lunes, 25 de marzo de 2019

Cenicienta: Capítulo 40

–Io bacio.

–Io bacio –repitió Paula, balanceando un libro sobre su cabeza.

De pie junto a la ventana, contemplando las aguas azules de Costa Smeralda, el profesor italiano sonrió.

–Tu baci –repitió Paula sin aliento, cruzando la estancia subida a unos tacones de diez centímetros–. Lui bacia.

Mientras Paula repetía todas las conjugaciones de baciare, no podía evitar sonreír. Su profesor había escogido el verbo «besar» a propósito, un guiño a su condición de recién casada. Aunque los pies le dolieran con esos zapatos tan caros, se sentía extrañamente feliz. Sí. Le dolía la cabeza después de una intensa jornada aprendiendo normas de etiqueta, por no hablar de las clases de italiano, en las que no solo aprendía a decir «tenedor », sino también a distinguir entre uno para ensalada y otro para postre. Pero… estaba feliz.

–Molto bene –dijo el profesor por fin, satisfecho.

–Aprende usted muy rápido, principessa –le dijo la mujer suiza que le daba clases de comportamiento y conducta.

Trabajaba en un famoso internado de Los Alpes.

–Grazie –dijo Paula, riendo.

Era la primera vez que le decían algo así. Por suerte, no tenía que leer. Solo se trataba de escuchar, repetir y practicar. Su marido les había dado instrucciones muy precisas a los profesores. Su marido…

Después de toda una semana en la preciosa mansión de Sardinia, siete dulces días siendo la esposa de Pedro Alfonso, Paula seguía adorando la palabra «marido ». Miró el reloj discretamente. El libro casi se le cayó de la cabeza. Ya casi eran las cinco de la tarde. Su momento favorito del día. El profesor de italiano siguió su mirada y asintió.

–Hemos terminado –le dijo–. Buona sera, principessa.

Madame Renaud le quitó el libro de la cabeza.

–Bonsoir, principessa… et merci –dijo y salió detrás del profesor.

Principessa… Otra palabra que todavía le sonaba exótica y extranjera. Nada que ver con lo que ella era… En cuanto se quedó sola, Paula subió al piso superior tan rápido como le permitió su apretada falda de tubo color beige. Se dirigió hacia el dormitorio. Sus tacones altos repiqueteaban contra el suelo a medida que avanzaba por el pasillo. Al pasar por delante de una ventana, su mirada reparó en el azul del Mediterráneo, la arena blanca. Una semana antes le hubiera sido difícil localizar la isla de Sardinia en el mapa, pero en ese momento estaba encandilada con aquel lugar, porque Costa Smeralda, la costa verde de la isla, era el lugar más hermoso y alegre que había visto jamás. Abrió la puerta del dormitorio. Casi esperaba encontrarse a Pedro, desnudo sobre la cama, con una joya en la mano. Parecía que disfrutaba regalándole todas esas piezas carísimas, y ella siempre las aceptaba de buen grado, aunque en realidad tampoco eran muy de su gusto… Pasar tiempo con él en la cama, en cambio… Era extraordinario. Nunca podría cansarse de ello.

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