lunes, 11 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 9

La niebla de la tarde se cernió sobre la ciudad. A Pedro se le empapó el esmoquin nada más bajar de la limusina frente a la centenaria mansión de Nob Hill. Estaban en agosto, pero la niebla era densa y húmeda; una fría bofetada en la cara. Él, no obstante, estaba agradecido por ello. Una bofetada fría era justo lo que necesitaba en ese momento. Los flashes de los reporteros se dispararon a su alrededor en cuanto los tacones de Paula impactaron contra el suelo. De repente sintió el brazo de ella sobre el suyo. Sintió la presión de su mano sobre el antebrazo; el calor de su tacto sobre la chaqueta del esmoquin. Estremeciéndose de deseo, él la miró un instante.

Se había fijado en aquella empleada discreta algunas semanas antes. Mejillas sonrosadas, pelo castaño, vestidos anchos, desangelados… No parecía tener más de veinte años, tan rozagante y sencilla… Después de ver cómo le esquivaba en un par de ocasiones cuando se la cruzaba en el pasillo, le había picado la curiosidad lo bastante como para pedirle a la señora Rutherford una copia del currículum de la chica. Sin embargo, no había descubierto nada en él. Se había ido a vivir a San Francisco en junio de ese año, y el trabajo en el departamento de archivos parecía ser su primer trabajo después de haber trabajado como gobernanta en un hotel de Minneapolis unos años antes. Todo en ella era insignificante, incluso su nombre. Pero eso ya no era cierto. Suspiró. Quería darle una lección a Romina, demostrarle que podía reemplazarla con cualquiera, incluso aunque fuera una simple oficinista rellenita y anticuada, recién llegada del pueblo. Pero al parecer la broma se la habían gastado a él. ¿Cómo era que no se había fijado en Paula Chaves hasta ese día? ¿Anticuada?

La estilista de una boutique de lujo le había puesto un vestido rojo ajustado con finísimos tirantes. Con la espalda al descubierto y un generoso escote, aquella prenda le abrazaba los pechos, tentando a un hombre sin cesar, engañándole con la ilusión de que en cualquier momento podría ver algo más… ¿Rellenita? El vestido mostraba las curvas que su ropa ancha habitual escondía; caderas anchas, una cintura estrecha… Tenía la figura femenina que volvía locos a los hombres, las curvas de Marilyn, que hacían que un hombre cayera rendido a sus pies. Con solo mirarla, Pedro sintió las gotas de sudor en la frente. ¿Simple? Esa era la broma más grande de todas. Había visto la belleza de su rostro desnudo muy de cerca en su despacho. La había observado desde lejos durante semanas, pero hasta ese momento no había visto a Paula Chaves como realmente era ella. Una belleza. Una seductora. Una bomba sexual.

Mientras avanzaban por la alfombra roja hacia la centenaria mansión Harts, los paparazzi se volvieron locos, lanzando preguntas a diestro y siniestro.

–¿Dónde está Romina? ¿Ha habido una ruptura?

–¿Quién es ella?

–Sí. ¿Quién es esa morena tan sexy?

Pedro les dedicó una media sonrisa y saludó con un gesto brusco de la mano. Estaba acostumbrado a que le siguieran y le fotografiaran en todas partes… Pero, mientras conducía a Paula por la alfombra roja, se dio cuenta de que ella caminaba con reticencia. Bajó la vista hacia ella y notó que temblaba.

–¿Qué pasa? –le preguntó con un hilo de voz.

–Me están mirando –dijo ella en un tono bajo.

–Claro que te están mirando –Pedro se volvió hacia ella y le apartó el pelo de los ojos–. Y yo también.

–Solo ayúdame a salir de esta –susurró ella.

Sus hermosos ojos marrones parecían más grandes y asustados que nunca. Sujetándole el brazo con más fuerza, la guió a lo largo de la alfombra roja, protegiéndola con su propio cuerpo de los fotógrafos más agresivos que se inclinaban sobre ellos. Ignorando las preguntas y gruñidos de frustración de los reporteros, siguió adelante. La hizo subir los peldaños de la entrada y la condujo hacia las enormes columnas del pórtico. Una vez entraron en la mansión, tras pasar el puesto de seguridad y acceder al rutilante recibidor, Paula soltó el aliento. Sus luminosos ojos le miraron con gratitud.

–Gracias –le dijo, tragando con dificultad–. Eso no ha sido… divertido.

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