viernes, 21 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 4

Aquel cosquilleo volvió a recorrer la espalda de Paula al oír la voz acariciadora y sensual del extraño con ese peculiar acento. Decididamente no era francés, se dijo; tal vez fuera español, o italiano. Sentía curiosidad por saber qué lo había llevado hasta allí, de dónde vendría, y a dónde se dirigiría. Sin embargo, por educación, no se atrevía a preguntarle.

–Soy enfermera –le explicó–, y una de mis pacientes vive aquí cerca.

Notó que el extraño se tensaba de repente. Giró la cabeza hacia ella, como si fuese a decir algo, pero justo en ese momento surgió de la oscuridad un arco de piedra.

–Hemos llegado: Nunstead Hall –dijo Paula, aliviada de haber llegado de una pieza–. Es una propiedad enorme, ¿Verdad? –comentó cuando hubieron pasado por debajo del arco–. Incluso hay un pequeño lago artificial.

Alzó la vista hacia el imponente y viejo caserón que se alzaba a lo lejos, frente a ellos, completamente a oscuras salvo por una ventana iluminada, y luego miró al extraño, preguntándose por qué la hacía sentirse incómoda. Tenía el ceño fruncido, y estaba visiblemente tenso.

–¿Su paciente vive aquí?

No podía verle bien los ojos, pero su mirada penetrante estaba poniéndola nerviosa.

–Sí. Creo que podrá llamar desde aquí y pedir que vengan a recoger su coche –le dijo, dando por hecho que era eso lo que lo preocupaba–. Tengo una llave de la casa, pero creo que será mejor que se quede aquí mientras le pregunto a la señora Zolezzi si le importa que use el teléfono.

Se volvió para tomar su bolsa del asiento de atrás, y de pronto oyó abrirse la puerta y notó que una ráfaga de aire frío entraba en el coche.

–¡Eh! –gritó girándose.

Pero la puerta ya se había cerrado, y vió con irritación que el extraño, que había hecho oídos sordos y se había bajado del todoterreno, se dirigía hacia la casa. Se bajó a toda prisa y corrió tras él.

–¿Es que no me ha oído? Le he dicho que se quedara en el coche. Mi paciente es una mujer anciana y podría asustarse al ver a un extraño a la puerta de su casa.

–Espero no resultar tan aterrador a la vista –respondió él, entre divertido y arrogante. Se paró frente a la entrada y se sacudió la nieve de los hombros–. Aunque como no se dé prisa en abrir la puerta voy a parecer el Yeti.

–No tiene gracia –lo increpó Paula al llegar junto a él.

Un gemido ahogado escapó de sus labios cuando el hombre le quitó la llave de la mano y la metió en la cerradura. Su enfado se tornó en inquietud. No sabía nada de aquel hombre; podía ser un preso fugado o un lunático.

–Insisto en que vuelva al coche –le dijo con firmeza–. No puede entrar en la casa como si fuera el dueño del lugar.

–Pero es que soy el dueño –le informó él sin pestañear, empujando la puerta.

Durante unos segundos Paula se quedó mirándolo boquiabierta, patidifusa, pero cuando lo vio cruzar el umbral la indignación la sacó de su estupor.

–¿Qué quiere decir? ¿Quién es usted?

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