lunes, 11 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 8

«Me dijiste que viniste a San Francisco para poner un negocio de joyería y pasar tiempo conmigo. Sin embargo, desde que llegaste no has hecho ninguna de las dos cosas. O bien no me querías, ni a mí ni a tu negocio, o eres la persona más cobarde que he conocido».

Paula cerró los ojos. Esa mañana, estaba demasiado enfadada como para atender a razones. David y Nadia la habían traicionado. Las cosas eran así de sencillas. Ella no había hecho nada malo… Sin embargo, sentía unas ganas imperiosas de demostrarle a David que se equivocaba. Quería demostrarle que podía ser una de esas chicas glamorosas, liberales y valientes que llevaban vestidos llamativos, bailaban, se reían sin parar y bebían champán. Quería ser la princesa que iba del brazo de un caballero vestido con su reluciente armadura. Quería ser la chica que asistía a un baile acompañada de un príncipe. No era una cobarde. No lo era. Podía ser tan valiente y despiadada como cualquier otro. Podía observar al príncipe Pedro y aprender. Abrió los ojos.

–De acuerdo.

Él la miró.

–¿Lo entiendes, Paula? –le preguntó en un tono sosegado–. No es una auténtica cita. Mañana no habrá nada entre nosotros. Absolutamente nada.

–Sí. Lo entiendo –le dijo ella–. El lunes volveré al departamento de archivos. Usted volverá a Roma, junto a la señorita Bianchi, después de enseñarle la lección. Yo seguiré trabajando para usted y usted no volverá a molestarme. Perfecto.

Él se la quedó mirando y entonces soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza.

–No dejas de sorprenderme, Paula –le dijo, agarrándola de la muñeca–. Vamos. No tenemos mucho tiempo.

La condujo fuera del despacho. Tratando de ignorar el violento temblor que le sacudía las rodillas, Paula miró hacia atrás, hacia el carrito de archivos.

–Pero si no he terminado.

–No importa.

–¡No tengo vestido!

Él esbozó una sonrisa.

–Pronto lo tendrás.

Ella levantó la vista hacia él, molesta.

–¿Pero quién soy? ¿Cenicienta? ¿Es que vas a ser mi hada madrina? ¡No me vas a comprar un vestido! –gritó, olvidando el tratamiento de respeto que le había dado hasta ese momento.

Ya en el pasillo, él apretó el botón del ascensor y entonces la agarró de la mano.

–Claro que sí –le dijo, apartándole unos mechones de pelo de la cara–. Haré lo que me venga en gana, y te haré pasar una velada espléndida. Un traje precioso, que será la envidia de tus compañeras y una dulce venganza contra los que te han hecho daño. Será una noche muy… interesante.

Paula respiró su aroma a sándalo; un aroma seductor, poderoso. Sintió la palma de su mano sobre la suya, dura, caliente… Se le aceleró el pulso, haciéndola estremecerse.

–Muy bien. De acuerdo.

Los ojos de Pedro resplandecieron en la penumbra del pasillo.

–¿Sí?

–Digo «Sí» al vestido –se lamió los labios y le dedicó una sonrisa temblorosa–. Sí a todo, Su Alteza.

–Llámame Pedro.

Se llevó su mano a los labios. Paula sintió la suave presión de su boca, el calor de su aliento sobre la piel. Contuvo la respiración. Una chispa de fuego corrió por su brazo y se propagó por todo su cuerpo, prendiéndole fuego por dentro al igual que una cerilla ardiente sobre un charco de gasolina.

–Las mujeres siempre lo hacen –apuntó finalmente.

Paula se lamió los labios.
–¿Qué?

Él se puso erguido. Sus ojos oscuros parecieron derretirse con una sonrisa.

–Decir que sí –susurró–. A todo.

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