lunes, 25 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 36

–Pero Romina…

–Me hubiera casado con ella por deber. No por deseo –la miró a los ojos–. Tú eres la persona a la que deseo, Paula –se acercó a ella lenta y deliberadamente–. ¿Es que no lo sabes ya? Te deseo. Y ahora te voy a tener, para siempre.

Mientras la besaba, Paula cerró los ojos. Su cuerpo temblaba mientras él devoraba sus labios. Su boca era dura, sus besos hambrientos… La lluvia caía sobre su piel y los truenos rugían en el firmamento tormentoso y oscuro. Le oyó gemir y un segundo después estaba acorralada contra los setos. Sintió las ramas ásperas y húmedas contra la espalda mientras él la sostenía contra su cuerpo musculoso y duro. Empezó a tocarle el cabello, le ladeó la cabeza para besarla mejor. En el fragor de aquel beso tórrido, la ropa, húmeda, se les pegó a la piel. Sus manos la tocaban por todas partes, por encima de la camiseta de algodón, por las caderas. Le sintió meter la mano por debajo de su falda. Se la levantó por encima de los muslos. Deslizó la mano más arriba. Ella contuvo la respiración y puso su propia mano sobre la de él.

–No.

–No me rechaces –le dijo él–. Es lo que los dos queremos.

–Sí que quiero –dijo ella, jadeando–. Pero no puedo casarme contigo. Tendría que renunciar a todo aquello en lo que creo. Creo que amarte me destruiría.

–Entonces no me quieras –le acarició el cabello, mirándola con ojos serios–. Es demasiado tarde para nuestros propios sueños, Paula –le dijo tranquilamente–. Lo único que importa ahora son los sueños de nuestro bebé.

Ella contuvo la respiración. Él tenía razón. Lo único que importaba era el bebé. Cerró los ojos.

–¿Querrás a nuestro bebé? ¿Serás un buen padre?

–Sí –dijo él sin más.

El corazón de Paula se encogió de emoción. Respiró hondo, una vez y después otra. Y entonces renunció a sus sueños de amor.

–Puedo aceptar… un matrimonio sin amor –le dijo y sacudió la cabeza–. Pero no puedo aceptarlo sin confianza. Sin respeto. No voy a pasar por la humillación de una prueba de paternidad. O crees lo que te he dicho… o nos dejas marchar.

Mirándola, Pedro asintió con la cabeza lentamente.

–Muy bien, cara –le dijo en voz baja–. De acuerdo.

–Entonces me casaré contigo –le dijo, tragándose el dolor que tenía en la garganta.

Pedro retrocedió.

–¿Lo harás?

Poco a poco empezó a amainar. Un rayo de luz asomó entre las nubes, tiñendo de dorado su bello rostro.

–¿Serás mi esposa?

Sin decir ni una palabra, ella asintió con la cabeza. Los ojos de Pedro se iluminaron y sus labios esbozaron una sonrisa radiante que lo hacía parecer más joven, casi un niño. Nunca le había visto así. Mientras Paula le observaba, el rugido de la tormenta se fue alejando poco a poco. A lo mejor todo salía bien, después de todo. A lo mejor se podía empezar un matrimonio con pasión y un bebé. Paula rezó por que así fuera, pues eso era todo lo que tenían.

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