lunes, 18 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 23

Un momento antes, se había terminado el último trozo de tostada, hasta la última migaja. Pero, viéndola semidesnuda, con ese albornoz que casi se le caía de los hombros, volvió a desearla de inmediato. Quería tirar los platos al suelo y hacerle el amor sobre la mesa. Tragó con dificultad.

–Normalmente no cocino. Pero tú me has inspirado.

Ella sonrió. Sus ojos cálidos eran del intenso color del caramelo.

–No tanto como tú a mí –le dijo ella.

Su hermoso rostro resplandecía bajo la luz de la mañana. Pedro se quedó contemplándola, perdido en su mirada. La deseaba tanto como necesitaba respirar. Pero quedarse a su lado estaba mal. Muy mal. «No tengo motivos para sentirme culpable…». Ya había intentado deshacerse de ella. Pero ella había escogido otro camino. Desde el principio le había dicho que jamás se casaría con ella, que nunca la querría. Ella tenía que proteger su propio corazón. Le tocó la mejilla y deslizó las yemas de los dedos lentamente sobre sus pechos llenos y turgentes, casi al descubierto bajo aquel albornoz. Ella entreabrió los labios, sorprendida, y él no pudo resistirse a la invitación. Se inclinó sobre la mesa y le dio un beso. Se puso en pie y la hizo levantarse de la silla. Le desató el cinturón del albornoz y dejó que cayera al suelo. Su piel desnuda resplandecía bajo los rayos del sol. Pedro contuvo la respiración.

–Ve delante de mí –le dijo con voz ronca–. Para que pueda verte.

Ella arqueó una ceja. Con un movimiento rápido, ella le abrió el albornoz y se lo quitó.

–Tú primero –le sugirió.

Treinta segundos después, Paula se reía suavemente mientras él la perseguía, ambos desnudos. Subieron las escaleras, pero ni siquiera llegaron al dormitorio. Terminaron sobre la carísima alfombra del vestíbulo del piso superior. Pasaron el domingo haciendo el amor en todos los rincones de la mansión. En el jardín, en la biblioteca, en el estudio y,  finalmente, mucho después de medianoche, en la cama. Se quedaron dormidos abrazados, ajenos al resto del mundo. Pero unas horas más tarde, antes del amanecer, Pedro se despertó. Era lunes. Paula dormía plácidamente a su lado. Había perdido la cuenta de todas las veces que habían hecho el amor en las últimas treinta horas. Más de diez veces… Hizo una pausa y entonces sacudió la cabeza, sorprendido. ¿Menos de veinte? No estaba seguro… Teniendo cuidado de no despertarla, se puso en pie y atravesó las puertas de la terraza. La noche de agosto era clara y envolvente. La luz de la luna todavía bañaba de plata los viñedos. Pedro contempló sus tierras y trató de calmar su corazón inquieto. Cerró los ojos y sintió el peso de sus treinta y cinco años de edad. Su alma se sentía vieja, vacía… Nada que ver con ella. ¿Era eso lo que quería hacer con ella? ¿Robarle su juventud y su optimismo como un vampiro? ¿Alimentarse de su inocencia hasta que su propia oscuridad la consumiera por dentro?

–¿Pedro? –murmuró ella de repente, en un tono adormilado.

Él volvió a entrar en el dormitorio. La encontró tumbada en la cama. Sus gloriosas curvas solo estaban cubiertas por una fina sábana. Ella se incorporó, sorprendida. Él llegaba de la terraza, completamente desnudo.

–¿Qué pasa?

–Nada –dijo él.

Ella tragó con dificultad. Se mordió el labio inferior.
–¿Te arrepientes del tiempo que hemos pasado juntos? –le susurró–. ¿Estás pensando en… Romina?

–¡No! –exclamó él, sacudiendo la cabeza con firmeza–. Estoy pensando en el negocio de Ciudad de México –añadió, diciéndole lo primero que se le pasó por la cabeza–. Me preguntaba qué va a hacer el equipo de San Francisco con los diseños de la Joyería cuando tomen el control.

Pedro dejó de hablar bruscamente, sorprendido ante su propia estupidez. Estaba tan preocupado por no hacerle daño que le había revelado algo que jamás debería haber comentado delante de nadie que no estuviera en su gabinete directivo. Si aquello llegaba a ser de dominio público, sería la ruina. Le había dado al dueño de Joyería, Manuel Rodríguez, ciertas garantías de que los diseñadores mexicanos seguirían en plantilla. Le había asegurado que su estudio de Ciudad de México conservaría su autonomía con respecto a las oficinas centrales de Alfonso Worldwide de San Francisco, Shanghái y Roma. Si Rodríguez llegaba a enterarse de sus planes de ahorro, podía cancelar el trato y venderle la empresa a la competencia.

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