.

Los ojos de Pedro se volvieron más negros que nunca. Los músculos de su poderoso cuerpo se tensaron.

–Si no esperas que crie a tu hijo, ¿Qué es lo que esperas de mí exactamente?

Ella parpadeó.

–¿Qué?

–¿Qué es lo que quieres? ¿Una casa? ¿Dinero?

Sus palabras eran duras, pero ella veía el temblor de su cuerpo bajo la lluvia. De repente se preguntó con qué clase de gente había vivido toda su vida para que su primer pensamiento tras enterarse de que estaba embarazada fuera el dinero.

–No necesito nada –le dijo ella tranquilamente–. Gracias por darme dos noches que nunca olvidaré. Gracias por creer en mí. Y sobre todo… –le dijo en un susurro–. Gracias por darme a este bebé… Espero que tengas una vida llena de alegría. Nunca te olvidaré –dió media vuelta–. Adiós.

Echó a andar hacia la casa. Las sandalias se clavaban en la hierba húmeda, el corazón se le rompía a cada paso. De repente sintió una mano en el hombro que la hizo darse la vuelta. Él la miró fijamente durante unos segundos sin decir nada. Sus ojos ardían de rabia.

–¿Crees que puedes decirme que estás embarazada… e irte así como así?

Paula contuvo el aliento. De repente sintió pánico.

–No hay razón para que me quede.

–¿No hay razón? –repitió él, casi gritando. Aflojó un poco la mano con la que le sujetaba el brazo–. Si realmente estás embarazada de mí, ¿Cómo puedes dar media vuelta e irte sin más? ¿Cómo puedes ser tan fría?

–¿Fría? ¿Qué quieres de mí? ¿Quieres que me postre ante tí y te bese los pies, suplicándote que nos quieras a mí y al bebé? ¿Rogándote?

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