viernes, 28 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 20

–¿Dijiste que no querías azúcar en el café? –le preguntó Paula.

Pedro la miró. Había un brillo divertido en sus ojos, y cuando sus labios se curvaron en una sonrisa el corazón le palpitó con fuerza. Al principio habría dicho de ella que era más o menos atractiva, pero la noche anterior apenas había dormido preguntándose por qué no podía dejar de pensar en ella, y en ese momento se dió cuenta de que la suya era una belleza discreta que hacía que sus ojos volviesen a ella una y otra vez.

–Grazie –dijo tomando la taza de café que le ofrecía. Se fijó en que le temblaba ligeramente la mano, y sintió una cierta satisfacción de ver que no le era tan indiferente como quería hacerle creer–. Esto me recuerda el motivo por el que he venido –le dijo–. Voy a llevar a Sara al hotel Royal Oak esta tarde a tomar el té, y nos encantaría que Valentina y tú se uniesen a nosotros.

–Oh. Pues… es muy amable por tu parte, pero creo que voy a rechazar la invitación –balbució Paula, sin poder disimular demasiado bien el pánico que la invadió.

No le parecía que fuese buena idea pasar la tarde en compañía de un playboy italiano guapísimo; sobre todo cuando le costaba tanto ocultar la atracción que sentía por él.

–Es que… tenemos otros planes, y estoy segura de que tu abuela querrá tenerte para ella sola; y más teniendo en cuenta cuánto hacía que no te veía.

Pedro optó por ignorar ese comentario mordaz.

–Es mi abuela quien ha querido invitarlas. Le gustaría mucho que vinieran –las comisuras de sus labios se curvaron en una sensual sonrisa, y añadió–: Además, tengo órdenes estrictas de no aceptar un «no» por respuesta –su sonrisa se tornó cálida y algo burlona, como si supiera la razón por la que se estaba negando–. Tengo entendido que el hotel tiene una colección de casas de muñecas con las que los niños pueden jugar. ¿Te gustan las casas de muñecas, Valentina? –le preguntó a la pequeña, que estaba escuchando su conversación.

–Eso es injusto –masculló Paula, mientras su hija asentía con entusiasmo.

–¿Injusto que quiera que una mujer anciana pase una tarde agradable? –replicó él–. Sara está muy ilusionada con la idea de salir a tomar el té, y es evidente que le tiene mucho cariño a Valentina. ¿No podrías posponer esos planes hasta mañana?

En realidad los únicos planes que ella tenía era ver un DVD infantil con Valentina y atacar la pila de ropa que tenía por planchar, pero eso no lo sabía Pedro.

Indomable: Capítulo 19

En el salón, Pedro se levantó del sofá y se acercó a mirar las fotografías enmarcadas sobre la repisa de la chimenea. En la que estaba en el centro se veía a un hombre con un uniforme de bombero que imaginó que debía ser el marido de Paula. Junto a ella había una medalla de plata sobre un cojincito de terciopelo. También había otras fotografías, como una de Valentina en brazos de su madre cuando solo era un bebé, y una más reciente de la pequeña frente a un árbol de Navidad allí, en la cabaña. Curiosamente no había ninguna de Paula con su marido, ni de este con Valentina. Se quedó mirando la fotografía del difunto Javier Marchant. No podía negarse que había sido un tipo guapo, y por la sonrisa fanfarrona que adornaba sus labios diría que había sido muy consciente de la atracción que ejercía sobre las mujeres. De hecho, estaría dispuesto a apostarse lo que fuera a que había sido un mujeriego antes de casarse. Por lo que le había contado su abuela la noche anterior y por lo que él mismo había observado, Paula era una persona más bien seria y discreta, con un marcado sentido de la responsabilidad. Se le hacía raro que hubiese escogido a un hombre como Javier Marchant para casarse, pero si llevaba el anillo de casada tres años después de enviudar debían haber sido felices y debía haberlo querido mucho.

–Mi papá era un héroe.

Cuando bajó la vista Pedro se encontró con que Valentina había entrado en el salón sin hacer ruido y estaba de pie junto a él. Era una niña muy guapa, con el cabello un poco más claro que su madre, y los mismos ojos grises.

–Esa medalla es suya –le explicó señalando la repisa de la chimenea–. Salvó a gente de un incendio. ¿A que sí, mami? –inquirió volviéndose hacia Paula, que acababa de entrar también–. Lo que pasa es que yo no lo conocí porque estaba en la barriga de mamá –añadió con una carita muy solemne.

–Javier murió dos meses antes de que Valentina naciera –le explicó Paula a Pedro, al ver la confusión en sus ojos–. Rescató a tres niños de una casa en llamas, pero el tejado se derrumbó y quedó atrapado. Le concedieron una medalla a título póstumo.

Pedro se sintió algo avergonzado de sí mismo por haberlo juzgado únicamente por las apariencias. Bajó la vista hacia Valentina y le dijo con una sonrisa:

–Tu papá fue un hombre muy valiente; debes estar muy orgullosa de él.

Valentina respondió con una sonrisa de oreja a oreja y le tendió una magdalena con un emplasto de merengue encima.

–Te he escogido una con mucho merengue –le dijo.

A Pedro no le gustaban los dulces, pero como no quería disgustar a la pequeña, la tomó y le dió un mordisco.

–Umm… deliciosa –le aseguró.

Valentina, que estaba mirándolo ansiosa, pareció darse por satisfecha con su veredicto.

-Acábatela antes de que caigan migas en la alfombra –le dijo muy seria.

Indomable: Capítulo 18

–Ya lo veo, cariño –murmuró, preguntándose cómo habría quedado la cocina.

Valentina se detuvo a su lado y se quedó mirando a Pedro con curiosidad.

–¿Tú también eres un agente nobiliario?

–Lo que quieres decir es un agente «inmobiliario» –la corrigió Paula.

Pero Valentina no apartó la mirada de Pedro. Era curioso que, a pesar de que por lo general era una niña tímida, no parecía intimidada por la presencia de aquel extraño. Paula comprendió por qué cuando volvió a mirar a Pedro y vió la encantadora sonrisa en sus labios.

–Hola, Valentina –su profunda voz sonó más aterciopelada que nunca–. No, no soy un agente inmobiliario; soy un amigo de tu mamá.

¿Desde cuándo?, habría querido preguntar Paula. Valentina, sin embargo, pareció satisfecha con esa explicación.

–¿Y cómo te llamas?

–Pedro.

Para sorpresa de Paula, Valentina sonrió a Pedro.

–Mamá y yo hemos hecho magdalenas. Puedes comerte una si quieres.

Aquel hombre sería capaz de encantar a las serpientes con esa sonrisa, pensó Paula irritada.

–Cariño, no creo que… Pedro tenga tiempo ahora mismo. De hecho, ya se marchaba –dijo lanzándole a este una mirada incisiva.

Él esbozó una sonrisa y sus ojos brillaron divertidos antes de volver a centrar su atención en Valentina.

–Me encantaría probar una de tus magdalenas si a tu mamá no le importa.

–Claro que no le importa –le aseguró la niña–. Te traeré una.

–Me parece que antes deberíamos limpiarte un poco –le dijo Paula. Decidida a tomar las riendas de la situación, abrió la puerta del salón y le dirigió a Pedro una mirada de pretendida indiferencia que no logró disimular su irritación–. ¿Por qué no esperas aquí sentado?

–Gracias.

Cuando pasó a su lado para entrar en el salón, se rozó brevemente con ella, y una corriente eléctrica recorrió el cuerpo de Paula, provocándole un cosquilleo en la piel. ¿Cómo sería estar entre sus brazos, apretada contra su pecho, contra sus muslos? Las mejillas de Paula se tiñeron de rubor, y se apartó de él con tanta violencia que se golpeó la cabeza con el marco de la puerta.

–Eh… cuidado… –murmuró Pedro, como si estuviese apaciguando a una yegua nerviosa. Sus ojos ambarinos escrutaron su rostro, como pensativos–. No iría mal un café con la magdalena. Solo; sin azúcar.

¡Lo que daría por borrar esa sonrisa arrogante de sus labios!, pensó Paula furiosa mientras se alejaba hacia la cocina detrás de Valentina. Por lo general era una persona muy calmada, pero Pedro Alfonso la sacaba de sus casillas. Le haría esa taza de café e insistiría en que se marchase.

Indomable: Capítulo 17

La noche anterior se había convencido a sí mismo de que no estaba interesado en la enfermera de su abuela, pero eso había cambiado cuando le había abierto la puerta. El glorioso cabello rojizo dorado que enmarcaba su bonito rostro y el modo en que los vaqueros resaltaban las suaves curvas de sus caderas y en que el apretado suéter moldeaba sus pechos hicieron palpitar su miembro de deseo. Se había imaginado levantándole el suéter para cerrar las manos sobre aquellos blandos y generosos senos. Lo último que Paula quería hacer era tener a Pedro dentro de su casa, pero por educación no podía negarle la entrada, así que se hizo a un lado para dejarle pasar. De inmediato pareció ocupar todo el espacio. Hasta le rozaba la cabeza con las vigas de madera del techo. Era demasiado grande, demasiado dominante y abrumador, pensó, pero disimuló su irritación cuando se acercó el agente inmobiliario, haciendo que el pasillo pareciera aún más estrecho.

–Ya he hecho todas las fotos que necesitaba –dijo lanzando una mirada curiosa a Pedro antes de centrar su atención en ella–. Me gusta cómo ha reformado la casa; creo que se venderá muy deprisa.

–Yo no tengo prisa por que se venda –respondió Paula apesadumbrada–, pero imagino que a mi casero le alegrará oír eso.

Volvió a abrir la puerta para que saliera el agente, y cuando se hubo marchado se volvió hacia Pedro. Estaba entrometiéndose en el escaso tiempo que tenía para estar con su hija, y estaba impaciente por que se marchase.

–¿De qué querías hablar?

Pedro eludió su pregunta con otra.

–¿Dónde vas a mudarte?

Paula se encogió de hombros.

–No lo sé. Ha sido esta misma mañana cuando he sabido que mi casero finalmente ha decidido poner esta casa a la venta. Me gustaría que nos quedáramos en esta zona, pero si no logro encontrar un buen alquiler tendré que considerar mudarnos a Newcastle.

–Sara las echaría de menos si se mudasen tan lejos.

–Y nosotras a ella –murmuró Paula mordiéndose el labio.

–¿Y por qué no compras tú la casa?

–Me encantaría, pero es imposible con lo que gano, y más teniendo que criar yo sola a Valentina.

El olor de la colonia de Pedro la embriagaba, y en el pequeño vestíbulo no tenía otro sitio donde mirar que no fuera él.

–Mi abuela me contó anoche que tu marido murió. ¿No tenía un seguro de vida?

Paula casi se rió ante la sugerencia de que Javier hubiera podido mostrar siquiera un ápice de responsabilidad en ese respecto. Había recibido una compensación del cuerpo de bomberos tras su muerte, pero todo el dinero se había ido en pagar las enormes deudas de la tarjeta de crédito de las que ella no había sabido antes de ese momento.

–Por desgracia no –respondió con aspereza, para darle a entender que no era asunto suyo–. No pretendo ser grosera, pero tengo un montón de cosas que hacer y…

–Mami, ya he decorado las magdalenas.

Paula giró la cabeza al oír la voz de su hija y reprimió un gemido de espanto al ver a Valentina saliendo de la cocina con las manos pringadas de merengue. Por suerte le había puesto un delantal, pero se había olvidado de que había dejado a la pequeña removiendo el merengue mientras hablaba con el agente inmobiliario, y no podía culparla porque se hubiera impacientado y hubiera decidido no esperarla más para decorar las magdalenas.

Indomable: Capítulo 16

Por lo general a Paula le encantaba la mañana del sábado porque se presentaban ante ella dos días completos que podía pasar con su hija, pero el fin de semana ya empezó mal cuando recogió el correo del buzón y encontró una carta de su casero en la que le informaba de que finalmente se había decidido a vender la casa. Le daba dos meses de plazo para abandonar la vivienda, como tenía obligación de hacer por ley, pero a ella se le cayó el alma a los pies.

–Mami, me prometiste que íbamos a hacer magdalenas –le recordó Valentina mientras desayunaban.

Paula, que había perdido el apetito, dejó su tostada a medio acabar en el plato, y sonrió a su hija.

–Es verdad, tienes razón.

No tenía sentido que se angustiase y les estropease a ambas el fin de semana, se dijo. Sin embargo, la llegada del agente inmobiliario unas horas después para tomar medidas y hacer fotografías de la cabaña la obligó a volver a la cruda realidad de su situación.

–No hay ninguna otra vivienda de alquiler ahora mismo en Little Copton –le dijo el agente–, pero tenemos un par que se venden. Aunque las dos son más grandes que esta: cuatro dormitorios, un par de cuartos de baño, jardín…, así que probablemente se salgan de su presupuesto.

–Por desgracia ni siquiera me puedo permitir pagar la entrada de una hipoteca –respondió ella con un suspiro.

Valentina estaba tan integrada en la vida de aquel pequeño pueblo… Iba a la guardería y había solicitado una plaza para ella en el colegio al que iban a ir todos sus amigos, pero ahora tendrían que abandonar Little Copton y mudarse a otra ciudad donde pudiesen encontrar una vivienda de alquiler. El timbre de la puerta hizo a Paula fruncir el ceño. No esperaba ninguna visita. Se disculpó con el agente para ir a ver quién era, y cuando llegó al vestíbulo y abrió la puerta el corazón le dió un vuelco al encontrarse con el apuesto rostro de Pedro Alfonso. Debería ser ilegal que un hombre sonriera de un modo tan sexy, pensó mientras los ojos de él recorrían su figura lentamente, y se detenían en sus senos. Y ella, como una tonta, se encontró deseando llevar algo más favorecedor que aquel suéter gris de manga larga que había encogido al lavarlo.

–Tu cara me dice que estás teniendo una mala mañana.

Pues sí, y justo en ese momento acababa de empeorar.

–Te has manchado con algo… –comenzó a decir él, señalando.

Paula bajó la vista y vió que tenía el pecho cubierto de un fino polvo blanco.

–Oh. Es harina –murmuró sonrojándose mientras se lo sacudía–. Estamos haciendo magdalenas y Valentina batió los ingredientes con demasiado entusiasmo –para su espanto se dió cuenta de que los pezones se le marcaban bajo la prenda de punto–. ¿Has venido por algún motivo concreto?, porque estoy algo ocupada.

El tono áspero que empleó hizo a Pedro enarcar las cejas.

–Sí, mi visita tiene un motivo. Quizás podrías invitarme a pasar para que lo hablemos.

Miró por encima del hombro de Paula, hacia el estrecho pasillo, y se puso tenso cuando vio a un hombre salir de una de las habitaciones al fondo. ¿Era eso lo que la tenía ocupada? ¿Había ido a verla un «amigo» a las diez de la mañana, o habría pasado la noche con ella? Por alguna razón la sola idea lo puso de mal humor, y aquello lo irritó profundamente.

miércoles, 26 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 15

–Siento llegar tan tarde –se disculpó Paula cuando Karen, la dueña de la guardería, abrió la puerta de su casa para dejarla pasar–. La carretera parece una pista de hielo.

–No te preocupes, Valentina ha estado jugando con mis hijas –la tranquilizó–. Le he dado de cenar con ellas, pero no ha comido mucho y parece cansada. Le está costando recuperarse de la gripe, ¿No? Lo que necesitan las dos son unas buenas vacaciones en el extranjero, en algún sitio cálido.

–Más quisiera –respondió Paula con un suspiro–. No podría permitírmelo, ni puedo hacer planes cuando mi casero está pensando en poner la cabaña a la venta, y entonces tendré que buscar otro sitio donde vivir.

Aquella preocupación había estado rondándola desde hacía tres semanas, pero una sonrisa iluminó su rostro cuando entró en el salón y Valentina corrió a sus brazos.

–Mami, te echaba de menos.

–Y yo a tí, cariño.

Más de lo que podía decirle con palabras, añadió Paula para sus adentros mientras levantaba a la niña para abrazarla con fuerza y besarla en la mejilla.

–Vamos a casa –le susurró, intentando no pensar en que tal vez Primrose Cottage no seguiría siendo su hogar por mucho tiempo.

Valentina estaba medio dormida cuando Paula estacionó el todoterreno junto a la cabaña. Decidió no bañar a la pequeña, y después de que se pusiera el pijama y se lavara los dientes la arropó, le leyó un cuento y cuando se hubo dormido salió de puntillas de la habitación. Sabía que una tortilla era una cena muy pobre después del largo día que había tenido, pero no tenía ganas de prepararse nada más. Eso sí, antes de cenar llamaría a Nunstead Hall para que Sara supiese que había llegado a casa. Era ridículo que se le acelerase el pulso mientras marcaba, pero no era algo que pudiese controlar, igual que no pudo evitar el brinco que le dio el corazón en el pecho cuando contestó una voz masculina y aterciopelada al otro lado de la línea.

–Ah, hola, Paula, ¿todo bien?, ¿Sin problemas en la carretera?

–Sí, gracias.

¿Era suya esa vocecita ahogada de tímida adolescente? ¿Y por qué se sentía acalorada por el mero hecho de que Pedro pronunciara su nombre? Al recoger a Valentina había logrado apartarlo de sus pensamientos, pero de repente su apuesto rostro volvía a ocuparlos por completo.

–Espero que Valentina no estuviera muy disgustada –añadió Pedro, con esa voz que parecía chocolate derretido.

Paula inspiró temblorosa y sin saber cómo logro que su voz sonara alegre y despreocupada cuando respondió:

–No, por suerte estuvo entretenida jugando con las hijas de la dueña de la guardería. Ya la he acostado, y ahora mismo iba a prepararme la cena. En fin, solo llamaba para que su abuela se quedara tranquila. Buenas noches, señor Alfonso.

–Pedro –la corrigió él con suavidad–. Creo que podemos tutearnos. Mi abuela se ha pasado toda la tarde hablando de tí, Paula. Es evidente que te ha tomado mucho cariño, y ahora que siento como si te conociera por todo lo que me ha contado se me haría raro llamarte «señora Chaves».

–Ya veo –murmuró Paula.

¿Qué diablos le habría contado Sara?, se preguntó sonrojándose. La idea de que aquel hombre lo supiese todo sobre ella la hizo sentirse tremendamente incómoda. De pronto tuvo la sensación de que a Pedro Alfonso lo divertía turbarla de esa manera. Imaginó sus labios curvándose lentamente en una sonrisa muy sexy y se sorprendió al notar que se le endurecían los pezones. Tenía que poner fin a aquella llamada.

–Bueno, pues buenas noches… Pedro.

–Buonanotte, Paula. Y gracias otra vez por ayudarme en la carretera.

Indomable: Capítulo 14

Aquella brusca pregunta era la forma menos sutil posible de averiguar si tenía pareja, pensó con sarcasmo.

–Valentina, mi hija de tres años –los ojos grises de Paula lo miraron con indiferencia antes de posarse en el reloj sobre la repisa de la chimenea–. Tenía que haberla recogido hace media hora de la guardería, pero llamé para decir que iba a llegar un poco más tarde y por suerte me han dicho que no había problema.

–¿Y no puede ir a recogerla su padre?

Pedro no sabía quién estaba más sorprendido por aquel interrogatorio, si Paula o él. No sabía qué le había dado ni por qué, cuando en ese momento miró la mano izquierda de ella  y vió  un anillo en su dedo, su irritación aumentó. ¿Cómo no se había fijado antes en él?

–No –respondió Paula sin más explicaciones–. Iré por mis botas y mi impermeable y me marcharé. No, no te levantes, Sara –le dijo a la anciana cuando vió que esta hacía ademán de ponerse de pie–. Vendré a verte el lunes.

–No te olvides del gorro –le dijo Sara–. Suerte que te hice ese gorro de lana; te ha venido muy bien para este frío.


Paula reprimió un suspiro. Aquel gorro parecía más un cubreteteras que un gorro, pero Sara se había mostrado tan orgullosa de él cuando se lo había regalado, hacía unas semanas, que se había sentido en la obligación de usarlo. Al pasar junto a Pedro vió el brillo divertido en sus ojos y se sonrojó. Cuando salió de la cocina minutos después, lo encontró esperándola en el vestíbulo, y aunque era ridículo que la preocupara algo así, deseó llevar puesto su elegante abrigo de lana gris perla en vez de aquel impermeable tan poco favorecedor.

–La acompañaré hasta el coche –dijo abriendo la puerta.

De inmediato se coló en la casa una ráfaga de aire frío. Ya no nevaba tanto, pero aun así la nieve no dejaba de caer.

–No es necesario, de verdad –respondió mientras él bajaba tras ella los escalones del porche.

Pedro la ignoró y fue con ella hasta el todoterreno.

–Aún no le he dado las gracias por haberme auxiliado en la carretera.

La oscuridad difuminaba sus rasgos, pero sus ojos ambarinos brillaban como los de un tigre.

–No hay de que –Paula vaciló un instante antes de añadir–: La verdad es que me alivia que haya venido; su abuela me tenía preocupada y me voy más tranquila sabiendo que no está sola. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

–Todavía no lo sé.

En un principio solo había pensado en pasar unos días allí, pero no podía irse y dejar a su abuela en esa situación. Paula debía estar pensando lo mismo, porque cuando se hubo subido al todoterreno lo miró con severidad y le dijo:

–Bueno, aprovechando que está usted aquí fijaremos una cita con alguien de Servicios Sociales para decidir entre todos qué sería lo más adecuado para su abuela.

Su tono volvió a irritarlo una vez más. ¿Acaso creía que iba a desaparecer y a dejar tirada a su abuela? Estaba a punto de decirle que no necesitaba sus consejos ni los de nadie más cuando recordó que si Paula no hubiese estado ayudando a su abuela durante ese tiempo podría haber ocurrido algo terrible.

–Será mejor que se marche antes de que empiece a nevar fuerte otra vez. ¿Querrá llamar cuando llegue a casa, para que mi abuela se quede tranquila?

Paula asintió y giró la llave en el contacto.

Indomable: Capítulo 13

Sin embargo, volvía a sentirse culpable por no haberla visitado antes, por lo que le hubiera podido ocurrir. Pero no había querido dejar a su padre, a quien le quedaba poco tiempo de vida, y después había estado ocupado poniendo en orden sus asuntos y buscando a su amante, la madre de su hermanastro.

–He tenido mucha suerte con la enfermera tan encantadora que me han asignado –continuó su abuela–. Ha sido Paula quien ha estado haciéndome la compra. Yo no necesito mucho: leche, pan, y poco más, pero tengo que dar de comer a Tom; no puede pasar sin sus tres comidas al día.

–Es el gato mejor alimentado de toda Northumbria –comentó Paula con sorna–. Tú también deberías hacer tus tres comidas al día, Sara.

Había un afecto sincero en su voz, y la sonrisa que le dedicó a su abuela era notablemente más cálida que las miradas gélidas que le dirigía a él. Aunque detestaba admitirlo, esa máscara de aparente frialdad hacía que le picara la curiosidad. No era ese el efecto que solía tener en las mujeres. Siempre resultaba demasiado fácil; nunca había conocido a una mujer que representase un reto para él. Volvió a mirar a Paula, se quedó un instante mirando sus labios, y de pronto se imaginó tomándolos con los suyos y explorando hasta el último rincón de su boca con la lengua. Ella, que seguía sentada en el sofá curándole la mano a su abuela, alzó la vista en ese momento, y a Pedro lo sorprendió notar que una ola de calor afloraba a su rostro. ¡Dio!, la última vez que se había sentido azorado por algo había sido a sus catorce años, un día que el director del internado lo había pillado mirando una revista con fotos de mujeres ligeras de ropa. Maldiciendo para sus adentros se levantó, y fue hasta la ventana para mirar fuera mientras intentaba controlar su libido.

Paula terminó de vendar de nuevo la mano de Sara.

–La quemadura se va curando bien, pero aún hay riesgo de infección, así que tendrás que llevar la venda unos cuantos días más. Vendré a verte otra vez el lunes para cambiártela –le dijo levantándose.

Se puso tensa cuando Pedro regresó junto a ellas, y aunque evitó mirarlo, no podía ignorar su abrumadora presencia, y vio con espanto que le temblaba la mano cuando fue a tirar de la cremallera de su maletín para cerrarlo.

–Ha empezado a nevar de nuevo –comentó Pedro–. Quizá no sería mala idea que se quedase a pasar la noche aquí, Paula.

El oírle pronunciar su nombre hizo que un cosquilleo le recorriera la espalda. Inspiró profundamente y esbozó una sonrisa educada.

–Le agradezco el ofrecimiento, pero tengo que volver a casa.

Pedro frunció el ceño. Se los había imaginado a los dos sentados frente al fuego cuando su abuela se hubiese ido a la cama, tomando una copa, mientras desplegaba ese encanto con el que siempre se ganaba a las mujeres. La negativa de Paula acababa de hacer añicos su fantasía, pero también despertó su curiosidad.

–¿La espera alguien?

Indomable: Capítulo 12

–No sabía que venía a ver a mi abuela y no ví motivo alguno para presentarme. Pero ahora veo que su preocupación por ella era justificada – añadió con sinceridad–; si hubiera sabido que había despedido a la asistenta y que estaba sola habría venido de inmediato para solucionarlo.

–Siento lo de su padre –le dijo Paula–. Hasta que su abuela lo mencionó no se me ocurrió que pudiese ser hijo de Horacio Alfonso. Era un gran actor. Me sorprendió leer la noticia de su muerte en los periódicos.

Aunque no parecía que hubiese estado muy unido a sus padres, sin duda debía haber sentido la pérdida de ambos. Además, si tenía como le calculaba unos treinta y tantos, debía haber sido poco más que un adolescente cuando murió su madre. El coche que conducía se había despeñado por un acantilado de la costa francesa porque había tomado una curva a demasiada velocidad. Los periódicos del mundo entero se habían hecho eco de aquel accidente. Ana Zolezzi y Horacio Alfonso habían sido famosos no solo por su talento como actores, sino también por su tempestuoso matrimonio, las numerosas infidelidades que lo habían salpicado, y también por el amargo divorcio en que había terminado. No le extrañaba que de niño Pedro hubiera preferido pasar las vacaciones con su abuela, allí en Nunstead Hall.

–Gracias –respondió él–. Será mejor que pasemos al salón antes de que el té se enfríe –murmuró.

Momentos después estaban sentados en el salón. Cuando Paula le quitó a Sara el vendaje de la mano para cambiárselo, Pedro contrajo el rostro al ver la quemadura de su abuela.

–Eso tiene mal aspecto –dijo–. ¿Cómo te quemaste, nonna?

–De la manera más tonta –contestó su abuela sacudiendo la cabeza–. Me había calentado un poco de sopa para comer, y no sé cómo me la eché encima cuando la estaba pasando a un cuenco. Ese cazo con la base de cobre que tengo es demasiado pesado. Compraré otro la próxima vez que vaya a Morpeth.

–¿Y cómo te las has apañado para ir hasta allí, o a Little Copton siquiera, desde que despediste a la señora Stewart? –le preguntó Pedro frunciendo el ceño.

–No he podido ir a ningún sitio desde que el doctor Hanley me dijo que he perdido demasiada vista como para poder conducir –respondió su abuela–, aunque yo estoy segura de que se equivoca –añadió indignada–. Veía perfectamente; conduje ambulancias en Londres durante los bombardeos de la guerra.

–Lo sé, nonna, me lo has contado muchas veces; fuiste muy valiente – murmuró Pedro con cariño.

Indomable: Capítulo 11

Consciente de que su abuela estaba intentando distraerlo para cambiar de tema, le dijo:

–Nonna, debiste contarme lo de la asistenta. Estos tres meses he creído que seguía aquí, cuidando de la casa y de tí.

–No necesito que cuiden de mí –replicó la anciana obstinadamente–; ya deberías saberlo. Y antes de que empieces otra vez a insistirme – añadió mirando fijamente a su nieto–, no pienso irme de aquí. Nací aquí y pienso morir aquí.

Paula se sintió mal. Le debía una disculpa a Pedro. No había mentido con lo de la asistenta, y si no había ido antes a ver a su abuela había sido porque a su padre le habían diagnosticado una enfermedad terminal.

–¿Por qué no volvemos al salón? –le sugirió a Sara–. Quiero echarle un vistazo a tu mano.

En el pasillo sus ojos se posaron en un retrato de la hija de Sara que colgaba de la pared. Ana Zolezzi, una actriz tan famosa como su marido y que había muerto muy joven, en la cúspide de su carrera, había sido una mujer bellísima.

–Mi querida mamma –dijo Pedro, que se había parado a su lado con la bandeja en las manos–: guapa, con talento… pero por desgracia un desastre como madre –añadió con aspereza.

Paula lo miró sorprendida.

–¿No lo dirá en serio?

Por suerte Sara ya estaba entrando en el salón, así que seguramente no lo habría oído.

–Es la verdad –Pedro apretó la mandíbula mientras miraba el retrato–. Tanto mi padre como ella eran unos egoístas que solo se preocupaban de sí mismos. Nunca debieron tener hijos, y se dieron cuenta muy pronto del error que habían cometido, porque nos mandaron a un internado en cuanto tuvimos la edad suficiente.

–¿Nos? –repitió ella parpadeando. Sara le había dicho que Pedro era el único nieto que tenía.

Pedro se quedó callado tanto rato que Paula pensó que no iba a contestar, pero entonces dijo en un tono quedo:

–Mi hermano pequeño y yo estudiamos en un internado aquí en Inglaterra. Mi abuela me dio más cariño que mis dos padres juntos. Pasé muchas vacaciones aquí, en Nunstead Hall, cuando ellos estaban fuera, rodando alguna película –giró la cabeza hacia Paula y le dijo con una sonrisa divertida–: Es verdad que el Parque Nacional tiene algunas rutas de senderismo estupendas. De chiquillo pasé mucho tiempo explorando los páramos.

Paula se sintió enrojecer ante aquella referencia a la conversación que habían tenido en el coche.

–Pensaba que no conocía la zona –explicó poniéndose a la defensiva–. Podría haberme dicho quién era.

Él se encogió de hombros.

lunes, 24 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 10

–Dirijo una multinacional valorada en mil millones de dólares, no me dedico a trotar por el mundo, y no he abandonado a su suerte a mi abuela –inspiró profundamente para calmarse un poco antes de continuar. Aquella mujer era enfermera, se recordó, y su misión era asegurarse de que sus pacientes estuviesen debidamente atendidos–. Agradezco su preocupación, pero soy perfectamente capaz de cuidar de mi abuela.

–¿Ah, sí? –Paula enarcó las cejas con incredulidad–. Pues desde luego no se puede decir que salte a la vista. Su abuela lleva semanas teniendo que ocuparse de todo ella sola, y el accidente que sufrió en la cocina fue muy serio. No basta con que se presente aquí de Pascuas a Ramos sin avisar. Lo que su abuela necesita es que viva con ella aquí, en Nunstead Hall.

–Por desgracia eso es imposible; mi trabajo está en Italia.

–Bueno, pues algo hay que hacer –le dijo ella.

Al ir a levantar la bandeja del té, él alargó las manos para hacer lo mismo, y una ráfaga de calor la sacudió cuando sus dedos se tocaron.  Sorprendida por el inesperado contacto y por su reacción, apartó las manos como si se hubiera quemado. Justo en ese momento se abrió la puerta de la cocina y entró Sara, que no pareció reparar en las mejillas sonrosadas de Paula, ni en lo deprisa que se había apartado de su nieto.

–Ya me estaba preguntando qué habría pasado con el té –les dijo con una sonrisa.

–Íbamos a llevarlo ahora mismo al salón –le respondió Pedro tomando la bandeja.

Por suerte su voz no pareció delatar que hacía un segundo se había quedado hipnotizado por aquella criatura de cabello rubio rojizo y por el olor de su perfume, una delicada fragancia con olor a cítrico, un aroma sutil que nada tenía que ver con los caros y empalagosos perfumes que usaban las mujeres con las que acostumbraba a salir. En un intento por apartar esos pensamientos de su mente, miró a su abuela con severidad, y le preguntó:

–Nonna, ¿Dónde está la asistenta que contraté para que viviera aquí contigo?

–Oh, la despedí hace meses, cuando la descubrí quitándome dinero del monedero –respondió su abuela–. ¡Qué mujer más horrible! Estoy segura de que estuvo sisando cosas desde el momento en que llegó. Desde que se marchó me he dado cuenta de que faltan varias piezas de la cubertería de plata.

Pedro suspiró con pesadez.

–¿Y por qué no me lo dijiste? Sabías que no quería que estuvieses sola después de la caída que tuviste el año pasado.

A pesar de la exasperación que le causaba la terquedad de su abuela, Pedro sintió una satisfacción perversa al ver la expresión culpable en el rostro de Paula. Ahora que sabía que no había abandonado a su suerte a su abuela tal vez se lo pensase un poquito antes de juzgar a los demás tan a la ligera. Claro que, por otro lado, apuntó su conciencia, tenía razón en que no debería haber dejado pasar tres meses sin visitar a su abuela.

–No quería preocuparte –le explicó su abuela–. Bastante tienes ya con tu trabajo. Y perder a tu padre ha debido ser muy duro para tí –exhaló un suspiro–. Me cuesta hacerme a la idea de que mi yerno haya muerto. ¡Si no había cumplido siquiera los sesenta y cinco! Y acababa de terminar el rodaje de otra película cuando le diagnosticaron el cáncer, ¿No?

Pedro asintió.

–Por lo menos no sufrió mucho tiempo. No lo habría soportado –dijo.

No, su padre no había sido muy buen enfermo, recordó. Horacio Alfonso había sido uno de los actores más famosos de Italia. Acostumbrado a ser objeto de admiración, y constantemente tratado como una estrella, había esperado que su hijo, al que tan poco tiempo le había dedicado durante su infancia, se pasase las veinticuatro horas junto a su lecho. No se había podido hacer mucho por él, salvo administrarle calmantes para el dolor e intentar que estuviera lo más cómodo posible. Rocco se había sentido impotente, igual que cuando no había podido salvar la vida de su hermano, ni evitar el fatal accidente en el que su madre había perdido la vida años atrás.

Indomable: Capítulo 9

Así era como debía ser una mujer, se dijo deleitándose con su curvilínea figura. Estaba cansado de modelos escuálidas, por más glamour que tuvieran. Le recordaba a una pintura del Renacimiento de Adán y Eva en el Jardín del Edén. Como Eva, las suaves curvas de Paula eran sensuales y tentadoras. Se preguntó qué aspecto tendría desnuda, y se imaginó cerrando sus manos sobre aquellos deliciosos pechos que parecían melocotones maduros. La punzada de deseo que notó en la entrepierna fue tan inesperada como desconcertante. Aquella mujer no era su tipo, se recordó. La encontraba atractiva, sí, pero su personalidad enérgica y estricta le recordaba a la directora del internado inglés al que lo habían enviado a la edad de seis años, y su predisposición a sacar conclusiones precipitadas lo irritaba profundamente. La voz de la enfermera lo sacó de sus pensamientos.

–Aun así creo que debería haber hecho tiempo para venir a visitar a su abuela –dijo en el mismo tono desaprobador–. Si lo hubiera hecho se habría dado cuenta de que la asistenta no estaba aquí. Entiendo que sea un hombre muy ocupado, señor Alfonso, pero sé de buena tinta que no está siempre trabajando. Su abuela guarda recortes de periódicos y revistas sobre usted, y la semana pasada me enseñó uno con una foto en la que se le veía en las pistas de esquí de Val-d’Isère, en Francia –abrió un armarito y sacó tres tazas de porcelana con sus platillos antes de volverse hacia Pedro–. En mi opinión…

–No me interesa su opinión –la cortó él–. Y mucho menos en lo que se refiere a mi vida privada.

Pedro apretó los labios, intentando controlar su enfado. Se preguntaba qué pensaría aquella entrometida doña perfecta si le dijera que el motivo de aquel viaje a Francia había sido intentar ayudar a Diego, el hijo ilegítimo de su padre, un hermanastro cuya existencia había ignorado hasta poco antes de su muerte.

–Mi vida privada no es asunto suyo.

–Cierto –concedió Paula–, pero la salud de su abuela sí lo es. Me preocupa su seguridad, y tengo la impresión de que no está comiendo bien. Si las cosas siguen así tendré que dar parte a los servicios sociales.

Por el peligroso brillo que relumbró en los ojos de Pedro supo que lo había enfadado de nuevo al hablarle sin pelos en la lengua. No era la primera vez que le había ocurrido; la gente solía ponerse a la defensiva cuando se les recordaba sus responsabilidades con un pariente enfermo. Pues peor para él, se dijo, alzando la barbilla para responder a su mirada intimidante. Se había encariñado con Sara, y le espantaba imaginar que pudiese caerse y quedarse tirada en el suelo porque no tenía a nadie que pudiera auxiliarla. Igual que le había pasado al señor Jeffries.

–Su abuela necesita ayuda –le dijo con fiereza–. Es inaceptable que la abandone a su suerte mientras usted se dedica a trotar por el mundo… ya sea por negocios o por placer.

En la fotografía tomada en Val-d’Isère aparecía con una atractiva rubia, que sin duda habría hecho con él algo más que esquiar. A Pedro se le agotó la paciencia y soltó una palabrota entre dientes.

Indomable: Capítulo 8

Paula puso en marcha la hervidora, y mientras se estaba quitando la bufanda vió que había entrado nieve del jardín, así que se sacó las botas antes de bajarse la cremallera del impermeable.

–Desde que conozco a su abuela no ha habido ninguna asistenta en esta casa. Ninguna de las veces que he venido he visto a esa señora Stewart, ni me la ha mencionado su abuela. ¿Cuándo dice que la contrató? –le preguntó a Pedro.

Él apretó la mandíbula, molesto por el escepticismo que destilaba la voz de Paula. Le enfurecía que no lo creyera. No estaba acostumbrado a que se cuestionasen sus palabras o sus actos.

–Justo antes de Navidad. Como estaba muy frágil después de la operación de cadera quise llevarla conmigo a Italia, pero se negó en redondo, y eso era un problema, porque soy el director de una compañía y mi trabajo me deja poco tiempo libre.

Los últimos cuatro meses habían sido frenéticos. La muerte de su padre había sido un golpe muy duro para él, y a la carga de trabajo se le había unido todos los trámites que había tenido que hacer para poner en orden los asuntos de su padre, que había dejado una auténtica maraña legal tras de sí. Se quedó mirando a la enfermera a través de la nube de vapor que la envolvía mientras vertía el agua de la hervidora en una tetera.

–Por eso llamé a una empresa de trabajo temporal y enviaron a esa mujer, la señora Stewart –añadió.

Paula se quedó callada un momento. Si eso había sido antes de Navidad…

–Su abuela no pasó a ser paciente mía hasta finales de enero –dijo lentamente, empezando a darse cuenta de que quizá se estuviese equivocando–. Antes la visitaba otra compañera, y cuando reorganizamos nuestros turnos y me la asignaron como paciente me preocupé al ver lo lejos que vivía del pueblo. Al principio solo venía una vez por semana, pero desde que se quemó la mano he estado viniendo a verla cada dos días –le explicó–. La asistenta debió marcharse por alguna razón antes de que yo empezara a venir –aventuró.

–Pues le aseguro que pienso averiguar por qué –dijo Pedro.

Sin embargo, de pronto aquello ya no le parecía tan urgente. No desde el momento en que Paula se había sacado las botas, dejando al descubierto un par de piernas bien torneadas y enfundadas en unas medias negras. Y luego, cuando se había quitado la bufanda, lo había sorprendido ver que era más joven de lo que había pensado en un principio. Tenía una piel cremosa y unos labios carnosos. En ese momento se quitó el gorro y sacudió la cabeza, agitando una media melena de un rubio rojizo que brillaba como la seda bajo la lámpara de la cocina. Más que bonita era atractiva. Había inteligencia en sus ojos, grises como nubes de lluvia, y su barbilla transmitía firmeza. Finalmente se quitó el impermeable, y su cuerpo resultó una sorpresa aún más placentera, pensó mientras sus ojos se deslizaban por su uniforme de enfermera, deteniéndose en la fina cintura, la suave curva de las caderas, y la redondez de sus pechos.

Indomable: Capítulo 7

Una bola peluda anaranjada pasó corriendo a su lado, pero consiguió atraparla. Sin embargo, cuando le clavó las uñas deseó no haberse quitado los guantes.

–Si tu ama se hubiese caído la culpa habría sido tuya –reprendió al animal.

Pedro Alfonso estaba en la cocina cuando volvió a entrar. Aunque la estancia no era pequeña ni mucho menos, de repente parecía que hubiese encogido, con él paseándose arriba y abajo como una pantera negra. Hasta su nombre era sexy, pensó Paula irritada consigo misma por cómo se le aceleró el pulso cuando él rodeó la mesa y se detuvo frente a ella.

–¿Quién es Tom? –exigió saber Pedro–. ¿Y por qué va a preparar té? Eso puede hacerlo…

–Éste es Tom –lo interrumpió ella dejando al gato en el suelo–. Apareció por aquí hace un par de semanas, y su abuela lo adoptó. Suponemos que sus dueños debieron abandonarlo, y que por eso vino aquí en busca de refugio cuando empezó el mal tiempo. Está medio asilvestrado, y normalmente no se acerca más que a su abuela –añadió mirándose los arañazos. Observó con fastidio que el animal se estaba frotando contra las piernas de Pedro y ronroneando–. Pero volviendo a su abuela, no sé cómo ha permitido que su abuela haya permanecido aquí cuando no hay nadie para ayudarla con la compra y con la cocina o simplemente preocupándose por ella. Estoy segura de que tiene una vida muy ajetreada, pero…

–La última vez que vine contraté a una asistenta, la señora Stewart, para que cuidara de la casa y de mi abuela –la interrumpió Pedro.

Desde el principio había saltado a la vista que estaba deseando soltarle un sermón, pero él no estaba de humor para escuchar. Era más que consciente de sus defectos. Como siempre, el volver a Nunstead Hall le había hecho pensar en Marcos. Hacía ya veinte años que su hermano pequeño había muerto ahogado en el lago, pero el tiempo no había borrado de su memoria el recuerdo de los desgarradores gritos de su madre, ni cómo lo había acusado de ello. «Te dije que cuidaras de él. Eres un irresponsable, igual que tu maldito padre». La imagen del cuerpo sin vida de su hermano seguía atormentándolo. Marcos solo tenía siete años, y él en cambio quince; lo bastante mayor como para cuidar de su hermano unas pocas horas, lo había increpado su madre entre sollozos. Debería haberlo salvado. Apretó la mandíbula. A los remordimientos por la muerte de Marcos se había unido hacía poco el sentimiento de culpa por cómo sus actos habían tenido terribles consecuencias una vez más, aunque por fortuna no se había producido otra muerte. Pero casi, añadió para sus adentros. Hacía un año Romina casi había perdido la vida por una sobredosis de somníferos después de que le dijera que lo suyo había terminado. Por suerte una amiga lo había descubierto a tiempo y había llamado a una ambulancia. Romina había sobrevivido, pero había admitido que había intentado suicidarse porque no podía seguir viviendo sin él.

«Siempre quise más que un idilio, Pedro», le había dicho cuando había ido a verla al hospital. «Fingía que era feliz, pero siempre tuve la esperanza de que te enamoraras de mí». Para su sorpresa, los padres de Rosalinda, los Barinelli, se habían mostrado comprensivos cuando les había dicho que ignoraba que su hija estuviese tan enamorada de él, y que él nunca le había hecho promesa alguna de matrimonio. Los Barinelli le habían explicado que su hija se había obsesionado de la misma manera con un anterior novio, y que siempre había sido emocionalmente frágil, por lo que no lo culpaban de su intento de suicidio. Sin embargo, a pesar de sus palabras, él sí se sentía culpable. En ese momento, mientras miraba a la enfermera, también sintió remordimientos. Tal vez tuviera razón al preocuparse por su abuela. No comprendía por qué no estaba allí la señora Stewart, pero estaba decidido a averiguarlo.

Indomable: Capítulo 6

El salón parecía un horno; al menos Sara no escatimaba en gastos a la hora de calentar la casa, pensó Paula mientras observaba a Pedro, que había entrado detrás de ella, quitarse el abrigo. Era como si aquel hombre ejerciese sobre ella una fuerza magnética que le impidiese apartar la vista. Era guapísimo. Los vaqueros negros y el fino suéter de lana que llevaba se amoldaban como una segunda piel a su cuerpo esbelto y musculoso. Llevaba el cabello, negro como el azabache, peinado hacia atrás, lo que resaltaba la perfecta simetría de sus rasgos esculpidos. Cuando los ojos de él se posaron en ella se dió cuenta, azorada, de que la había pillado mirándolo, y se le subieron los colores a la cara. Aquellos inusuales ojos ambarinos recorrieron brevemente su figura antes de mirar a otra parte. Era evidente que no la consideraba merecedora de una segunda mirada. Aunque, ¿Por qué debería? No se parecía en nada a Candela Pascal, la delgada y deslumbrante modelo francesa de la que se decía que era su actual amante. Hacía mucho tiempo que Paula se había hecho a la idea de que por más dietas que hiciese nunca tendría tanto estilo como esa clase de mujeres, y no pudo evitar sentirse incómoda en ese momento, pensando que el anorak acolchado que llevaba seguramente la hacía parecer un luchador de sumo.


Pedro estaba que echaba chispas. La gratitud que había sentido hacia aquella mujer por rescatarlo se había desvanecido cuando le había hecho saber que consideraba que no se ocupaba debidamente de su abuela. No sabía nada de su relación con ella y no tenía derecho a juzgarlo, pensó furioso. Adoraba a su nonna, y no podía ser más ridículo que lo acusara de estar demasiado ocupado con su vida como para prestarle la atención que merecía. Por muy ocupado que estuviese, siempre la llamaba una vez por semana. Aunque sí era cierto que hacía ya una temporada que no había podido ir a verla, desde su breve visita en navidades, y de eso hacía ya casi tres meses, pensó con una punzada de culpabilidad. Sin embargo, su abuela no vivía sola; en eso se equivocaba aquella mujer. Antes de regresar a Italia había contratado a una asistenta para que se ocupase de las tareas de la casa y de cuidar a su abuela. Miró con fastidio a Paula, cuyo rostro estaba aún medio oculto por la gruesa bufanda. ¿Y qué decir del gorro de lana? Nunca había visto a una mujer con un gorro tan feo, y como le quedaba grande se le caía hacia delante, y en ese momento le cubría hasta las cejas.

–Sara, ¿Por qué tienes nieve en las zapatillas? –le preguntó de repente Paula a su abuela–. ¿No me digas que has salido al jardín? Hace un frío espantoso, y podrías haberte resbalado.

–Solo he andado unos pasos –respondió la anciana–. Tom ha desaparecido y no lo encuentro por ninguna parte –añadió con expresión preocupada.

–No te preocupes, iré a buscarlo y también prepararé un poco de té. Tú siéntate junto al fuego –le dijo Paula con firmeza.

Fue a la cocina, llenó la hervidora de agua, y abrió la puerta por la que se salía al jardín. Este estaba cubierto por un inmaculado manto de nieve e iluminado por la luz de la luna. Apretó los labios al ver las huellas de Sara en el césped. Gracias a Dios que no se había caído. Estando como estaban a varios grados bajo cero le habría entrado hipotermia. Unos ojos verdes que brillaban en la oscuridad llamaron su atención.

–¡Tom! Anda, ven aquí, pequeño diablillo.

viernes, 21 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 5

En ese momento se abrió una puerta a unos metros del vestíbulo y por ella salió la señora Zolezzi, su paciente. Preocupada por que la anciana de cabellos plateados pudiese asustarse ante la presencia de aquel extraño en su casa, se apresuró a explicarle:

–Sara, no sabe cuánto lo siento; este caballero se ha quedado atrapado en la nieve y…

La anciana, sin embargo, no parecía estar escuchándola. Había alzado los ojos hacia el extraño, y una sonrisa se extendió por su arrugado rostro.

–¡Pedro, cariño! ¿Cómo es que no me has dicho que venías?

–Quería darte una sorpresa –de pronto la voz del hombre se había vuelto tremendamente cálida–. He tenido un contratiempo porque mi coche patinó con el hielo de la carretera, pero por suerte esta señorita –añadió con una mirada sardónica a Paula –se ofreció a llevarme.

Sara no pareció advertir la confusión de Paula.

–Paula, querida, qué buena eres. Gracias por rescatar a mi nieto.

¿Nieto? Paula se volvió bruscamente hacia el extraño. Bajo la luz del vestíbulo podía ver sus facciones con claridad, y fue entonces cuando lo reconoció. En las revistas del corazón con frecuencia aparecían fotos suyas que ilustraban artículos acerca de su agitada vida amorosa. Pedro Alfonso era el director de Eleganza, una famosa compañía italiana fabricante de coches deportivos, y también un playboy multimillonario del que se decía que era uno de los solteros más cotizados de Europa. Y además era nieto de Sara.

–Vamos, pasen los dos –dijo Sara dándoles la espalda para dirigirse al salón.

Paula iba a seguirla, pero Pedro Alfonso se interpuso en su camino.

–Querría tener unas palabras a solas con usted… solo será un momento –le dijo bajando la voz–. ¿Qué se supone que ha venido a hacer aquí? Mi abuela está perfectamente. ¿Por qué necesita que la visite una enfermera?

Su tono altivo hizo a Paula pensar en el pobre señor Jeffries, que había muerto solo. Sin duda creía que no tenía nada que reprocharse.

–Si se tomara algún interés por su abuela, sabría por qué estoy aquí – le respondió con aspereza. Sintió una satisfacción perversa al verlo entornar los ojos–. No sé si sabrá que hace unos meses se cayó y se rompió la cadera. Aún está recuperándose de la operación.

–Por supuesto que lo sé –a Pedro le irritaba la actitud beligerante de la enfermera, y la crítica implícita en su tono–. Y según tengo entendido, se está recuperando bien –añadió con voz gélida.

–Tiene más de ochenta años, y no debería vivir sola en este lugar tan remoto. Como demuestra el accidente que tuvo hace poco por el que se quemó la mano. Es una lástima que esté demasiado ocupado con su vida para preocuparse de su abuela. Y ahora si no le importa –dijo empujándolo a un lado–, tengo que ver a mi paciente.

Indomable: Capítulo 4

Aquel cosquilleo volvió a recorrer la espalda de Paula al oír la voz acariciadora y sensual del extraño con ese peculiar acento. Decididamente no era francés, se dijo; tal vez fuera español, o italiano. Sentía curiosidad por saber qué lo había llevado hasta allí, de dónde vendría, y a dónde se dirigiría. Sin embargo, por educación, no se atrevía a preguntarle.

–Soy enfermera –le explicó–, y una de mis pacientes vive aquí cerca.

Notó que el extraño se tensaba de repente. Giró la cabeza hacia ella, como si fuese a decir algo, pero justo en ese momento surgió de la oscuridad un arco de piedra.

–Hemos llegado: Nunstead Hall –dijo Paula, aliviada de haber llegado de una pieza–. Es una propiedad enorme, ¿Verdad? –comentó cuando hubieron pasado por debajo del arco–. Incluso hay un pequeño lago artificial.

Alzó la vista hacia el imponente y viejo caserón que se alzaba a lo lejos, frente a ellos, completamente a oscuras salvo por una ventana iluminada, y luego miró al extraño, preguntándose por qué la hacía sentirse incómoda. Tenía el ceño fruncido, y estaba visiblemente tenso.

–¿Su paciente vive aquí?

No podía verle bien los ojos, pero su mirada penetrante estaba poniéndola nerviosa.

–Sí. Creo que podrá llamar desde aquí y pedir que vengan a recoger su coche –le dijo, dando por hecho que era eso lo que lo preocupaba–. Tengo una llave de la casa, pero creo que será mejor que se quede aquí mientras le pregunto a la señora Zolezzi si le importa que use el teléfono.

Se volvió para tomar su bolsa del asiento de atrás, y de pronto oyó abrirse la puerta y notó que una ráfaga de aire frío entraba en el coche.

–¡Eh! –gritó girándose.

Pero la puerta ya se había cerrado, y vió con irritación que el extraño, que había hecho oídos sordos y se había bajado del todoterreno, se dirigía hacia la casa. Se bajó a toda prisa y corrió tras él.

–¿Es que no me ha oído? Le he dicho que se quedara en el coche. Mi paciente es una mujer anciana y podría asustarse al ver a un extraño a la puerta de su casa.

–Espero no resultar tan aterrador a la vista –respondió él, entre divertido y arrogante. Se paró frente a la entrada y se sacudió la nieve de los hombros–. Aunque como no se dé prisa en abrir la puerta voy a parecer el Yeti.

–No tiene gracia –lo increpó Paula al llegar junto a él.

Un gemido ahogado escapó de sus labios cuando el hombre le quitó la llave de la mano y la metió en la cerradura. Su enfado se tornó en inquietud. No sabía nada de aquel hombre; podía ser un preso fugado o un lunático.

–Insisto en que vuelva al coche –le dijo con firmeza–. No puede entrar en la casa como si fuera el dueño del lugar.

–Pero es que soy el dueño –le informó él sin pestañear, empujando la puerta.

Durante unos segundos Paula se quedó mirándolo boquiabierta, patidifusa, pero cuando lo vio cruzar el umbral la indignación la sacó de su estupor.

–¿Qué quiere decir? ¿Quién es usted?

Indomable: Capítulo 3

–Y hay algunas rutas de senderismo bien bonitas en el Parque Nacional –añadió–. Aunque en el invierno el paisaje es bastante desangelado –admitió. Al notar que el hombre se estaba impacientando, le dijo–: Me temo que mi teléfono tampoco tiene cobertura en esta zona. Muy pocos operadores la tienen. Tendrá que llegar al pueblo para pedir ayuda, pero dudo que manden una grúa a remolcar su coche antes de mañana – vaciló un instante, algo reacia a ofrecerse a llevar a un desconocido, pero su conciencia le dijo que no podía dejarlo allí tirado–. Tengo que hacer una última visita y luego volveré a Little Copton. ¿Quiere acompañarme?

Pedro se dió cuenta de que no le quedaba otra opción más que aceptar el ofrecimiento de aquella mujer. Las ruedas traseras de su coche estaban hundidas en casi un metro de nieve, y aunque intentara sacarlo del arcén las ruedas delanteras no harían sino resbalar en el hielo. Lo único que podía hacer era encontrar un hotel donde pasar la noche y hacer que fueran a recoger su coche por la mañana. Miró a la mujer al volante del todoterreno y dedujo que debía ser de una de las granjas de la zona. Quizá hubiese salido a ver cómo estaba el ganado; no se le ocurría otra razón por la que nadie en su sano juicio atravesase aquel paraje solitario con la nevada que estaba cayendo. Asintió con la cabeza y fue a sacar su bolsa de viaje del asiento de atrás.

–Gracias –murmuró al subirse al todoterreno.

Se apresuró a cerrar y de inmediato lo envolvió el aire caliente de la calefacción. La mujer llevaba un gorro de lana calado sobre la frente y una gruesa bufanda le cubría la barbilla, así que no pudo hacerse una idea de la edad que tendría.

–Ha sido una suerte que pasara usted por aquí.

De lo contrario habría tenido que caminar varios kilómetros bajo la nieve. Y también tenía suerte de que no hubiera resultado herido al chocar. Paula soltó el frenó de mano y arrancó de nuevo con cuidado, apretando el volante con las manos. Pasó a segunda, y se puso tensa cuando su mano rozó el muslo del hombre. Con él dentro del vehículo era aún más consciente de lo grande que era aquel tipo. De hecho, al lanzarle una mirada rápida se fijó en que la cabeza casi tocaba el techo. Sin embargo, como llevaba subido el cuello del abrigo, podía ver poco más de él que su cabello negro.

–¿A qué se refería cuando ha dicho que tenía que hacer una última visita? –le preguntó–. La noche no está como para cumplir con compromisos sociales –observó mirando la carretera, sobre la que seguía cayendo la nieve, iluminada por los faros del coche.

Había sido un golpe de suerte que aquella mujer fuese en la dirección a la que él se dirigía antes del accidente que había sufrido, pensó  Pedro, aunque lo intrigaba dónde iría ella. Que él supiera por allí solo se llegaba a una casa, que era donde él iba; más allá únicamente se extendía el páramo.

Indomable: Capítulo 2

Estaba deseando que llegara la primavera. El calor del sol y poder volver a jugar en el jardín le haría mucho bien a Valentina y pondría algo de color en sus pálidas mejillas. Cuando tomó la siguiente curva Paula dió un grito al ver aparecer las luces de los faros de un coche a pocos metros delante del suyo. Frenó al instante y suspiró temblorosa al darse cuenta de que el otro coche estaba parado. Un análisis rápido de la escena le dijo que el coche debía haber resbalado por el hielo y girado como una peonza para acabar chocando con el muro de nieve que se había acumulado en el arcén de la carretera. De hecho, la parte trasera del vehículo se había empotrado en la nieve y estaba medio atascada en ella. Parecía que solo había un ocupante en su interior, un hombre, que abrió la puerta en ese momento y se bajó. No daba la impresión de estar malherido. Detuvo el todoterreno junto a él y se inclinó hacia la derecha para bajar la ventanilla.

–¿Está usted bien?

–Yo sí, aunque no puede decirse lo mismo de mi coche –respondió el hombre, lanzando una mirada al deportivo plateado medio enterrado por la nieve.

Su voz, con un timbre grave y un acento que Paula no acertó a distinguir, hizo que un cosquilleo le recorriera la espalda. Era una voz muy sensual, acariciadora, como chocolate derretido. Paula frunció el ceño al pillarse pensando esas cosas. ¿Qué hacía una persona sensata y práctica como ella dejando que esa clase de pensamientos cruzaran por su mente? Como el hombre estaba de pie a un lado del deportivo, fuera del alcance de la luz de los faros, no podía distinguir bien sus facciones, pero sí se fijó en su excepcional estatura. Debía medir más de un metro ochenta. Era fuerte y ancho de espaldas, y aunque no podía verlo bien tenía un aire sofisticado que le hizo preguntarse qué estaría haciendo en aquel lugar tan remoto. Hacía un buen rato que había dejado atrás el pueblo más cercano, y más adelante solo había kilómetros y kilómetros de desolado páramo. Bajó la vista a los pies del hombre, y al ver los zapatos de cuero que llevaba descartó de inmediato la idea de que hubiera ido a allí a hacer senderismo. Con ese calzado debía tener los pies helados.

El hombre se puso a dar pisotones para entrar en calor y se sacó un móvil del bolsillo.

–Sin cobertura –masculló–. No me cabe en la cabeza por qué querría vivir nadie en un lugar como este, olvidado de la mano de Dios.

–Northumbria tiene fama por sus parajes vírgenes –se sintió obligada a apuntar Paula, algo irritada por su tono despectivo.

Si pretendía atravesar los páramos en medio de una tormenta de nieve debería haber tenido el buen juicio de haberse llevado una pala y otras cosas que pudiera necesitar en una emergencia como aquella. Además, tal vez fuera una opinión personal, pero a ella le encantaban los paisajes de Northumbria. Cuando Javier y ella se casaron, habían alquilado un apartamento en Newcastle, y no solo no le había gustado la experiencia de vivir en una ciudad bulliciosa, sino que además había echado en falta lo agreste de los páramos.

Indomable: Capítulo 1

La nieve llevaba todo el día cayendo sobre Northumbria, enterrando los páramos bajo un grueso manto blanco y coronando los picos de las colinas Cheviot. Una imagen pintoresca, sin duda, pero no era nada divertido conducir por las carreteras resbaladizas, pensó Paula mientras aminoraba para tomar una curva cerrada. Además estaba oscureciendo, la temperatura había descendido en picado, y en la mayor parte de las carreteras comarcales, como aquella, no habían esparcido sal.

En el noreste de Inglaterra solía nevar en el invierno, pero era algo inusual a esas alturas del año, bien entrado el mes de marzo. Por suerte el viejo todoterreno que conducía, y que antes había hecho un buen trabajo a sus padres en su granja de Escocia, se manejaba bien en esas condiciones. Tal vez no fuera un vehículo con estilo, pero era práctico y robusto… que era el aspecto que tenía ella en ese momento, pensó contrayendo el rostro. El grueso anorak acolchado que llevaba sobre su uniforme de enfermera hacía que pareciese una pelota de playa, pero al menos la mantenía calentita, igual que las botas forradas de piel de borrego que calzaba. Nunstead Hall estaba todavía a unos cinco kilómetros y aunque llegase al aislado caserón Paula temía quedarse atrapada allí por la nieve. Se planteó por un momento dar media vuelta, pero hacía dos días que no visitaba a Sara, y le preocupaba, pues la anciana vivía allí sola. Frunció el ceño al pensar en aquella paciente. Aunque Sara Zolezzi pasaba ya de los ochenta años, era un mujer dispuesta a defender su independencia con uñas y dientes. Sin embargo, seis meses atrás se había caído y se había roto la cadera, y hacía unos días había te nido un accidente en la cocina y se había hecho una quemadura bastante fea en la mano. Estaba cada vez más frágil, y no era seguro para ella seguir viviendo sola en Nunstead, pero se negaba a mudarse a una casa más pequeña que estuviera más cerca del pueblo. Era una lástima que su nieto no hiciese más por ayudarla; claro que vivía en el extranjero y parecía que siempre estaba demasiado ocupado como para ir a hacerle una visita. Sara hablaba de él con cariño y orgullo, pero la verdad era que su nieto, que era además su único pariente, la tenía prácticamente abandonada.

Aquello no estaba bien, pensó Paula indignada. El abandono de los ancianos era algo que la afligía enormemente, sobre todo después de un episodio reciente a principios de año, cuando había ido a visitar a un paciente de noventa años, el señor Jeffries, y lo había encontrado muerto en su silla de ruedas. La casa estaba helada, y su familia se había ido de vacaciones por Navidad y no había buscado a nadie que se pasase a verlo de vez en cuando en su ausencia. El pensamiento de aquel pobre muriendo allí solo aún la atormentaba. Precisamente por eso no podía permitir que continuara igual la situación de Sara. ¿Debería intentar ponerse en contacto con su nieto y persuadirlo de que tenía que responsabilizarse de ella?, se preguntó. Con la nevada que estaba cayendo en ese momento lo que tenía que hacer era concentrarse en la carretera, se dijo. Había sido un día largo y difícil, pensó cansada, pero cuando terminase con esa visita, que era la última, podría ir a recoger a Valentina a la guardería y volverían a casa. Se mordió el labio al recordar que su hija había empezado a toser otra vez esa mañana cuando la había dejado en la guardería. Había pasado una gripe bastante virulenta y el largo invierno no estaba ayudando a la pequeña a acabar de reponerse.

Indomable: Sinopsis

Fuera de su alcance... ¡Pero irresistible!

A Pedro Alfonso no le iban las mujeres dependientes, y comprometerse no era lo suyo. Sin embargo, la atracción que sintió al conocer a Paula Chaves, la enfermera de su adorada abuela, iba más allá del desafío que suponía para él cada nueva conquista.


La prudente Paula jamás habría imaginado que un día cambiaría el tranquilo pueblecito inglés en el que vivía por la exótica costa de Liguria, en Italia, y mucho menos que la cortejaría un hombre con tan mala reputación como Pedro. Ella podría ser la mujer que domase al indomable Pedro... a menos que su enamoramiento fuese más peligroso de lo que había imaginado..

miércoles, 19 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 68

—¿Me invitas a entrar?

—¿Por qué iba a hacerlo?

Pedro estaba de pie, muriendo por dentro. Sus peores miedos se estaban confirmando. Ella parecía como una estatua de hielo. Esos enormes ojos azules no desprendían calor. Estaban clavados en él con tanto desprecio que sintió como si un ácido corrosivo estuviera quemando sus entrañas. Desesperado por liberarse de la parálisis que afectaba a todo su cuerpo, forzó la garganta oprimida para que salieran algunas palabras, para darse cuenta de que su esfuerzo sobrehumano no le valió más que un leve susurro.

—Porque… —empezó a decir, con la garganta obturada por completo.

—Continúa.

La voz de Paula fue clara e indiferente. Ella no se lo iba a poner fácil.

—… te amo y quiero casarme contigo —terminó.

—¿Qué?

Pedro dió un paso hacia ella, pero no la tocó.

—Oh, Dios. ¿Puedes perdonarme por haber sido tan idiota?

Paula perdió la compostura, y dos lágrimas enormes resbalaron por su cara.

—Oh, Pedro.

Lágrimas igual de grandes, resbalaban por las mejillas de él.

—Te compensaré, lo prometo.

—¿Te vas a callar de una vez, tonto?… Oh, Pedro. Por favor. Abrázame. ¡No me puedo creer esto si no lo haces!

No tenía ni que haberlo pedido. Él ya lo estaba haciendo.

La lluvia caía. Pedro soñaba con Paula: su carne estaba húmeda y fría, como si le hubiera llovido encima. Sintió movimientos a su lado y abrió los ojos. No había estado soñando. Paula, en carne y hueso, estaba junto a él, con sus piernas, largas y suaves enredadas en las suyas, duras y musculosas. El corazón le dió un vuelco, sonrió y recordó. Por primera vez en su vida, se sentía bien por dentro, libre de todo dolor, lleno.

—Pedro…

Él se volvió para mirarla.

—¿Mmm?

—Hola —susurró ella acercándose más.

—Hola.

—¿En qué estás pensando?

—En lo mucho que te amo y lo cerca que he estado de perderte… ¿Te casarás conmigo?

—¿Cuándo?

Pedro se rió.

—Buena mujer. Eres fácil.

—¿Qué puedo decir? Pienso que sería agradable casarse en casa de Francisco y Diana.

—Es una buena idea —y añadió con seriedad—: Por cierto, tengo una sorpresa para tí.

—Odio las sorpresas.

—Tonterías, a todas las mujeres les gustan… Escucha. He remodelado la casa y he terminado de reparar el granero.

Paula se irguió, apoyó la barbilla en la mano y se quedó mirándolo.

—Pero… pero… ¿Tan rápido?

—Francisco, Diana y Santiago me han ayudado.

Ella besó su hombro.

—¿Me has echado de menos, eh?

—Más de lo que nunca sabrás.

—Yo también.

—¿Y tu madre?

Paula se quedó pensativa durante unos segundos.

—Supongo que con el tiempo se acostumbrará. La verdad es que cuento con tu encanto para ganármela.

Pedro sonrió.

—Pondré todo lo que pueda de mi parte, pero no prometo nada. Tu madre es demasiado.

—Lo sé… ¿Y… el departamento?

—No voy a volver.

El alivio de Paula fue obvio.

—¿Se lo has dicho a Sergio?

—No, pero lo haré cuando le invite a la boda.

—Aunque cambies de opinión, te apoyaré.

—Gracias por decirlo —dijo con voz seria.

Ella acarició con suavidad sus muslos.

—No puedo pensar cuando haces eso —dijo Pedro.

—Ya lo sé —dijo despacio.

Pedro tragó saliva y se obligó a decir lo que sentía en su corazón.

—Incluso a pesar de que hay una gran demanda de mi rebaño, no seremos ricos, aunque tampoco nos moriremos de hambre.

—Claro que no, tonto. Yo también voy a trabajar. He estado pensando en abrir una pequeña tienda en Crockett.

—¿Y la de Houston?

—Laura piensa que puede reunir el dinero para comprármela.

—Con todo lo que sea hacerte feliz, estoy de acuerdo.

—Oh, Pedro, te quiero —dijo con suavidad.

—Y yo te quiero a tí.

—Bésame —dijo con repentina necesidad—. Por favor.

Los ojos de Paula se cerraron cuando él puso sus labios sobre los de ella. Sintiendo fuego en su interior, ella pasó las manos por su espalda, mientras  levantaba las caderas poniéndolas en íntimo contacto con su pelvis.

—Te amo —susurró Paula sin aliento.

—Yo te haré feliz.

Sus lenguas se encontraron. Pedro sintió un exquisito dolor en su interior, y apretó las nalgas de Paula contra él.

—Ya lo has hecho, amor mío —murmuró Paula.

Cuando fueron capaces de hablar de nuevo, Pedro susurró:

—¿Estás preparada para que nos vayamos a casa?

La cara de Paula se iluminó con una sonrisa radiante.

—Pensé que nunca me lo preguntarías.





FIN

Recuerdos: Capítulo 67

Durante dos semanas, Pedro se quedó cerca del rancho, aunque pasó más horas dándole vueltas a la cabeza que trabajando. Se ocupó de su rebaño porque no le quedaba más remedio, y a veces, comía un poco. Se convirtió en una caricatura de sí mismo. Adelgazó, los ojos perdieron su brillo, las mejillas se le hundieron más y su piel perdió su tono bronceado. Sus movimientos, antes ágiles como los de un gato, se hicieron pesados. Se convirtió en una caricatura de sí mismo. Adelgazó, los ojos perdieron su brillo, las mejillas se le hundieron más y su piel perdió su tono bronceado. Sus movimientos, antes ágiles como los de un gato, se hicieron pesados.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir así?

Al oír la voz de Francisco, Pedro no se molestó en levantar la mirada. En lugar de ello, volteó el hacha y golpeó el tronco de pino.

—Supongo que el tiempo que haga falta.

—¿Te importa si hablamos?

—No —dijo Pedro parando y secándose la frente con la manga de la camisa—. Sólo tengo un picor que no puedo rascar. Eso es todo.

Francisco se cruzó de brazos.

—Supongo que es una forma como otra cualquiera de decirlo. Pero los dos sabemos qué es ese picor, ¿Verdad?

—Francisco, no estoy de humor para una charla tonta.

—Entonces no me andaré con tonterías. Te lo diré claramente. Eres un idiota.

Pedro se rió sin ganas.

—Dime algo que no sepa.

Se hizo el silencio, que Francisco rompió al cabo de un rato.

—Diana ha ido a verla dos veces.

Pedro apretó la mandíbula, y continuó con su tarea. Francisco se lo quedó mirando, entonces, moviendo la cabeza disgustado, se volvió y empezó a marcharse.

—¿Cómo… está?

Francisco se detuvo, y se dio la vuelta.

—Te ama tal y como eres, y tú eres demasiado estúpido para darte cuenta de ello.

Sin molestarse en esperar una respuesta, Francisco se giró de nuevo y se marchó, dejando a Pedro mirándolo con la boca abierta.

Sintiendo los huesos doloridos, Pedro empezó a andar hacia la casa, pero al llegar a la puerta, le dió un escalofrío. No podía hacerlo. No podía atravesar ese umbral de nuevo y encontrar ese vacío dentro de la casa. Miró hacia el sol con rapidez, buscando su calor para caldear su cuerpo helado. Pero al otro lado de esa puerta, no había luz del sol para aliviar la oscuridad de su alma, ni borrar la soledad que afectaba a cada fibra de su cuerpo y le mantenía cautivo. Paula estaba en todas partes, su cara, su olor, su risa. Estaba delante de sus ojos, en la taza de café y en cada habitación de la casa. Se dió la vuelta, bajó los escalones y se dirigió al árbol más cercano. Miró al sol de nuevo, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a seguir viviendo sin ella? ¿Tenía razón Francisco? ¿Le amaba por lo que era? ¿Podía tener alguna esperanza? ¿Podía correr ese riesgo?

En ese momento, tomó la decisión. No supo cómo o por qué. Sólo supo que no podía estar un día más sin ella. Tenía que tratar de enmendar su terrible equivocación. Tenía que hacer que Paula regresara al rancho y tratar de demostrarle que no era el cobarde que ella pensaba; que tenerla a su lado, aunque sólo fuera durante un día, era mejor que no tenerla nunca. Pero todo eso exigía trabajo, sacrificio y mucha paciencia. Debía arreglar la casa, hacerla digna de ella. Tenía que terminar de reparar el granero, arreglar los prados, vender su rebaño… Era duro, pero podía hacerlo. Lo haría. Se aseguró el Stetson en la cabeza, giró sobre sus talones y se encaminó hacia el granero. Por primera vez en mucho tiempo, Pedro caminó con determinación. No supo cuánto tiempo llevaba sentado en la camioneta antes de que se armara de valor suficiente como para salir y acercarse a la puerta principal. Vaciló. Habían pasado cuatro meses desde que echó a Paula. ¿Y si había sido demasiado tiempo y ella había dejado de amarlo? Tenía que jugarse el todo por el todo. Así que respiró profundamente. Puso la mano en el pomo de bronce y notó que la mano le temblaba. Empezó a perder el valor. Respiró profundamente de nuevo, ignorando su corazón, que parecía que se le iba a salir, y sus piernas, temblando como si hubiera estado corriendo varios kilómetros. Se secó la mano sudorosa en el muslo y dio un golpe en la puerta. No hubo respuesta. Llamó con más fuerza, más veces. Tampoco hubo respuesta esa vez. Preparó la mano para golpear de nuevo cuando la puerta se abrió. Al segundo siguiente estuvo cara a cara con Paula.

—Por el amor de Dios, no —empezó a decir ella en voz alta y terminó débilmente—, eche… la puerta… abajo.

Se quedó de pie ahí, blanca como una pared. El silencio total los envolvió. Pedro la observó. Aunque estaba más delgada de lo que recordaba y tenía las ojeras más pronunciadas, seguía tan preciosa como siempre. Al fin, consiguió hablar, aunque su voz pareció muy lejana.

—Hola, Paula.

Los labios de Paula apenas se movieron.

—Buenas… noches.

La fría formalidad de su tono le dejó sin palabras. Se aclaró la garganta.

Recuerdos: Capítulo 66

—¡No te lo vas a creer!

Paula se volvió desde el archivador y miró a Laura Gentry.

—¿El qué?

Estaban en la pequeña oficina de Paula. Ella había estado intentando hacer todo el papeleo, pero como de costumbre, le costaba trabajo concentrarse.

—La señora Hoffman compró ese mantel de Battenbury y las servilletas a juego.

Las pecas que tenía Laura en la nariz realzaban más sus rasgos traviesos.

—Esa vieja tacaña finalmente ha escupido algo de dinero —añadió.

Paula hizo una mueca.

—No deberías hablar así de la señora Hoffman.

—¿Por qué? —preguntó Laura sonriendo—. Es la verdad, y tú lo sabes.

Una sonrisa encendió el rostro de Stephanie.

—¿Pagó en metálico?

—Exactamente así —Laura se detuvo e inclinó la cabeza un poco—. ¿Sabes que es la primera vez que te he visto sonreír desde hace dos meses?

Paula suspiró.

—Lo siento. Debo haber sido peor que un dolor de estómago.

—Eh, no tienes que disculparte. Sé que estás pasando por un infierno privado. Sólo desearía poder hacer algo por ayudarte.

—Lo has hecho. Te has ocupado de la tienda y has sido mi amiga.

Paula le había hablado a Laura de Pedro porque no había podido mantenerlo para sí durante más tiempo.

—Ha sido un placer hacer las dos cosas.

Paula respiró profundamente y cambió de tema.

—¿No hay algo que tengo que hacer esta tarde?

—Sí. Una reunión con la casa de empeños de Lufkin sobre ese collar granate.

—Es cierto. Y he de marcharme dentro de poco.

Discutieron otros aspectos del negocio y Laura se marchó. Paula se quedó mirando su mesa, pensando que debería ordenarla. Pero no lo hizo. Se dirigió a la ventana y miró hacia fuera. En lugar de ver los altos edificios que se alineaban en las calles de la ciudad, ella vio altos árboles, un prado con flores salvajes y ganado. Y en medio de todo, vió un caballo y un jinete. Sin esfuerzo, se imaginó a Pedro frente a ella. Su cara era tan real que pudo apreciar las pestañas espesas, los labios sensuales diciendo palabras que ella no podía entender. De repente, un pánico inexplicable se apoderó de ella. ¿Conseguiría alguna vez llenar ese vacío que él había dejado en su vida? Cerró los ojos y dejó que la tristeza la inundara. Después de regresar a su apartamento de Houston, había estado furiosa y con el corazón destrozado a la vez. Pero había sido la furia lo que al final le dió el coraje para mandarle al diablo. Si él no la quería a ella, ella no le quería a él. Y también había pensado que quizá había algo de verdad en lo que Pedro había dicho. A lo mejor ella pertenecía a la ciudad, a las luces brillantes, las fiestas, el ruido y los amigos animados.

 Pero todo era mentira. Completamente mentira. Cuando ella no podía trabajar, tras pasar las noches soñando con él, con sus besos, sus gemidos cuando la tomaba, a veces tierno y a veces salvaje, sabía que no pertenecía más a aquel lugar. Le pertenecía a él. Y sin él, su vida era como una concha vacía. Pero aún, entre el dolor y la desesperación, había tenido la esperanza de que él recobrase el buen juicio y se diera cuenta de lo que estaba echando por la borda. Pero cuando las horas se hicieron días y los días meses, sus esperanzas se desvanecieron. Con sus amigos, incluyendo a Diana Liscomb, que había ido a verla un par de veces, sus clientes y su madre, se había hecho la dura. Pero no había engañado a nadie. Incluso Alejandra había suavizado sus modales y parecía realmente preocupada por ella. Y con razón, porque ella trabajó con más tesón. El trabajo era lo único que la hacía resistir, levantarse cada mañana. Y aunque la cuenta del banco de Colecciones de Paula reflejaba su duro trabajo, a ella le dolían todos los huesos, apenas comía y la soledad era como un veneno que la iba carcomiendo. Pero sabía entonces, como supo antes, que había hecho lo correcto. A menos que él pudiera ofrecer amor, ella estaba mejor sin él. Y con el tiempo, Pedro no significaría para ella más que un extraño en la calle.

—Paula.

Sobresaltada, se giró.

—Lo siento —dijo Laura—, pero me dijiste que te recordara lo de tu reunión.

—Gracias. Ya me voy.

Minutos después, bolso en mano, enderezó los hombros y salió a la calle.

lunes, 17 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 65

Pedro sonrió y la abrazó. Aunque entre ellos hubo momentos tiernos, también los hubo oscuros. La vieja muralla se erigía de repente rodeándolo, y él trataba de evitar a Paula. Pero no ocurría así físicamente. El apetito sexual de Pedro por ella era insaciable, igual que el de ella por él. Pasaban las noches entrelazados apasionadamente, explorándose el uno al otro sin parar. Pero eso no era suficiente. Ella quería más. El sonido del teléfono la sobresaltó.



—Oh, hola, Lau —dijo al cabo de un rato—. Iba a llamarte —añadió dejándose caer en el sofá—. Nunca adivinarías lo que he encontrado hoy.

Paula estaba en medio de la explicación del tesoro encontrado cuando sintió una extraña sensación recorriendo su espina dorsal. Miró hacia atrás y vió a Pedro, apoyado en la puerta con una cara rara.

—Mira, Lau. Te llamaré dentro de un rato, ¿De acuerdo?

Una vez hubo colgado, se puso de pie y sonrió a Pedro.

—Echas de menos tu trabajo, ¿Verdad?

—Claro que sí, pero…

—Entonces quizá deberías volver.

La tensión se apoderó de ella.

—No tiene nada que ver con mi trabajo, ¿Cierto?

—No.

—¿Entonces qué quieres decir, Pedro?

¿Le estaba diciendo que se marchara? No, ella no estaba preparada para algo así.

—Paula…

Pedro movió la cabeza, sus pensamientos tomaban caminos que él no podía seguir. Paula estaba desolada. Sólo tenía un recurso, y era decir la única cosa que podía tener algún sentido en esos momentos de dolor.

—Te amo, Pedro. Lo sabes, ¿Verdad?

Él se quedó mirándola con gravedad durante un rato, entonces dejó escapar el aire con un gran suspiro.

—Sí. Me temo que sí.

—No tengas miedo, amor mío. Yo no lo tengo.

Pedro se giró poco a poco, como si no pudiera soportar mirarla a los ojos.

—Tú… tú me dijiste que me amabas —dijo Paula con dificultad.

Pedro la miró, con cara inexpresiva.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Pedro.

—Tengo que saber qué hay entre nosotros —dijo en voz baja—. Tengo que saber lo que estás preparado a dar.

—Ese es el asunto. No tengo nada que dar.

—A tí mismo.

—Y tú mereces más. ¿No entiendes que no puedo ofrecerte las cosas a las que estás acostumbrada, las cosas que necesitas?

—No quiero cosas. Te quiero a tí.

—Eso lo dices ahora, ¿Y luego?

Paula respiraba con dificultad.

—Por el amor de Dios, mi amor por tí no es un capricho pasajero.

—¿Qué ocurriría si decido que la vida en el rancho no es para mí? ¿O si no puedo conseguir nada de este lugar? ¿Entonces, qué? —dijo echando chispas por los ojos—. Yo te lo diré. Tendré que regresar al departamento, y no le pediría a una mujer que pasara por algo así de nuevo.

—¿Vas a… volver al departamento?

—No lo sé.

—Bueno, pues cuando llegue el momento nos enfrentaremos a ello.

Pedro se pasó las manos por el pelo.

—No es tan fácil.

—Yo no soy como tu ex esposa, Pedro.

—¿Crees que no lo sé? Bueno, ¿Por qué no hablamos de esto mañana?

Paula le dió la espalda, sintiéndose muy mal. Ese algo especial que había entre ellos había desaparecido y había dejado sólo una habitación vacía. Nunca se había sentido tan poco querida e inútil.

—No habrá un mañana, Pedro.

Su voz era muy débil. Pero no iba a llorar. No le daría esa satisfacción. Le costó mucho trabajo hablar de nuevo.

—Tienes razón. Aquí no hay nada para mí.

—Nunca lo hubo. Intenté decírtelo, pero no me escuchaste.

El silencio de la habitación los envolvió, dejándolos desvalidos.  La tragedia los había reunido. El deseo los había mantenido juntos. Y en esos momentos, el orgullo los estaba separando. Paula se puso una mano en la garganta. Su voz, cuando salió, sonó dura y alta.

—No sólo eres un tonto, Pedro Alfonso, sino también un cobarde. ¡Un maldito cobarde!

La voz de Pedro, fue un grito de agonía.

—Paula…

Ella se marchó sin decir más palabra.

Recuerdos: Capítulo 64

La luna se alzó sobre los pinos. Pedro detuvo su caballo y miró a lo lejos. En lugar de dirigirse a casa, tras abandonar la casa de Francisco, había ensillado su caballo y había cabalgado en la puesta de sol. Normalmente, un paseo como ése calmaba sus desasosiegos. Pero ese día no. Cuando había llevado a Paula al rancho, se dió cuenta de que buscaba algo desesperadamente, pero no sabía cómo llamarlo. Cuando al final supo el nombre, se quedó aturdido. Él había querido algo más que las apasionadas respuestas de su cuerpo; había querido que le amara. Y cuando había conseguido su amor, no sabía qué hacer con él. El dolor que sintió casi le dejó sin respiración. No podía pedirle que se casara con él. Eso estaba fuera de toda duda. Ella no pertenecía a aquel lugar, no importaba lo que Paula dijera. ¿Sería capaz de dejarla marchar? No lo sabía. Sinceramente no lo sabía.



La casa estaba vacía sin Pedro. Paula había pasado la mayor parte del día con Diana. Habían visitado a una amiga de Diana que quería vender un brazalete de plata del año 1930. No dejó escapar esa oportunidad para comprarlo, entusiasmada por su buena suerte. Incluso en esos momentos, mientras estaba echada en el sofá esperando a Pedro, miró el brazalete de nuevo. Estaba deseando llamar a Laura. Aunque de momento tenía que concentrarse en Pedro. Esa situación entre ambos tenía que acabar. Ella necesitaba saber qué les depararía el futuro; o al menos si tenían algún futuro.

Cuando, una semana antes, se confesaron su amor, Paula había tenido la esperanza de que podrían empezar a trabajar juntos para hacerse un futuro. Sabía que no sería fácil, pero motivados por el amor, todo era posible. Algunas veces él se desprendía de su careta tosca y permitía que viera un Pedro diferente, alegre y hablador. Una persona totalmente distinta al extraño malhumorado que con tanta frialdad la había rechazado aquel día en el avión. De pronto recordó lo ocurrido el día anterior, y sonrió. Pedro había insistido en que ella aprendiese a montar a caballo. Aunque ella protestó, él permaneció inflexible. Tras varios intentos sin éxito, al final consiguió aprender la técnica de dirigir a la dócil yegua. Pedro y ella dieron un paseo por los prados y se pararon en el estanque para que los caballos bebieran cuando ocurrió. Él  ya había desmontado y estaba dirigiendo a su caballo al árbol más cercano mientras observaba a Paula bajo el ala de su sombrero.

—Creo que Mandy ya ha bebido bastante —dijo Pedro.

Paula se giró y le miró sonriendo.

—¡Qué va! —dijo acariciando el costado de la yegua—. ¿No ves que tiene sed?

—No importa. No es bueno dejarles beber demasiado tan deprisa.

—Oh, de acuerdo —dijo Paula tirando de las riendas—. Pero a mí me parece un castigo cruel y extraño.

—Es un castigo cruel y extraño si no…

—¡Oh, Dios mío! —gritó Paula asustada—. ¿Qué está haciendo? ¿Qué está pasando?

El caballo no había hecho caso de los tirones que estaba dando Paula de las riendas y estaba entrando más y más en el agua.

—¡No! ¡Para! —gritó, tirando con más fuerza de las correas de piel.

El grito de pánico de Paula fue ignorado. La yegua se dió la vuelta y sin ceremonias las arrojó al agua.

—¡Oh! —se lamentó Paula.

Se puso de pie, sintiendo cómo sus zapatillas se hundían en el barro y luchando por mantener el equilibrio. Pedro se quedó de pie, mirándola con los brazos cruzados.

—Es un agradable día para bañarse —dijo sonriendo.

—No te atrevas a reírte de mí —dijo Stephanie apoyando las manos en las caderas.

—Si pudieras verte…

—No quiero verme. Sé que debo estar horrible, gracias a tí y a ese… caballo — dijo lanzando a Mandy una mirada mordaz—. ¿Por qué lo ha hecho? —preguntó extendiendo la mano hacia Pedro para que la ayudara a salir—. Yo no le hecho nada.

Pedro se rió.

—No te ofendas. Es su forma de decirte lo mucho que le gustas.

—Seguro —dijo mirando de reojo a la yegua.

Los ojos de Pedro se movieron sobre su cuerpo, y ella se dió cuenta de que la camisa mojada marcaba sus pechos y pezones. Paula se acaloró. Pedro se aclaró la garganta.

—Podríamos tumbarnos.

—¿Aquí? —dijo sintiendo de pronto las piernas flácidas.

—¿Por qué no?

Paula miró alrededor y se dio cuenta de lo escondidos que estaban.

—No… por nada.

Recuerdos: Capítulo 63

—Hace un rato me preguntaste qué pasaría luego. Ésta es mi respuesta.

Pedro se enderezó, y con movimientos rápidos se desnudó y se sentó a su lado. Sus cabezas quedaron juntas, y el ardor de los labios de Pedro se cernió sobre los suyos. Sus manos le quitaron la ropa. Se tumbaron sobre la cama y sin aliento jugaron el uno con el otro, tocándose y acariciándose, besándose.

—Aún no —dijo Pedro con voz ronca.

Ella se agarró a él, temblando mientras él hundía su cara en sus pechos, con una intensidad tan feroz que pareció tensar todos sus nervios.

—Por favor… —pidió Paula, agarrando sus nalgas.

Él se levantó sobre ella, movió su pelvis y entró en ella. Un gemido se escapó de los labios de Paula y arqueó su cuerpo, entrelazando sus manos en la espalda de Pedro, empujándole más dentro de ella.

—Oh, Pedro —dijo temblando, besándole el cuello con los labios entreabiertos y lamiéndole con la lengua—. Me… me consumes.

La respuesta de Pedro fue un susurro en su oído.

—No hables, sólo siente.

Se dijo a sí mismo que era suficiente con estar dentro de ella, pero no era cierto. Lo sabía, igual que sabía que ella también buscaba algo más allá del acto físico.

—Oh, sí —gritó Paula colgándose de él.

El deseo se convirtió en un pánico ciego cuando sus cuerpos llegaron al clímax y, despacio, se relajaron. Y ellos emergieron, mareados y agotados, pero con sus corazones transmitiendo su propio mensaje sin fin. Antes de que amaneciera, Paula recorrió con sus labios todo el largo de su cuerpo. Deseaba desesperadamente que esa noche no acabara nunca. Él la tomó y la puso encima. Desde esa posición, ella besó su pecho, sus pezones. Pedro la levantó sin esfuerzo alguno y al caer de nuevo, ella sintió su erección dentro de sí. Paula jadeó, sintiendo cómo él la llenaba y sintiendo también que el calor que surgió dentro de su cuerpo era, sólo en parte, sexual. Era un calor que abarcaba mucho más. El tiempo pasó sin prisa, pareciendo detenerse sólo durante intervalos, como si quisiera escuchar los gemidos de excitación, los murmullos ininteligibles que los llevaban poco a poco a las primeras luces del alba.

—No creo que hubiera podido aguantar mucho más sin esto —dijo Pedro cuando terminaron.

—Yo tampoco.

Se quedaron callados unos momentos, entonces, Paula acarició la fea cicatriz de su costado.

—Es desagradable, ¿Verdad?

—¿Te duele?

—No.

—¿Crees que volverás alguna vez?

—No quiero.

—Entonces no lo hagas.

Pedro se deshizo de sus brazos y se puso las manos en la nuca.

—No es tan fácil. Mi rebaño tiene que proporcionarme algo de dinero.

—Lo hará. Tiene que hacerlo. No puedo soportar la idea de que vuelvas a ese horrible trabajo.

—Si hubiera hecho caso de mi instinto, a lo mejor no hubiera acabado de la forma en que lo hice.

—Pero nadie te echó la culpa.

—Yo sí. Había un chivato, y yo no lo sabía.

—¿Entonces cómo puedes culparte?

—Sabía que algo estaba podrido, pero no hice caso de mi instinto.

—¿Los atraparon al final?

—Sí.

—¿Fue después… de que tu esposa te abandonara?

Aunque se puso tenso, Pedro respondió.

—Eso es.

—¿Qué pasó?

—Desde el principio hubo choques. Pero yo no los ví —dijo con una voz más arrepentida que dolida—. Ella quería «cosas» y yo quería hijos. Entonces decidimos comprometernos y esperar.

—Continúa —le animó Paula acariciando su estómago, liso y duro.

—Entonces yo maté a la primera persona. Ella no lo pudo soportar. Y empecé a beber mucho. Pero el final llegó cuando yo no pude mantenerla de la forma en que estaba acostumbrada. Así que me mandó a paseo. Fin de la historia.

Paula se tragó las lágrimas.

—No todas las mujeres son como ella, ¿Lo sabes?

Pedro no dijo nada.

—Te amo, Pedro.

Lo había dicho. Había desnudado su alma frente a ese hombre duro, y aunque él pisoteara sus palabras, era algo que tenía que decir.

—No… digas eso —dijo destrozado.

—Sé que tú no me amas…

Él tardó tanto en responder, que ella temió que no fuese a hacerlo.

—Sí que te amo —susurró—. Pero…

Una dicha infinita se apoderó de Paula.

—Puedo hacerte feliz, Pedro.

Él no respondió, y ella temió que estuviera volviendo a sus oscuros pensamientos. Determinada a no permitir que eso sucediera, acarició su cara con un dedo y sonrió.

—También puedo ser feliz viviendo aquí.

—Dices eso ahora…

—Te lo demostraré —dijo con ardor—. Espera y verás.

Los ojos de Pedro brillaron cuando se fundieron con los de ella. Y entonces, se echaron uno en brazos del otro. Nada era importante excepto que se necesitaban mutuamente. Él la estrechó con desesperación y la besó con ardor. En respuesta, una llama se encendió dentro de ella. Y sus cuerpos se convirtieron en uno.

Recuerdos: Capítulo 62

—¿Ocurre algo, jefe?

—Sí. Sígueme —dijo Pedro poniendo al animal al galope.

Un minuto después estaban en el patio. Pedro vió a Paula empotrada contra la pared por ese insensible desgraciado. Sabía que Weston se dió cuenta de que se acercaban jinetes,  pero no la soltó. Parecía que estaba tan concentrado y decidido a realizar su misión que nada ni nadie podría detenerle. Una rabia primitiva hirvió en su interior. Hubiera deseado golpear a David Weston hasta dejarle al borde de la muerte. Pero en lugar de ello, permaneció en la silla y dijo:

—Suéltala, Weston.

Respirando con dificultad, David bajó las manos, se giró y miró a Pedro. Éste no le estaba mirando a él; sus ojos estaban clavados en Paula.

—¿Te ha hecho daño?

—No.

—Ahora escucha, Alfonso. Esta pelea no tiene nada que ver contigo.

Pedro, mirando a Weston, empezó a bajarse despacio del caballo.

—Ella tiene algo que me pertenece, y yo voy a…

—Cállate —dijo Pedro con suavidad.

Si le hubiera dado un puñetazo a David, el efecto no hubiera sido más alarmante. David abrió mucho los ojos y se quedó con la boca abierta. Trató de hablar, pero parecía que tenía un nudo en la garganta.

—Te estoy diciendo que…

—Pero yo no estoy escuchando —dijo Pedro imperturbable.

Se dirigió hacia David. Le miró a la cara, con los ojos fríos como el metal.

—Ahora vete. Sal de mi propiedad.

Nadie dijo una palabra. Nadie se movió. Incluso el aire se quedó quieto.  Finalmente, Pedro se volvió hacia su ayudante.

—Santiago, ve a avisar al sheriff. Dile que venga a recoger a esta basura.

—No… por favor —susurró David, dando traspiés hacia su coche—. No la molestaré más —dijo, con sus estrechos hombros hacia delante, con gesto humillado.

—Vete, quítate de mi vista.

Minutos después, Pedro y Paula estaban solos. Ella le miró, con el corazón reflejado en sus ojos.

—No… no me mires así —dijo Pedro con voz atormentada.

—¿Y qué pasará luego, Pedro?

—Yo… eh… sólo quería asegurarme de que estabas bien.

Pedro no había sido capaz de estar lejos de ella. Después de la confrontación con David, Paula se fue a su habitación, en donde se quedó. Le dijo que quería descansar. Estaba tan cansado que dormir no debería ser un problema, pero lo fue. Así que para tranquilizar a la bestia que rugía en su interior, fue a verla, a comprobar por sí mismo que estaba realmente bien. Ella respondió a su golpe en la puerta.

—Entra.

Y en esos momentos, Paula estaba de pie en medio de la habitación, y le miraba fijamente.

—Estoy bien —dijo, aunque su labio inferior la delató: estaba temblando.

Pedro no necesitó más motivos. Se abalanzó sobre ella y la tomó en brazos.

—¿Pedro?

Ignorando su pregunta, cruzó la habitación y la depositó en la cama.

Recuerdos: Capítulo 61

Dos semanas. Muy poco tiempo para todo lo sucedido. Paula frunció el ceño. Antes del accidente, su vida había sido relativamente simple. Pero todo había cambiado; tenía que enfrentarse a un nuevo mundo. Se preguntaba si su vida volvería a ser la misma. No. Pedro se había encargado de ello.

Cada día que pasaba, se le hacía más difícil esconder sus sentimientos. Necesitaba sentir sus brazos alrededor de su cuerpo, necesitaba confesarle su amor. Pero tenía miedo. Sabía que él la deseaba, pero eso no era igual que el amor. El tiempo se acababa. Ella no se podía quedar mucho más. Mientras pensaba en todo eso, salió al porche. En lugar de sentarse en el columpio, bordeó la casa y se quedó mirando hacia los prados. A lo lejos se veía a Pedro y a Santiago trabajando en una valla. Había tenido la esperanza de que él no trabajara ese día. Pero parecía que no se iba a cumplir su deseo. Esa mañana había ido a la tienda y había comprado cosas especiales para cenar, ya que desde la visita de su madre, dos días antes, apenas le había visto el pelo.

Cuando vió que los hombres no tenían intención de abandonar su trabajo, sus hombros se encorvaron ligeramente. Y entonces lo vió. La rabia surgió en su interior. Y también el miedo. David Weston salió de su coche.

—¿Qué haces aquí?

Se acercó a ella.

—Ya te previne, ¿No lo recuerdas?

—¡Estás borracho! —dijo dando un paso atrás.

Él agarró su muñeca.

—Oh, no. No te vayas.

—¡Quítame las manos de encima!

La agarró con más fuerza.

—Nada de eso, nenita. O me das el dinero o haré algo de lo que te arrepentirás.

La echó contra la pared de la casa y hundió las uñas en su piel. Al principio, Paula no había pensado que él pudiera hacerle daño. Pero en ese momento no estaba nada segura. Pensó que él sentiría gran placer descargando su ira y sus frustraciones en ella. Era un demente.

—Bueno, ¿Qué prefieres?

Su asqueroso aliento le llenó la cara. Ella intentó girar la cabeza, pero él agarró su barbilla y la mantuvo recta.

—Pedro te matará —dijo Paula.

—Pero ahora no está aquí —dijo apretando sus hombros—. Sólo estamos tú y yo, nena.

Paula trató de reunir las fuerzas necesarias para intentar razonar con él.

—Por favor… no me hagas daño.



Pedro se secó el sudor de la frente y echó un vistazo a su reloj.

—Bueno, ya está por hoy, Santiago.

Sudando tanto como Pedro, Santiago se secó el bigote con un trapo.

—Estoy hecho polvo.

—Yo también. Este calor es exagerado.

Santiago sonrió.

—Pensé que estábamos en primavera.

—Sí, yo también.

Se quedaron callados mientras se preparaban para marcharse, tan cansados que apenas podían andar. Y aun así, Pedro quería retrasar todo lo posible el regreso a casa. No sabía qué hacer con Paula. Al recordar su cuerpo desnudo junto al de él, experimentaba de nuevo la misma sensación electrificante. Y a continuación, su mente revivía cada detalle de esa noche. Sintiéndose incómodo, se subió al caballo. Santiago se subió al suyo, y juntos cabalgaron hacia la casa. Pedro los óantes de que ellos le vieran a él. Detuvo el caballo, y aunque su cara estuvo inexpresiva, la sangre se le heló en las venas.