viernes, 15 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 19

Ella se estremeció; casi no podía respirar. Su boca estaba a escasos centímetros de la de ella. Sentía el labio inferior muy hinchado, ardiendo allí donde él la había tocado. De forma inconsciente, echó atrás la cabeza y se acercó a él un poco más. Él deslizó una mano a lo largo de su cuello, más allá de su hombro desnudo.

–Te ofrezco una noche de placer. Nada más –le acarició todo el brazo hasta llegar a la muñeca, donde su pulso frenético palpitaba sin ton ni son–. Y nada menos.

Paula sentía que el corazón le iba a estallar. Tenía que negarse. Tenía que hacerlo. No podía irse a su mansión de Sonoma y entregarle su virginidad al príncipe Pedro Alfonso. Había un millón de razones por las que aquello era una mala idea. Pero su cuerpo se resistía a hacerle caso a su cabeza. Se sentía como si estuviera fuera de control; anhelaba su oscuridad, su fuego…

–Una mujer tendría que estar loca… –susurró– para enredarse con un hombre como tú.

Un atisbo de sonrisa se dibujó en la inflexible boca de Pedro. La agarró de las mejillas.

–Todos debemos elegir en la vida –le dijo él, buscando su mirada–. La seguridad de una prisión, o el terrible placer que entraña la libertad.

Ella le miró a los ojos, sorprendida. Él parecía conocer sus deseos más íntimos. Como a cámara lenta, él se acercó más y más, susurrante.

–Vive peligrosamente.

Paula cerró los ojos. El beso fue como una descarga de adrenalina, una llamarada fulminante. Ella sintió la textura satinada de sus labios ardientes, la dureza de su barbilla… El calor de su lengua fue como seda líquida dentro de la boca. Chispas de placer la recorrieron de arriba abajo, tensándole los pezones, desencadenando un cosquilleo en su vientre. Cuando él se apartó, le oyó suspirar… ¿O acaso fue ella misma?  Parpadeó, sintiéndose mareada. Casi podía ver un rastro de rutilantes diamantes que brillaban sobre su piel allí donde él la había tocado. Era pura sinestesia. El príncipe Pedro Alfonso hubiera podido tener a cualquier mujer. Y la quería a ella. De pronto la acorraló contra el asiento de cuero. Ella sintió el peso de su cuerpo sobre el suyo. Sintió sus manos sobre la piel. De repente, ya no se sentía como una «ratita» cobarde. Se sentía hermosa. Poderosa. Temeraria. En sus brazos, no tenía miedo de nada. Ni de nadie. Cerró los ojos, echó atrás la cabeza y dejó que él la besara en el cuello con su boca sensual y ardiente.

–Nadie me ha hecho sentir así nunca –le dijo ella–. Nadie me ha tocado así.

–Yo… –de repente él se detuvo y levantó la cabeza–. Pero has estado con otros hombres –le dijo–. Por lo menos dos.

Ella abrió los ojos. Tragó en seco.

–No… exactamente.

–¿Con cuántos hombres has estado?

–Técnicamente, con… ninguno.

Él se incorporó y la miró con ojos de asombro.

–¿Me estás diciendo que eres virgen?

Ella se incorporó también.

–¿Es un problema?

Él la fulminó con la mirada. Apretó un botón y la persiana subió.

–¿Señor? –dijo el conductor con educación, sin volver la cabeza.

–Cambio de planes –dijo Pedro–. Llevamos a casa a la señorita Chaves.

–¿Qué? –exclamó Paula. Le ardían las mejillas–. ¿Por qué? Eso… –miró hacia el conductor–. ¡No tiene importancia!

Pedro se volvió hacia ella con una mirada de hielo.

–Dale a Abbott tu dirección.

Cruzándose de brazos, Paula masculló la dirección de su departamento. El chófer asintió y se dirigió a la izquierda en el siguiente semáforo. Mientras se abrían paso entre el tráfico de la ciudad, Paula no volvió a mirarla ni un instante. Molesta, ella agarró un plato de comida. La cena estaba deliciosa, pero fría. Cuando llegaron por fin a su vecindario de clase obrera, el plato ya estaba vacío. Estaba claro que él no tenía pensado volver a besarla. ¿Besarla? Ni siquiera había vuelto a mirarla a la cara. El corazón se le salía por la boca.

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