viernes, 7 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 52

Pedro Alfonso no iba a comprometerse con una mujer, y menos con ella. Y ella no quería que lo hiciera, ¿Verdad? Claro que no. Ella se sentía satisfecha con su vida y estaba deseando continuarla. Pero había una verdad que no podía negar por más tiempo: estaba total y completamente colada por él. Dejando esos pensamientos perturbadores a un lado, se dirigió a su habitación y se puso un mono blanco que acababa de comprarse. Satisfecha con su aspecto, se encaminó a la cocina. Terminó de preparar los filetes, las patatas asadas y la ensalada cuando empezó a oscurecer. Cuando oyó a Pedro despedirse de Francisco y darle las gracias por ayudarle,  empezó a temblar de nerviosismo.

—Tranquilízate —murmuró para sí.

Se dirigió al cuarto de estar y se apoyó contra la chimenea. Cuando oyó a Pedro entrar, casi dió un bote.

—¿Paula?

—Aquí.

Apareció en la puerta, y sus ojos se encontraron. Pedro bajó los ojos hasta su pecho. Tenía la camisa empapada de sudor y desabrochada hasta el ombligo. Paula sintió que el fuego empezaba a encenderse en su interior. La mirada de él se hizo más profunda, como si pudiera leer sus pensamientos, y dió un paso hacia ella. Entonces, inesperadamente se detuvo, con los ojos fijos en el sofá. Durante un momento, que a ella le pareció interminable, no dijo nada. Paula aguantó la respiración.

—¿Qué es todo esto?

—Diana y yo fuimos de compras.

—Ya lo veo.

Ella sonrió.

—Lo compré para tí y… la casa.

La expresión de Pedro, no pudo ser más dura.

—¡Devuélvelo!

—¿Qué?

—¡Que lo devuelvas!

—¿Pero… por qué? —preguntó con dolor.

—Porque no lo quiero.

—Pero… necesitas…

—¿Quién eres para decirme lo que necesito?

La mirada de sus ojos era terrible. A Paula le temblaron los labios.

—No pretendí…

—No me importa lo que pretendieras. Escúchame bien porque no voy a repetirlo —dijo abalanzándose sobre ella—. ¡No necesito tu dinero! ¿Lo entiendes?

Paula se tambaleó hacia atrás, con los ojos llenos de lágrimas. Le temblaban tanto los labios, que apenas pudo hablar con claridad.

—Te odio, Pedro Alfonso. ¡Te odio!

Sus suaves sollozos, le despertaron.

—Mierda —dijo Pedro, rechinando los dientes y cambiando de postura con brusquedad.

Los sollozos continuaban. No iba a decirle a Stephanie que lo sentía porque no era cierto. Pero mientras miraba al techo, pensó que no debería haberle gritado. Era infantil, inmaduro e inusual en él esa falta de control. Normalmente no solía enfurecerse, pero cuando lo hacía, era terrible, destrozaba a su víctima con palabras suaves, frías y calculadas. Y si esa noche no había quedado clara la diferencia entre los estilos de vida de ambos, entonces nunca lo estaría. Los sollozos no cesaban, y un escalofrío recorrió el cuerpo de Pedro. Gruñó y aporreó la almohada. ¡Malditas paredes, parecían de papel! Si al menos ella no hubiese querido quedarse más tiempo… Paula no había conseguido engañarle; él era un reto para ella. Eso tenía que ser. Y lo deseaba. Eso también se veía. Domesticar al vaquero salvaje era un juego para ella, y una vez conseguido, lo arrojaría a un lado, como si se tratase de un vestido que hubiese usado una vez y no quisiera más.

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