miércoles, 20 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 28

«Cariño, hay muy pocos problemas en el mundo que no se puedan resolver con un abrazo, un platito de galletas y una buena taza de té caliente», solía decirle su madre con una sonrisa. Aquella receta mágica de la felicidad solía funcionar como un hechizo cuando tenía nueve años y había suspendido un examen de ortografía, y cuando era una adolescente y los otros chicos se burlaban de ella. «Tu padre no puede comprarte un cerebro nuevo…», le decían. Había funcionado cuando su padre le había pedido a su madre el divorcio y las había abandonado en Minneapolis para hacerse una enorme mansión a orillas del lago Minnetonka y vivir con su amante en ella. Dejó la taza sobre la mesa y recogió la revista que se había llevado del trabajo. La abrió y leyó el artículo. Pedro iba a celebrar la vendimia en su mansión de Sonoma. Los rumores decían que iba a ser una fiesta de compromiso. Viernes. Esa misma noche. Los dedos de Paula se deslizaron sobre aquel rostro hermoso y frío. Había estado tan segura de que él querría volver a verla… Durante el mes anterior, había dado un salto cada vez que le sonaba el teléfono. Había creído ciegamente en su esperanza. Había creído que él iba a llamarla, que le mandaría flores, una postal, algo… Pero no lo había hecho. No obstante, antes de dejarle para siempre, tenía que decirle que iba a ser padre…



–Pedro, por fin –la voz felina de Romina le puso nervioso de inmediato–. ¿Me has echado de menos, cariño?

Forzando una sonrisa, Pedro se volvió hacia ella, con los hombros tensos como planchas de metal. La había visto llegar por la ventana del estudio. Era la primera invitada que llegaba esa noche. No era propio de ella llegar pronto a ningún evento, así que ya debía de haberse enterado de los rumores. Y, desafortunadamente, esos rumores eran ciertos. El anillo de diamantes de cinco quilates que llevaba en el bolsillo de la chaqueta era como el peso de un ancla.

–Te he echado de menos –dijo Romina, ofreciéndole su mejor sonrisa.

Dió un paso adelante para darle un beso en los labios, pero, en el último momento, él apartó la cara. Los labios de ella aterrizaron sobre su mejilla. La reacción tan brusca los sorprendió a los dos. Su cuerpo, al menos, debería haberse alegrado de verla… No se había acostado con nadie durante más de un mes. Ella retrocedió. Parecía ofendida.

–¿Qué sucede?

–Nada –le dijo él.

¿Qué iba a decirle? ¿Que la había echado de menos cuando estaba en México? ¿Que había pensado mucho en ella cuando había perdido el negocio de Joyería y había dejado ganar a ese bastardo de Tomás St. Rafael? Lo cierto era que no era a ella a quien había deseado ver la noche en que se había llevado esa gran decepción. Había sido el rostro de otra mujer el que había deseado ver ese día; su cuerpo suave, su corazón puro… Pedro respiró hondo. Probablemente a esas alturas Paula ya debía de estar haciendo las maletas para irse a Nueva York. Seguramente debía de odiarle…

–Me alegré mucho cuando me llamaste –murmuró Romina, esbozando una sonrisa–. Casi había empezado a pensar que habías roto conmigo.

–Y lo hice –le dijo Pedro–. No me gusta que me pongan entre la espada y la pared.

–Lección aprendida –le dijo ella, aunque la sonrisa no le llegara a los ojos.

Le agarró la mano. Su piel estaba fría, dura.

–Me alegro de que estemos juntos de nuevo. Somos perfectos el uno para el otro, ¿No?

Pedro miró fijamente su hermoso rostro, sus agudos ojos verdes, sus pómulos marcados. Físicamente, era perfecta. Encajaba muy bien en ese mundo al que él pertenecía. Nadie podría criticarla nunca en su papel de principessa.

–Sí –le dijo él en un tono seco–. Perfetto.

Caminaron por el pasillo rumbo al vestíbulo de dos plantas.

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