viernes, 8 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 2

Alto, corpulento e imponente, el príncipe Pedro Alfonso era un multimillonario que se había hecho a sí mismo, el director general de un conglomerado de empresas multinacional cuyos tentáculos se extendían por todo el planeta. Pero también era un mujeriego empedernido y despiadado. Todas las mujeres que trabajaban en las oficinas de San Francisco, desde la secretaria más joven hasta la vicepresidenta cincuentona, estaban enamoradas de él. Ese era el hombre que estaba a punto de pillarla con las manos en la masa.

Tratando de no respirar, Paula retrocedió un poco más hacia el interior del armario, apretándose detrás de las chaquetas, contra la pared. Sus trajes olían a sándalo, a poder… Cerró los ojos y rezó por que el príncipe se fuera y siguiera su camino. Por una vez en su vida, deseaba desesperadamente que ese talento suyo para ser invisible ante los hombres surtiera efecto. La puerta se abrió de golpe. Alguien apartó las chaquetas… Y una enorme mano la agarró de la muñeca sin contemplaciones. Dejó escapar un pequeño grito. El príncipe Paula la sacó del armario de un tirón.

–Te tengo –masculló él.

Encendió una lámpara y un enorme círculo de luz dorada llenó la estancia a su alrededor.

–Pequeña fis…

Y entonces la vió. Los ojos de Pedro se hicieron enormes de repente. Paula respiró y, muy a su pesar, no tuvo más remedio que mirar a los ojos a su jefe por primera vez. El príncipe Pedro Alfonso era el hombre más apuesto que había visto jamás. Su cuerpo, musculoso y tenso bajo aquel exquisito traje de firma, y sus ojos fríos e inflexibles, nunca dejaban indiferente a nadie. Su nariz aristocrática hacía un interesante contraste con aquella mandíbula angulosa, ruda y provocadora, cubierta en ese momento por una fina barba de medio día. Si las leyendas eran ciertas, Pedro Alfonso era medio príncipe, medio conquistador…

–Yo te conozco –él frunció el ceño. Parecía confundido–. ¿Qué estás haciendo aquí?

A Paula le ardía la muñeca justo donde él la estaba tocando. Chispas de fuego corrían a lo largo de su brazo, propagándose por todo su cuerpo.

–¿Qué?

Él la soltó abruptamente.

–¿Cómo te llamas?

Paula tardó un momento en contestar.

–Pa—Paula –pudo decir al final–. De archivos.

El príncipe Pedro aguzó la mirada. Caminó a su alrededor y la miró de arriba abajo. Paula sintió un repentino calor en las mejillas. Comparada con aquel hombre perfecto vestido con un sofisticado traje, ella no era más que una pobre oficinista, asustadiza y desarreglada con una sudadera y unos pantalones de chándal grises y anchos.

–¿Y qué estás haciendo aquí, Paula de archivos? ¿Sola en mi despacho un sábado por la noche?

Ella se humedeció un poco los labios y trató de controlar el temblor de las rodillas.

–Yo estaba… estaba… Estaba… eh… –su mirada cayó sobre el carrito de archivos–. ¿Trabajando?

Él siguió su mirada y arqueó una ceja.

–¿Por qué no estás en la fiesta Preziosi?

–Es que… Me quedé sin acompañante –susurró ella.

–Qué curioso –él esbozó una triste sonrisa–. Parece que está a la orden del día.

Aquel acento sexy y envolvente ejercía un poderoso hechizo sobre ella. No podía moverse ni apartar la vista de tanta belleza masculina, fuerte, ominosa, amenazante… Sus muslos eran como los troncos de dos robustos árboles. ¿Muslos? ¿En qué estaba pensando? David le había conseguido el empleo en Alfonso Worldwide y desde su llegada se las había ingeniado muy bien para pasar totalmente desapercibida ante su millonario jefe.

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