viernes, 15 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 18

–Creo que no lo entiendes –le dijo él en voz baja–. No voy a llevarte a tu casa –hizo una pausa–. Voy a llevarte a la mía.

Ella le miró aterrorizada. Solo oía su propia respiración entrecortada y los locos latidos de su corazón.

–Eres mi empleada. Hay unas reglas –los ojos de Pedro estaban llenos de calor y deseo. Los rayos de luna teñían de plata su cabello oscuro en la penumbra–. Pero voy a romperlas –le susurró–. Voy a besarte.

Paula levantó la vista. Era como si se hubiera perdido en un sueño extraño. Mechones de pelo le caían sobre la cara. El tejido de su vestido se movía grácilmente contra sus muslos.

–Llevo toda la noche pensando en tocarte.

Deslizó las manos por sus hombros hasta llegar a su espalda desnuda. Bajó la cabeza y le rozó la oreja con los labios.

–Si quieres que pare, dímelo ahora.

Ella cerró los ojos y sintió el calor de sus dedos acariciándole la piel desnuda. Se estremeció, entreabrió los labios. Estaban solos en aquel mundo neblinoso, bañado en plata. Y entonces oyó a los paparazzi, ladrando como perritos desde la acera, haciéndoles preguntas que se llevaba una repentina ráfaga de viento frío. Él se apartó de ella bruscamente. La luz de la luna acarició los ángulos más duros de su bello rostro. Parecía un ángel vengador, siniestro. La agarró de la muñeca.

–Vamos.

La hizo bajar los escalones de piedra. Se alejaron del revuelo y de los flashes de las cámaras. Los reporteros les lanzaban preguntas a gritos y trataban de acercarse a Paula a su paso. Pedro los echó a un lado con su brazo poderoso. La hizo entrar en la limusina, subió al vehículo y cerró la puerta bruscamente.

–Arranca –le dijo al chófer.

El conductor uniformado aceleró y salió a toda pastilla, lanzándose cuesta abajo por una empinada calle de San Francisco. Paula suspiró, mirando por la ventanilla.

–¿Siempre son así?

–Sí. Vete por los callejones –dijo Pedro–. Por si nos siguen.

–Claro, señor. ¿Al ático?

–A Sonoma –dijo Pedro, cerrando la persiana que separaba el habitáculo del conductor del resto de la limusina.

–¿Sonoma?

Él se volvió hacia ella con una sonrisa sensual y adormilada.

–Tengo una casa de campo. Tendremos toda la privacidad del mundo.

Paula tragó en seco. Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa.

–No sé…

Él esbozó una sonrisa pícara.

–Juro que te devolveré sana y salva al trabajo el lunes.

Trabajo… Como si fuera eso lo que le preocupaba… Soltando el aliento, Paula se fijó en dos platos llenos de deliciosa comida y en una botella de vino blanco que se enfriaba en una cubeta con hielo. Cuando la persiana se cerró del todo, miró a Alessandro con gesto nervioso. Llevaba horas sin comer nada, pero de repente la cena era la última cosa que tenía en mente. Sonriendo, él le puso la mano en la mejilla. Ella podía ver rayos de plata reflejados en sus insondables ojos negros.

–Yo pensaba que una mujer como tú solo existía en los sueños.

Paula se puso tensa.

–¿Quieres decir una buena chica como yo? –sintió un nudo en la garganta–. ¿Dulce?

Él soltó una carcajada.

–No sé por qué conviertes todos mis piropos en un insulto. Pero sí… Eres todas esas cosas –deslizó la mano por su cuello, le acarició el rincón más sensible del hombro, la hendidura del omoplato–. Pero no es por eso por lo que quiero llevarte a casa.

–¿No?

–Te quiero en mi cama.

Le acarició el labio inferior. Chispas de pasión surgieron entre ellos y la recorrieron de arriba abajo.

–Nunca he deseado tanto a una mujer. Quiero probar tu boca. Tus pechos. Sentir tu cuerpo contra el mío y hacerte gozar. No pararé hasta estar satisfecho –le acarició la mejilla, le sujetó la barbilla y le susurró al oído–. Hasta que estés satisfecha.

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