viernes, 21 de junio de 2019

Indomable: Capítulo 3

–Y hay algunas rutas de senderismo bien bonitas en el Parque Nacional –añadió–. Aunque en el invierno el paisaje es bastante desangelado –admitió. Al notar que el hombre se estaba impacientando, le dijo–: Me temo que mi teléfono tampoco tiene cobertura en esta zona. Muy pocos operadores la tienen. Tendrá que llegar al pueblo para pedir ayuda, pero dudo que manden una grúa a remolcar su coche antes de mañana – vaciló un instante, algo reacia a ofrecerse a llevar a un desconocido, pero su conciencia le dijo que no podía dejarlo allí tirado–. Tengo que hacer una última visita y luego volveré a Little Copton. ¿Quiere acompañarme?

Pedro se dió cuenta de que no le quedaba otra opción más que aceptar el ofrecimiento de aquella mujer. Las ruedas traseras de su coche estaban hundidas en casi un metro de nieve, y aunque intentara sacarlo del arcén las ruedas delanteras no harían sino resbalar en el hielo. Lo único que podía hacer era encontrar un hotel donde pasar la noche y hacer que fueran a recoger su coche por la mañana. Miró a la mujer al volante del todoterreno y dedujo que debía ser de una de las granjas de la zona. Quizá hubiese salido a ver cómo estaba el ganado; no se le ocurría otra razón por la que nadie en su sano juicio atravesase aquel paraje solitario con la nevada que estaba cayendo. Asintió con la cabeza y fue a sacar su bolsa de viaje del asiento de atrás.

–Gracias –murmuró al subirse al todoterreno.

Se apresuró a cerrar y de inmediato lo envolvió el aire caliente de la calefacción. La mujer llevaba un gorro de lana calado sobre la frente y una gruesa bufanda le cubría la barbilla, así que no pudo hacerse una idea de la edad que tendría.

–Ha sido una suerte que pasara usted por aquí.

De lo contrario habría tenido que caminar varios kilómetros bajo la nieve. Y también tenía suerte de que no hubiera resultado herido al chocar. Paula soltó el frenó de mano y arrancó de nuevo con cuidado, apretando el volante con las manos. Pasó a segunda, y se puso tensa cuando su mano rozó el muslo del hombre. Con él dentro del vehículo era aún más consciente de lo grande que era aquel tipo. De hecho, al lanzarle una mirada rápida se fijó en que la cabeza casi tocaba el techo. Sin embargo, como llevaba subido el cuello del abrigo, podía ver poco más de él que su cabello negro.

–¿A qué se refería cuando ha dicho que tenía que hacer una última visita? –le preguntó–. La noche no está como para cumplir con compromisos sociales –observó mirando la carretera, sobre la que seguía cayendo la nieve, iluminada por los faros del coche.

Había sido un golpe de suerte que aquella mujer fuese en la dirección a la que él se dirigía antes del accidente que había sufrido, pensó  Pedro, aunque lo intrigaba dónde iría ella. Que él supiera por allí solo se llegaba a una casa, que era donde él iba; más allá únicamente se extendía el páramo.

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