lunes, 17 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 65

Pedro sonrió y la abrazó. Aunque entre ellos hubo momentos tiernos, también los hubo oscuros. La vieja muralla se erigía de repente rodeándolo, y él trataba de evitar a Paula. Pero no ocurría así físicamente. El apetito sexual de Pedro por ella era insaciable, igual que el de ella por él. Pasaban las noches entrelazados apasionadamente, explorándose el uno al otro sin parar. Pero eso no era suficiente. Ella quería más. El sonido del teléfono la sobresaltó.



—Oh, hola, Lau —dijo al cabo de un rato—. Iba a llamarte —añadió dejándose caer en el sofá—. Nunca adivinarías lo que he encontrado hoy.

Paula estaba en medio de la explicación del tesoro encontrado cuando sintió una extraña sensación recorriendo su espina dorsal. Miró hacia atrás y vió a Pedro, apoyado en la puerta con una cara rara.

—Mira, Lau. Te llamaré dentro de un rato, ¿De acuerdo?

Una vez hubo colgado, se puso de pie y sonrió a Pedro.

—Echas de menos tu trabajo, ¿Verdad?

—Claro que sí, pero…

—Entonces quizá deberías volver.

La tensión se apoderó de ella.

—No tiene nada que ver con mi trabajo, ¿Cierto?

—No.

—¿Entonces qué quieres decir, Pedro?

¿Le estaba diciendo que se marchara? No, ella no estaba preparada para algo así.

—Paula…

Pedro movió la cabeza, sus pensamientos tomaban caminos que él no podía seguir. Paula estaba desolada. Sólo tenía un recurso, y era decir la única cosa que podía tener algún sentido en esos momentos de dolor.

—Te amo, Pedro. Lo sabes, ¿Verdad?

Él se quedó mirándola con gravedad durante un rato, entonces dejó escapar el aire con un gran suspiro.

—Sí. Me temo que sí.

—No tengas miedo, amor mío. Yo no lo tengo.

Pedro se giró poco a poco, como si no pudiera soportar mirarla a los ojos.

—Tú… tú me dijiste que me amabas —dijo Paula con dificultad.

Pedro la miró, con cara inexpresiva.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Pedro.

—Tengo que saber qué hay entre nosotros —dijo en voz baja—. Tengo que saber lo que estás preparado a dar.

—Ese es el asunto. No tengo nada que dar.

—A tí mismo.

—Y tú mereces más. ¿No entiendes que no puedo ofrecerte las cosas a las que estás acostumbrada, las cosas que necesitas?

—No quiero cosas. Te quiero a tí.

—Eso lo dices ahora, ¿Y luego?

Paula respiraba con dificultad.

—Por el amor de Dios, mi amor por tí no es un capricho pasajero.

—¿Qué ocurriría si decido que la vida en el rancho no es para mí? ¿O si no puedo conseguir nada de este lugar? ¿Entonces, qué? —dijo echando chispas por los ojos—. Yo te lo diré. Tendré que regresar al departamento, y no le pediría a una mujer que pasara por algo así de nuevo.

—¿Vas a… volver al departamento?

—No lo sé.

—Bueno, pues cuando llegue el momento nos enfrentaremos a ello.

Pedro se pasó las manos por el pelo.

—No es tan fácil.

—Yo no soy como tu ex esposa, Pedro.

—¿Crees que no lo sé? Bueno, ¿Por qué no hablamos de esto mañana?

Paula le dió la espalda, sintiéndose muy mal. Ese algo especial que había entre ellos había desaparecido y había dejado sólo una habitación vacía. Nunca se había sentido tan poco querida e inútil.

—No habrá un mañana, Pedro.

Su voz era muy débil. Pero no iba a llorar. No le daría esa satisfacción. Le costó mucho trabajo hablar de nuevo.

—Tienes razón. Aquí no hay nada para mí.

—Nunca lo hubo. Intenté decírtelo, pero no me escuchaste.

El silencio de la habitación los envolvió, dejándolos desvalidos.  La tragedia los había reunido. El deseo los había mantenido juntos. Y en esos momentos, el orgullo los estaba separando. Paula se puso una mano en la garganta. Su voz, cuando salió, sonó dura y alta.

—No sólo eres un tonto, Pedro Alfonso, sino también un cobarde. ¡Un maldito cobarde!

La voz de Pedro, fue un grito de agonía.

—Paula…

Ella se marchó sin decir más palabra.

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