miércoles, 27 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 43

-Párale. Me da igual cómo, ¡Pero párale!

Sentado frente a su escritorio, Pedro casi gritó furioso antes de colgarle el teléfono a su director financiero. Se revolvió los cabellos en un gesto de impaciencia y levantó la mano para tirar el teléfono al otro lado de la habitación. Pero entonces se detuvo, asiendo el frío metal con la mano. Soltando el aliento, dejó el teléfono con cuidado sobre la mesa. Se puso en pie y empezó a caminar delante de la ventana, maldiciendo a Tomás St. Rafael en inglés, en italiano y también en francés. Su rivalidad había empezado años antes, cuando el francés había comprado la firma italiana que estaba junto a las oficinas de Alfonso Worldwide en Roma. Y la disputa se había acrecentado con el robo del acuerdo con Joyería tan solo un mes antes. Pero aquello era la gota que colmaba el vaso. Claramente, el francés estaba haciendo el paripé para hacerse con una empresa que Alessandro necesitaba para ampliar su mercado en Asia. Gruñó. Había pasado años consolidando contactos en Tokio, con la esperanza de llegar a controlar la empresa. St. Rafael no tenía motivos para comprar la empresa. Solo lo hacía para vengarse porque Alessandro había comprado los viñedos en Francia. Era una estratagema, una argucia para vengarse y no dejarle salirse con la suya. Seguramente se estaba imaginando que ya tenía ganada la guerra, después de la humillación de Ciudad de México. ¿Y por qué no iba a pensar eso? Alguien le había traicionado.

El director financiero de Pedro había descubierto por qué Manuel Rodríguez había vendido Joyería a St. Rafael, antes que a Alfonso Worldwide. De alguna manera, el francés había llegado a saber que tenía intención de cerrar el estudio de Ciudad de México y llevárselo a San Francisco. Rodríguez le había vendido el negocio para proteger los trabajos de sus empleados. Pero‚ ¿Cómo lo había llegado a saber St. Rafael? Sentado frente a su escritorio, Pedro se quedó mirando la pantalla del ordenador. Llevaba tiempo trabajando a distancia con su equipo, pero el acuerdo de Tokio se le estaba yendo de las manos y los problemas empezaban a lloverle. Tenía que terminar pronto su luna de miel y volver a Roma. Miró por la ventana y buscó a Paula. Eran más de las cinco de la tarde. Ella había entrado en el estudio una hora antes, pero él no había podido hacerle mucho caso. Ya llevaba casi dos días así. Había pasado unas cuantas horas en la cama la noche anterior, y después había vuelto a su estudio para discutir una posible estrategia con la oficina de Hong Kong. La noche anterior se había quedado dormido sobre el teclado del ordenador.

Pedro soltó el aliento. Debería haber vuelto a Roma dos días antes. Quedándose en Sardinia, lejos de su equipo, lo único que hacía era anteponer a una mujer a los negocios; algo que nunca antes había hecho. Pero tampoco se trataba de cualquier mujer. Ella era su esposa.

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