viernes, 22 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 31

–Me alegro de verte, Pedro –le dijo, riendo–. Te he echado de menos.

Al verla tan vulnerable, tan sincera, Pedro volvió a sentir esa punzada en el corazón.

–Pero no deberías haber venido aquí esta noche.

Ella le miró a los ojos.

–Porque esto es una fiesta de compromiso.

Pedro trató de permanecer impasible.

–Lees las revistas de cotilleo.

–Desafortunadamente sí.

Preparándose para lo que estaba por llegar, Pedro esperó a que ocurriera la escena inevitable. Lágrimas, reproches… Pero ella no hizo más que sonreír con tristeza.

–Quiero que seas feliz –ella levantó la barbilla–. Si Romina es la persona a la que quieres, la persona que necesitas, entonces les deseo todo lo mejor.

Pedro se quedó boquiabierto. Aquello era lo último que esperaba oír. Respiró profundamente. No sabía qué decir o hacer.

–¿No… estás molesta? –le preguntó. Le ardían las mejillas.

Aquellas palabras sonaban tan tontas…

–No tiene sentido enfadarse por algo que no puedo cambiar – ella bajó la vista–. Y no he venido aquí para dar un espectáculo.

–¿Y entonces por qué has venido?

Ella levantó la vista. Sus ojos se habían iluminado.

–Tengo algo que decirte antes de irme de San Francisco.

¿Irse de San Francisco? ¿Por qué iba a irse de San Francisco? De repente recordó que había convencido a un amigo suyo para que le ofreciera un ventajoso trabajo en Nueva York. Mientras estaba en México, atormentado noche tras noche por su recuerdo, había pensado que lo mejor era alejarse de ella lo más posible. La idea más estúpida que jamás había tenido… En ese momento sonó el timbre. Bernardo se dirigió hacia la puerta con paso vacilante. Pedro agarró a Paula de la mano y la sacó del vestíbulo. La condujo por un pasillo secundario.

–¿Adónde vamos? –le preguntó ella, sin resistirse.

–A un sitio donde podamos estar solos –le dijo él.

Abrió las puertas correderas y la hizo salir al exterior, a un pequeño jardín. Sus miradas se encontraron a la luz del crepúsculo. El cielo se estaba oscureciendo con los nubarrones que presagiaban una tormenta. A lo lejos se oía el rugido de los truenos. El viento gemía entre los árboles. El aire se cargó de electricidad al tiempo que la temperatura descendía varios grados. Hacía fresco fuera, pero Pedro seguía sintiendo el calor asfixiante del fuego que ardía en su interior.

–¿Por qué has venido? –le preguntó en un tono cortante.

Las luces de colores que colgaban de las ramas de los árboles fueron sacudidas violentamente por una ráfaga de viento. Un relámpago iluminó el rostro consternado de Paula.

–Estás enamorado de la señorita Bianchi, ¿No?

Él apretó la mandíbula.

–Ya te lo dije. El matrimonio es una alianza mutuamente beneficiosa. El amor no tiene nada que ver con ello.

–Pero no querrás pasar el resto de tu vida sin amor, ¿No? – varios mechones de pelo le cayeron sobre la cara mientras hablaba–. ¿No es así?

Un trueno ensordecedor abrió el cielo sobre ellos. Pedro oyó las exclamaciones de los invitados, provenientes de la piscina. Todos echaron a correr hacia el interior de la casa.

–Dime lo que tengas que decir y luego vete.

Paula parpadeó y después bajó la vista.

–Es difícil. Más difícil de lo que pensaba.

La lluvia empezó a caer con más fuerza. Pedro se fijó en una gota de lluvia que le cayó sobre la mejilla y se deslizó hasta sus labios llenos y carnosos. Ella se lamió los labios de forma inconsciente. Tenía que sacarla de allí antes de hacer algo irremediable y estúpido. ¿Por qué había tomado aquello que no le pertenecía por derecho?

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