miércoles, 13 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 13

Agarrándola de la mano, la hizo bajar del escenario y la condujo a través de la pista de baile, abriéndose camino entre las parejas que bailaban y reían. En otra época él hubiera sido de los primeros en ponerse a bailar. Hubiera estrechado a Paula entre sus brazos y la hubiera hecho moverse al ritmo de la música. Pero ya llevaba dieciséis años sin bailar. Siguió cruzando la pista de baile sin detenerse ni un momento. De pronto, Paula se puso tensa.

–David –susurró.

Pedro tardó unos segundos en entender lo que ella acababa de decir. Y entonces sintió que ardía por dentro. Sentía mucha envidia de ese empleado del departamento de joyería; ese hombre que la había tenido en sus brazos y la había dejado marchar.

–Discúlpennos –le dijo a la gente que estaba a su alrededor.

Se llevó a Paula a un rincón tranquilo junto a una ventana.

–¿Dónde está? –le preguntó, manteniendo el rostro impasible.

–Allí mismo.

Él siguió su mirada. Aguzó la vista, pero no hubo nadie que le llamara la atención. Se sentía ansioso, celoso… No. Imposible. Los celos eran para los débiles, para los hombres tristes y vulnerables que servían sus corazones en bandejas de plata.

–Va bene –masculló–. Si todavía quieres a ese idiota, ese imbécil sin sentido de la fidelidad, entonces te ayudaré a recuperarle.

Paula sonrió.

–Eh, me sorprende tanta amabilidad.

–Solo dime una cosa.

–¿Qué?

Él deslizó la mano a lo largo de sus hombros y le acarició la piel desnuda de la espalda. Vio que abría mucho los ojos, la sintió temblar y entonces tuvo que reprimir las ganas de tirar de ella y apretarse contra su exquisito cuerpo.

–¿Por qué ibas a querer que volviera después de todo el daño que te ha hecho?

La sonrisa de Paula se desvaneció. Respiró hondo y levantó la muñeca izquierda.

–Mira esto.

¿Cambio de tema? Pedro miró el brazalete que llevaba. Ya se había fijado antes en él. Era un pastiche de materiales soldados, cristales de colores sobre una cadena de latón, con números de metal oxidado intercalados y sujetos por un cierre antiguo.

–¿Qué pasa con eso?

–Lo hice yo.

Le agarró la muñeca y miró el brazalete fijamente, tratando de darle sentido. Señaló el número metálico que colgaba de la cadena.

–¿Qué es eso?

–Un número de habitación de un hotel de París del siglo XVIII.

A Pedro le parecía muy raro. Aquello era una mezcolanza de baratijas.

–¿Y de dónde has sacado esos materiales?

–De mercadillos y tiendas vintage, sobre todo. Hago bisutería con cosas antiguas que encuentro –le dijo, tragando con dificultad–. Conocí a David en una feria en San Francisco hace unos meses. Mi jefe creía que yo me iba a visitar a mi familia. A David le encantaba mi bisutería. Decidimos hacernos socios y abrir una tienda juntos. Él se iba a ocupar de toda la parte financiera. Y yo iba a crear las piezas–Paula parpadeó deprisa y apartó la vista–. Cuando se acostó con mi compañera de piso, se acabó el sueño.

Pedro pudo ver que sus ojos estaban llenos de lágrimas. El corazón le dió un pequeño vuelco.

–Ese hombre es un tonto –le dijo, intentando ofrecerle consuelo–. Tal vez sea mejor así. Llevar un negocio conlleva un gran riesgo. Podrías haber perdido toda tu inversión. La gente no quiere baratijas antiguas. Quieren joyas relucientes y nuevas.

A Paula le temblaron los labios. Levantó la vista y sonrió. Sus ojos estaban velados.

–Bueno, supongo que me quedaré con las ganas de saber si habría funcionado.

La orquesta empezó a tocar una nueva canción, y las notas de un exquisito vals clásico florecieron a su alrededor como las plantas en primavera. Paula miraba hacia la abarrotada pista de baile con gesto triste. Le había dicho que no bailaba bien, pero él no se lo había creído ni por un instante. Había visto cómo se movía. Incluso cuando andaba, su cuerpo se mecía como el sol del crepúsculo sobre las olas del mar. Pero no podía bailar con ella. Apretó las manos a ambos lados. Era incapaz de ofrecerle ese placer. A menos que le hiciera el amor…

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