lunes, 10 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 60

—Sí.

—¿Entonces vendrás conmigo? —preguntó Alejandra con más alegría, como si sintiera que había ganado esa batalla.

—No. Lo haré a su debido tiempo, ni un minuto antes.

Alejandra se puso de pie y se dirigió a Paula. El beso que le dió a su hija fue tan frío como sus labios. Paula tuvo que contenerse para no hacer una mueca de desagrado.

—Espero tu llamada en cuanto regreses a tu departamento. Quedaremos para almorzar y nos olvidaremos de este desafortunado incidente.

—No te preocupes.

Cuando el Cadillac no fue más que una nube de polvo, Paula se dirigió al granero. La puerta estaba abierta, y a través de ella se veía a Pedro.

—Hola —dijo quedándose en la puerta.

Pedro se volvió, y el corazón le dio un vuelco, pero se quedó tan rígido e inexpresivo como una estatua.

—No funcionará —dijo Paula con rapidez.

—No sé de qué hablas.

—Sí que lo sabes, estás tratando de evitarme. Otra vez. Pienso que deberíamos hablar.

—Entonces habla.

—Nosotros hemos… hemos aceptado lo… lo que ocurrió entre nosotros.

—No hay nada que aceptar.

—No lo creo, y tú tampoco.

—¿Dónde está tu madre?

—Se ha ido.

—Suponía que te marcharías con ella. Dijo que tú no pertenecías a este lugar.

—No me importa lo que diga. Ya soy mayorcita. Mi madre no controlará más mi vida.

—Seguro. Es una mujer muy dura.

—Y una mujer que no sabe cómo amar —dijo Paula en voz baja—. Es espantoso darse cuenta de algo así con respecto a tu propia madre, pero al final lo he visto. Y eso me ha liberado.

Era la primera vez que Paula le decía a alguien el vacío que había sentido siendo la única hija de la autoritaria Alejandra Chaves. Su madre tenía la habilidad de tomar sin dar nada a cambio. Hubo una época en la que ella  había admirado esa característica. Pero después, le enfermó.

—Entonces, de vuelta a nosotros —susurró Paula.

—Mira, el que tu madre no te influya ya, no cambia las cosas.

—Sí que las cambia. ¿No ves…?

—Ahórrate las palabras. Tu madre tiene razón. No perteneces a este lugar.

Sus palabras fueron como un jarro de agua fría.

—¿Quién habla? ¿Alejandra o tú?

—Yo.

El silencio que se hizo, pareció un muro de hielo.

—No sé si eres corto de vista —dijo Paula temblando por dentro—, o demasiado testarudo como para darte cuenta de lo que tienes delante de las narices.

Con esas palabras, Paula se volvió y se dirigió hacia la puerta.

—¿Paula?

Ella se giró, con un nudo en la garganta, y la esperanza brillando en sus ojos.

—¿Sí?

Pedro abrió la boca, pero volvió a cerrarla.

—Nada.

El dolor se apoderó de ella. Se rodeó con los brazos, y abrió la puerta de una patada.

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