miércoles, 19 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 67

Durante dos semanas, Pedro se quedó cerca del rancho, aunque pasó más horas dándole vueltas a la cabeza que trabajando. Se ocupó de su rebaño porque no le quedaba más remedio, y a veces, comía un poco. Se convirtió en una caricatura de sí mismo. Adelgazó, los ojos perdieron su brillo, las mejillas se le hundieron más y su piel perdió su tono bronceado. Sus movimientos, antes ágiles como los de un gato, se hicieron pesados. Se convirtió en una caricatura de sí mismo. Adelgazó, los ojos perdieron su brillo, las mejillas se le hundieron más y su piel perdió su tono bronceado. Sus movimientos, antes ágiles como los de un gato, se hicieron pesados.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir así?

Al oír la voz de Francisco, Pedro no se molestó en levantar la mirada. En lugar de ello, volteó el hacha y golpeó el tronco de pino.

—Supongo que el tiempo que haga falta.

—¿Te importa si hablamos?

—No —dijo Pedro parando y secándose la frente con la manga de la camisa—. Sólo tengo un picor que no puedo rascar. Eso es todo.

Francisco se cruzó de brazos.

—Supongo que es una forma como otra cualquiera de decirlo. Pero los dos sabemos qué es ese picor, ¿Verdad?

—Francisco, no estoy de humor para una charla tonta.

—Entonces no me andaré con tonterías. Te lo diré claramente. Eres un idiota.

Pedro se rió sin ganas.

—Dime algo que no sepa.

Se hizo el silencio, que Francisco rompió al cabo de un rato.

—Diana ha ido a verla dos veces.

Pedro apretó la mandíbula, y continuó con su tarea. Francisco se lo quedó mirando, entonces, moviendo la cabeza disgustado, se volvió y empezó a marcharse.

—¿Cómo… está?

Francisco se detuvo, y se dio la vuelta.

—Te ama tal y como eres, y tú eres demasiado estúpido para darte cuenta de ello.

Sin molestarse en esperar una respuesta, Francisco se giró de nuevo y se marchó, dejando a Pedro mirándolo con la boca abierta.

Sintiendo los huesos doloridos, Pedro empezó a andar hacia la casa, pero al llegar a la puerta, le dió un escalofrío. No podía hacerlo. No podía atravesar ese umbral de nuevo y encontrar ese vacío dentro de la casa. Miró hacia el sol con rapidez, buscando su calor para caldear su cuerpo helado. Pero al otro lado de esa puerta, no había luz del sol para aliviar la oscuridad de su alma, ni borrar la soledad que afectaba a cada fibra de su cuerpo y le mantenía cautivo. Paula estaba en todas partes, su cara, su olor, su risa. Estaba delante de sus ojos, en la taza de café y en cada habitación de la casa. Se dió la vuelta, bajó los escalones y se dirigió al árbol más cercano. Miró al sol de nuevo, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a seguir viviendo sin ella? ¿Tenía razón Francisco? ¿Le amaba por lo que era? ¿Podía tener alguna esperanza? ¿Podía correr ese riesgo?

En ese momento, tomó la decisión. No supo cómo o por qué. Sólo supo que no podía estar un día más sin ella. Tenía que tratar de enmendar su terrible equivocación. Tenía que hacer que Paula regresara al rancho y tratar de demostrarle que no era el cobarde que ella pensaba; que tenerla a su lado, aunque sólo fuera durante un día, era mejor que no tenerla nunca. Pero todo eso exigía trabajo, sacrificio y mucha paciencia. Debía arreglar la casa, hacerla digna de ella. Tenía que terminar de reparar el granero, arreglar los prados, vender su rebaño… Era duro, pero podía hacerlo. Lo haría. Se aseguró el Stetson en la cabeza, giró sobre sus talones y se encaminó hacia el granero. Por primera vez en mucho tiempo, Pedro caminó con determinación. No supo cuánto tiempo llevaba sentado en la camioneta antes de que se armara de valor suficiente como para salir y acercarse a la puerta principal. Vaciló. Habían pasado cuatro meses desde que echó a Paula. ¿Y si había sido demasiado tiempo y ella había dejado de amarlo? Tenía que jugarse el todo por el todo. Así que respiró profundamente. Puso la mano en el pomo de bronce y notó que la mano le temblaba. Empezó a perder el valor. Respiró profundamente de nuevo, ignorando su corazón, que parecía que se le iba a salir, y sus piernas, temblando como si hubiera estado corriendo varios kilómetros. Se secó la mano sudorosa en el muslo y dio un golpe en la puerta. No hubo respuesta. Llamó con más fuerza, más veces. Tampoco hubo respuesta esa vez. Preparó la mano para golpear de nuevo cuando la puerta se abrió. Al segundo siguiente estuvo cara a cara con Paula.

—Por el amor de Dios, no —empezó a decir ella en voz alta y terminó débilmente—, eche… la puerta… abajo.

Se quedó de pie ahí, blanca como una pared. El silencio total los envolvió. Pedro la observó. Aunque estaba más delgada de lo que recordaba y tenía las ojeras más pronunciadas, seguía tan preciosa como siempre. Al fin, consiguió hablar, aunque su voz pareció muy lejana.

—Hola, Paula.

Los labios de Paula apenas se movieron.

—Buenas… noches.

La fría formalidad de su tono le dejó sin palabras. Se aclaró la garganta.

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