viernes, 15 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 20

–Estás haciendo una montaña de un grano de arena. No es para tanto.

Pedro la miró. Las luces de la ciudad se reflejaban en un incesante desfile de claroscuros sobre su rostro anguloso.

–Para mí sí lo es.

Tras mirar al conductor, se inclinó hacia Pedro.

–Solo porque tenga menos experiencia que tus otras amantes…

–¿No te das cuenta de lo que te estaba ofreciendo? –le espetó él en un tono brusco–. Una noche. Quizá dos. Nada más.

–¡Y yo no quería otra cosa!

–Nunca iré a tu casa a conocer a tus padres, Paula. No me voy a casar contigo –le dijo. Había furia en sus ojos–. No voy a quererte.

Un relámpago de dolor la atravesó por dentro.

–¿Y quién ha dicho que yo esté buscando amor? –le preguntó en un tono desafiante, levantando la barbilla.

–Las vírgenes siempre buscan eso –le dijo, mirándola de arriba abajo–. No seas tonta, Paula.

Tonta…

Pedro se dedicó a mirar por la ventanilla. Su rostro parecía de piedra. Su lenguaje corporal no dejaba lugar a dudas: aquellas habían sido sus últimas palabras. La decisión estaba tomada. La limusina se detuvo delante del edificio. El conductor se bajó y le abrió la puerta. El frío viento de la noche se coló en el habitáculo del vehículo, calmando el ardor de su piel.

–Buenas noches –le dijo Pedro con frialdad, sin siquiera volverse hacia ella.

–¿Es así como vas a terminar esta cita? –le susurró ella–. ¿Besándome y echándome a la calle después?

Él se volvió y sus ojos negros brillaron como ascuas. Una dura sonrisa apareció en sus labios.

–Bueno, cara, por fin entiendes lo que es ser mi amante.

Paula se le quedó mirando un momento.

–Lo entiendo, sí. Lo entiendo muy bien –le dijo, aguantando las lágrimas–. No me deseas –añadió, dando media vuelta.

–¿Que no te deseo?

Ella miró atrás, confundida.

–No. Acabas de decirme…

–Estoy evitando que cometas un error –le dijo con brusquedad–. Deberías darme las gracias.

Ella tragó con dificultad.

–Muy bien. Adiós.

Subió a la acera, respiró hondo y miró hacia la solitaria calle oscura, llena de coches aparcados. Un viejo periódico salió volando del viejo asfalto. Solo llevaba dos meses viviendo allí, pero ya llevaba demasiado tiempo allí. En Francia. En Minnesota. La negra sombra de aquel bloque de apartamentos se cernía sobre ella como una influencia maligna. Sabía lo que le esperaba allí. Se acurrucaría en la butaca bajo la vieja manta hecha a mano de su madre y vería unos cuantos programas de televisión. A lo mejor se daba un buen baño. ¿Acaso iba a pasar así el resto de su vida? Jamás debería haber dejado su trabajo como ama de llaves en Francia… Si su primo no se hubiera portado mal con la madre de su hijo… Si ella no hubiera decidido dejar su trabajo por solidaridad… Nada más poner un pie en San Francisco, se había encerrado en sí misma. «Todos debemos elegir en la vida… La seguridad de una prisión, o el terrible placer que entraña la libertad… ».

–Paula –su voz sonó seca desde dentro de la limusina–. Maldita sea. Vete ya.

Respirando hondo, ella se volvió hacia él. Sin decir ni una palabra, volvió a subir en la limusina. Sintió su mirada de sorpresa. Le sintió contener el aliento cuando cerró la puerta de golpe.

–¿Sabes lo que estás haciendo? –le preguntó él con brusquedad.

Ella temblaba.

–Solía soñar… –le dijo, mirándole a los ojos– con mi primer amante –susurró–. Soñaba con un príncipe azul que me adoraría para siempre.

–¿Y ahora?

–Estoy cansada de tener miedo –contuvo las lágrimas–. Cansada de esconderme de mi propia vida.

Él la miró fijamente durante unos segundos. Apretó el botón y la persiana separadora empezó a cerrarse. Pedro pronunció una única palabra.

–Sonoma.

La mampara se cerró con un golpe seco. Y entonces Pedro se movió. Sin perder ni un segundo la acorraló contra el asiento de cuero y empezó a besarla sin contemplaciones. Sus labios le dieron un beso duro y ardiente, portador de un dulce veneno. Abriendo la boca ante su lengua invasora, Paula se lo dió… todo.

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